domingo, 12 de octubre de 2025

Las hijas de Jezabel: Capítulo 8 -Jenny (+18)

 

            1

 

Para ser septiembre el clima parecía haber firmado un pacto con los viandantes, una tregua por unas horas. La temperatura rondaría los 24, 25° terminando el mediodía, y daba gusto regresar a casa sin necesidad de llevar chaqueta. El solecito, algo nublado pero todavía con fuerza, soltaba rayos deslumbrantes por según qué zona, como el reflejo dañino que, el gracioso o la graciosa de turno, provoca en tus ojos a través de un objeto intermediario que recibe y da luz en acción rebote. Con los años tuve que castigar a Sherezade varias veces por deslumbrar a sus hermanas mientras jugaban o estudiaban. Aprovechaba cualquier reflejo de luz, bien fuera solar o artificial, para cegarlas moviendo un bolígrafo de cuerpo hexagonal, un CD o su propio reloj de muñeca, sobre todo este último, ya que lo movía con mayor libertad y rapidez, como si fuera un puntero láser pero del tamaño de una moneda. De regreso a casa, mi medalla de La Virgen María hacía lo mismo en los ojitos de Lilian.

—¡Jo, mamita! —rezongó. Me percaté de ello cuando la vi apartar la cara frunciendo el ceño.

—Perdona, mi amor —me disculpé—. Mamá no lo hizo adrede.

Teno hambre —dijo la pequeña V3. La llevaba cogida de la mano pero prácticamente se agarraba a mi bolso.

—Ya llegamos, cariño. Solo tenemos que girar la esquina y estaremos en casita —afirmé.

—¿Qué hay de comida, mami? —me preguntó Sherezade.

—Puré de verduras —respondí.

—¡¡Puaaag!! —protestó Lilian con cara de estreñida—. ¡Yo no quiero eso!

—Tendrás que comerlo aunque no lo quieras, cielo —advertí.

—¡Jope, mamita! ¡No me gusta! —Hizo puchero.

—¡A mí encanta! —gritó Luna con los brazos en alto.

—A mí me encanta, a mí me encanta... —Se burló Lily gesticulando.

—Oye, Lilian. —Me detuve. Llevaba a Nala en brazos, la misma que jugaba con su chupete de  Pikachu—. ¿Qué os dice mamá? Que no hay que reírse de nadie, y menos de tu hermana mayor. —No me miraba. El color de su tez blanquecina era tan rojo como su cabello—. Mamá ha dicho que tenemos puré de verduras para comer, y eso quiere decir que, todas —Las señalé—, menos Nala, que tiene potito, y Alex por ser chiquitina, tomaremos puré.

—¡Pero no me gusta, mamá! —siguió Lily.

—Lo sé, cariño, pero tienes que tomarlo —insistí—. No te preocupes, lo haré rico. Te gustará. —No parecía muy convencida, pero no volvió a protestar—. Es más, tú misma me ayudarás a batirlo, ¿vale?

Asintió con la cabeza.

—¿Puedo poner a conocer las verduritas, mami? —me preguntó Luna.

—Claro que sí, mi amor —respondí.

—Yo también quiero —dijo Iris.

—Ahora os reparto tarea, tesoro.

Dejé que Lilian abriera la puerta. Luna me ayudó con el cochecito de Alex y las ocho entramos en casa.

 

2

 

Hacía cuatro meses que teníamos a Alex con nosotras, y aunque la casa era demasiado grande, había que hacer hueco. Necesitaba reubicar a mis hijas en habitaciones por separado. Luna, la que ya peleaba por un dormitorio en solitario, al final lo consiguió. A sus seis años estaba preparada para dormir sola, así que uno de los tres cuartos de juegos pasó a ser su zona de confort. Mandé que lo pintaran de rosa, tal y como ella lo quería; le colocaron varias estanterías: en una, su colección de Barbies estuvo expuesta durante años. En otra, como buena niña, pulcra y responsable, ordenó sus libros. A los seis años llevaba dos y medio devorando cuentos y literatura infanto-juvenil. Me pedía libros de Edelvives y de El barco de vapor. Ese curso 2001-02 quiso hacerse socia de la biblioteca, a lo que accedí gustosamente. Durante algunos años pasó más tardes en ella que en casa.

La tercera estantería era más íntima y personal. Los cajones guardaban sus notitas secretas de la infancia, algún que otro diario sin terminar, y casetes, CD y juegos de la PlayStation guardados con llave para que no se los cogieran sus hermanas. En casa no se jugaba a la consola si yo no estaba, con lo cual, Luna lo hacía como protección, no para jugar a escondidas. Lilian insistía en querer una habitación para ella sola, una como su hermana mayor, pero aún le quedaba un año.

Mis hijas se independizaban a partir de los seis añitos...

Por aquel entonces aún tenían dos habitaciones para jugar entre ellas, dos habitáculos bastante amplios y llenos de juguetes, juegos de mesa, puzles, televisión con cintas VHS para pasar horas viendo dibujos y, por supuesto, también libros y cuentos, tanto para leer como para colorear.

El día del puré de verduras, reuniéndolas a todas para organizar la tarea, encontré a Iris en un tercer cuarto que aún no he descrito y que me pertenecía y sigue perteneciéndome a mí. En él están mis cosas (las de una friki sin remedio). También tenía mi colección de Barbies (que aún conservo), como Luna y muchas hijas más; tomos Manga, figuras de Dragon Ball, Pokémon, Saint Seiya y, posteriormente, de muchos más animes (pero con los años). La pared derecha estaba llena de libros de rol de toda clase: manual del jugador, bestiarios, apuntes para campañas creadas por mí, tomos compilados de Magic con un sin fin de mazos, juegos de mesa, de estrategia y del propio rol, videojuegos, tanto de consola como de Pc, y personajes y miniaturas de Warhammer. Un Elfo Oscuro peleaba contra un Enano de los bosques en manos de mi tercera hija.

—Cariño, ¿qué haces aquí? —pregunté mientras me dirigía hacia ella. Las miniaturas de plomo corrían peligro de muerte. A decir verdad, eran dos piezas pintadas entre mis antiguos amigos y yo cuando teníamos diez años, y su único valor era sentimental.

—Este cuál es, ¿mamá? —me preguntó enseñándome un orco —. No me has leído cuentos de este señor tan feo.

—Es una señora, mi amor —corregí—. Se llama Ghorza, una mujer orco muy muy poderosa, y tú una renacuaja que aún no puede jugar con estas cosas.

—¡Jo-oo! ¿Por qué no? —Parecía estar a punto de echarse a llorar.

—Porque eres peque y no quiero que veas las imágenes que aparecen en estos libros —le dije en un tono algo más seria.

—Pero me gustan mucho, mami.

—Lo sé —añadí—. Los cuentos que mamá te lee son inventados por mí sobre estos personajes, pero por más que te gusten, no lo puedes ver ahora, cariño. Eres pequeña. De mayor lo entenderás.

—No es justo —Cerró el libro, muy enfadada; acto seguido se incorporó con intención de marcharse.

—Señorita... —La frené—. Deja que mamá relea estos libros. Buscaré imágenes e historias que puedas ver, ¿vale? Además, recuerdo tener algún juego de rol con el que podremos jugar las dos.

—¡Sí, mami! ¡Gracias! —Me abrazó muy ilusionada.

—Anda, mi amor. Ve a la cocina con las tatas. Vamos a preparar la comida. Bajo enseguida.

Lo hizo.

Me quedé un rato a solas porque no me encontraba bien. Necesitaba fumar un cigarrillo a escondidas y tomarme un Diazepam (o un par de ellos). La ansiedad me podía, y era incapaz de controlarla por mí misma. En ese momento no me daba cuenta de lo que acabo de decirte, solo que volvía a tomar como unas cuatro benzodiacepinas al día creyendo tener un control erróneo. Eran mi apoyo. Tenía un montón de hijas pero estaba sola (sola). Sin padres, sin familia, sin amigos, sin pareja estable...

La medicación era mi única compañía.

Abrí la ventana, encendí un cigarrillo y saboreé el placer de fumar a escondidas mientras me tomaba dos pastillas que, según yo, me curarían de todo mal.

Empezaban a crear una nueva adición en mí (otra más).

Joder, Jezabel. Con lo que te costó dejar los porros y el alcohol...

Dependía de los fármacos para ser persona, y en esos instantes ni lo entendía ni me paraba a pensarlo. Había sido consciente años atrás, pero volvía a estar perdida. Creía que era lo mejor para mí y para mis hijas. Ellas me verían tranquila y relajada y yo sería buena madre.

Eres una mala madre, Jezabel. Buena con los tíos, pero pésima con tus hijas.
Vocación: Chupapollas.

 

3

 

Algo más calmada, con esa voz pesarosa y somnolienta que te dejan los tranquilizantes, entré al dormitorio para echar un ojo tanto a  Alex como a Nala. La recién nacida dormía tranquilamente, pero en menos de una hora le tocaba el pecho, así que en cuestión de minutos empezaría a llorar. Nala jugaba en su cuna con un sonajero que heredó de Lilian, y un biberón de silicona cuya tetilla mordía como a la de su chupete.

—¿Qué pasa, chiquitina? —le pregunté al mismo tiempo que la cogía en brazos. Quiso meterme el biberón en la boca, lo que me hizo gracia y empecé a reír—. No, mi amor. Esto no es para mamá, es para ti.

»Dejemos aquí a la pequeña Alex. Tú y yo nos bajamos con las tatas a preparar la comida, ¿vale? —Volvió a rozarme los labios con la tetilla del biberón. Como no abría la boca se cabreó y lo tiró al suelo—. ¡Hala! Arreglado, ¿eh? —Me agaché para recogerlo y lavarlo después—. Vamos, cariño.

Nada más salir de la habitación escuché voces en la de las niñas, ya sabes: la de Lilian e Iris.

—Y tienes que portarte bien. —Lo dijo Lilian.

Me asomé a la puerta y, desde el umbral, la vi desnuda de cintura para arriba y con su bebé de juguete en los brazos. Jugaba a darle el pecho.

—Cariño, ¿qué haces? —le pregunté sonriendo. Nala manoteaba en mis brazos.

—Hola, mamita —me respondió—.  Adelaida tampoco quiere puré de verduras. —La veía tan metida en su mundo que me daba pena interrumpirla.

—Claro, ella no quiere porque es bebé, y como mamá le das leche para alimentarla—respondí—, pero tú ya eres grande, cariño, y tienes que tomar puré.

—¿Cuándo se me pone la teta gorda? —Me moría de la risa. Tenía que morderme los labios para no reír a carcajadas. Me lo decía tan seria, tan metida en el rol de madre, que me era difícil contenerme. Se pellizcaba la areola intentando agarrar carne para poner el pezón en la boca de la muñeca.

—Dentro de unos años, cariño —respondí.

—¿Cuántos? —insistió—. Quiero tener las tetas igual de gordas que tú.

—¿Sí? —pregunté como sorprendida, siguiéndole el juego. Ella asintió con la cabeza—. Pues para tenerlas como yo tienes que tomar mucho puré de verduras, así te crecen pronto.

—Jope... —protestó.

—La que algo quiere algo le cuesta, cariño —insistí. Nala se ponía nerviosa al estar tanto tiempo paradas—; así que venga, vamos abajo con tus hermanas y preparamos el puré. Llévate a Adelaida, pero mejor dale el bibe. Tiene más proteínas, hazme caso.

—Voy a cogerlo, mamita —me dijo dirección al cajón donde tenía los objetos de su muñeca.

—Y vístete, cariño, que vas a coger frí...

—¡Mamá, mamá! —Di un respingo en el umbral de la puerta. Por poco me golpeo y caigo a Nala. El corazón se me salía por la boca. Era Luna, y gritaba desde abajo—. ¡Ven, mami, corre! —Me dirigí aprisa, bajando los escalones de tres en tres.

—¡¿Qué pasa?! —pregunté alarmada—.  ¡¿Qué ocurre?! —La vi sentada en el sofá viendo la televisión. A su lado estaban Iris, V3 y Sherezade. Alex dormía tranquilamente en mi dormitorio; Lilian bajaba conmigo y Nala manoteaba en mis brazos. Estaban todas bien y no veía signos de que hubiera ocurrido nada.

—¡Mira, mamá! —gritó Iris señalando el televisor. Sus hermanas hacían lo mismo, muy pendientes de la pantalla y con cara de circunstancia.

Me acerqué. Por una parte tranquila, pero por otra cabreada. Me habían dado un susto de muerte del que aún no me había recuperado. El corazón latía en mi garganta entre sofocos mezclados con sudor frío.

Dentro de la caja cuadrada, Matías Prats daba las noticias de las 15:00 con la misma cara de horror que tenían mis hijas. Era 11/09/01, una fecha imborrable para el mundo entero.

El día en que la locura del ser humano tuvo nombre propio.

 

4

 

Alex se agarraba a mi seno como si por sus venas corriera el ansia de ser guardameta con tan solo tres meses y medio de vida. Bien era cierto que tenía un balón entre sus manitas; de carne, pero redondo, duro y pesado (como lo quería Lilian para amamantar a su muñeca). Era la séptima hija a la que daba de mamar, y por aquel entonces, solo tenía veinte años recién cumplidos...

 

Esa noche, de casualidad o por "causalidad", un fogonazo se cruzó por mi mente, una chispa, abstracta pero que me hizo sentir, y cuya estela, después de recorrer mi cerebro de lado a lado, perduró diciendo: «Para, Jeza. Reinicia y piensa detenidamente». Alex seguía pegada a la teta que tomaba como balón de reglamento. Me dolían los senos y la espalda. No sé cuánto pesaría cada una de las mamas, pero se habían hinchado como globos de cumpleaños. Las venillas se repartían por ellas como trazos en un mapa de carretera, y las areolas dejaron de ser del tamaño de una moneda de 2€ para adquirir el de un tapón de leche de 2L, oscuras y agrietadas.

 

Entre muecas de dolor físico y cansancio psicológico, hice caso a mi mente y me detuve. Di a ese "pause" que todo el mundo guarda en la reserva para ocasiones especiales (nunca buenas), ese que se oculta como botón de alarma o «Salida De Emergencia Ante Situaciones Complicadas»; entonces, se hizo el silencio. Millones de años atrás, Dios dio una orden y se hizo la luz. Yo, posteriormente, hice lo propio para acallar mi situación personal. Sherezade dormía con una manita bajo una almohada con la Blancanieves de Disney sonriendo. En ese instante, debido al peso de mi hija, el estampado sacudió mi mente confusa y me pareció ver un dibujo monstruoso, deforme y escurridizo. La pareidolia aceleró mi corazón hasta el punto de creer que esa Blancanieves aplastada, donde uno de sus ojos sobresalía rozando su límite —como una pompa que crece y pide socorro a través de su tamaño antes de explotar—, quería hablarme y reprender mi mala conducta. Tragué por instinto, por miedo. Era saliva, pero parecía llevar una espina consigo, quizá (o tal vez), la misma que atravesaba mis sentidos.

Sacudí la cabeza bajando y levantando los párpados. El jadeo que tanto disfrutaba por mediación del sexo se antojaba como opresión aguda entre las dos mamas. Un nudo le cortaba el paso a mi respiración, y lo peor de todo, era que crecía.

Observé a V3 y a Nala, dos bebés durmiendo en sus cunitas decoradas. En la de esta última, a modo de tiovivo, colgaban siete prismas que, al accionar su mecanismo, giraban como lucecitas de colores diseñadas para peques. Eran pirámides, esferas, cubos etc... Yo veía la cara de mis hijas en cada uno de ellos. Todas me llamaban “mala madre". Todas, sin excepción, incluso las bebés que aún no emitían más que sonidos guturales, quejidos y lloros. Sus sonrisas tenían como dueño a ese vacío de sus dentaduras de leche. La negrura de sus huecos calaba en mi corazón como si siete picotazos pretendieran apartarme del mundo o hacerme ver que debía regresar a él. Dicho motor desbocado, aporreando la caja torácica como una persona con claustrofobia intentando salir de un ascensor a oscuras, repercutía por mi garganta y mis sienes, tanto que me ahogaba. El descompasado ritmo de mi respiración, hiperventilando en orden opuesto al correcto, hacía que poco a poco perdiera la poca consciencia que aún me quedaba.

 

Me levanté como pude y dejé a Alex en su cuna. Si me caía al suelo, que lo hiciera sola. El lado izquierdo de mi cuerpo desaparecía; no se borraba, pero dejaba de sentirlo. Mi cara era una gélida máscara de cartón piedra, encorchada y tan fría como el mármol. Me costaba dar un paso porque la pierna izquierda no se ponía de acuerdo con la orden cerebral. Mi mente la ocupaba ese "mala madre" dicho por mis siete hijas, y para ser tan incompetente en algo para lo que no se estudia (se vale o no), eran lo más importante para mí.

Ellas, no yo.

 

De pie, trastabillando, mi pecho subía y bajaba por medio de sacudidas espasmódicas. Una descarga eléctrica se repartía por todo mi cuerpo. Mis dientes castañeteaban incapaces de controlar la lengua. Esta, con tanto miedo como yo, se dijo:

«Apáñatelas sola, yo reculo“.

Y bajó por la garganta.

La puerta se abrió. Jamás en la vida había chirriado, pero aquella vez sí. La sombra de Luna, mi primogénita, se dibujaba en el umbral como un recorte de cartulina negra sin volumen, totalmente plana. Permanecía impávida mientras creía morir de asfixia. Mi vida tocaba fondo; mis rodillas lo hicieron cuando sentí que sonaban en el suelo como dos mazas plomizas. Intenté levantar los párpados lo máximo posible, con el brazo derecho estirado y la intención de pedir auxilio (solo la intención). Era incapaz de articular palabra, ni siquiera de mover algo dentro de mi boca que no fueran las piezas dentales chirriando una hilera contra la otra.

La silueta de Luna se acercó a mí, lenta y despaciosamente. Me moría delante de ella y no podía hacer nada para evitar que lo viera. El que se me acercara me ponía aún más nerviosa.

Alex empezó a llorar, pero no podía atenderla. En aquel instante ya no era nada, tan solo una joven de veinte años que moría en presencia de su hija de seis.

La silueta de Luna llegó hasta mí. Mi temblorosa mano quería acariciarla por última vez. Ya que no podía impedir que me viera morir, al menos abandonar el mundo con el recuerdo de los dedos rozando su carita. Su nariz, su boca, sus... ¿Sus ojos?

No tenía.

Veía a mi pequeña Luna ante mí, viva y tal cual como era, pero la negrura de su silueta inicial perduraba en dos concavidades vacías, igual de oscuras que una noche sin la dueña de su nombre. No había nada pero lo decían todo: “Vacío/Oscuridad/Terror".

Sus labios esbozaron una malévola sonrisa. El gesto sacudió la agudeza de mis oídos como si acabara de sentir subir o bajar la cremallera de una cazadora diente por diente, no la boca de una niña al sonreír.

—Eres una mala madre, mamaíta —espetó. En sus ojos viraban los rostros de mis siete hijas riendo a mandíbula batiente.

Perdí la consciencia y me desvanecí.

 

5

 

El manguito de un antiguo esfigmomanómetro (de los de toda la vida) hizo que abriera los ojos con el mismo aturdimiento que si hubiera despertado después de estar sedada. Una mano cubierta por látex blanco pulsaba la bola que lo infla como si mi brazo fuera un neumático, no un miembro de carne y hueso. A todo el mundo nos han tomado la tensión alguna vez, así que sabes lo que sentí. Mis ojos se abrieron cuando la presión del manguito me cortaba la circulación de la sangre; después, la mano enguantada se detuvo, la presión creció durante diez segundos y, de pronto, eso tan molesto hizo "puff..." y se deshinchó al instante como si fuera una colchoneta recién pinchada.

—103/62 —escuché decir a una voz varonil, seguramente mucho más grave de lo que era debido a que mi sistema operativo acababa de reiniciarse tras un tiempo en suspensión—. Tienes la tensión bajísima.

—¿Qué..., qué ha pasado? —Debí preguntarlo con ese tono pesaroso que te deja la anestesia tras la extracción de una muela.

—Bienvenida al mundo, Jezabel —me dijo la misma voz. Haciendo esfuerzos por volver del todo a la realidad, parpadeé repetidas veces hasta que la telilla que envolvía mis ojos y me hacía ver trillizos donde solo había un hombre, desapareció y la vista regresó a su estado habitual—. Te has desmayado. —Miré a mi alrededor. Los sonidos penetraban dentro de mis oídos como si los tuviera ahí mismo, y todo con retumbe, como con eco.

Me hallaba en un habitáculo reducido y donde las paredes llenas de utensilios parecían comerme. Había collarines, bolsas de frío, férulas, la famosa camilla tijera o cuchara (según me han dicho que se llama) y una silla de rescate.

Yo, Jezabel Losada, era una perrita caliente emparedada encima de una camilla (lo de perrita caliente era verídico, pero intentaba frenar la adicción. Juro que sí aunque no lo parezca).

—No entiendo nada —Bajé los párpados, resoplando.

—Tranquila. —Levanté la vista en dirección a la voz. Hasta el momento lo había escuchado sin ponerle cara, pero en ese instante sí. Vi a un chico rubio, de ojos azules y que parecía imberbe de lo guapo que era. Me había quitado el manguito, pero de haber estado puesto y en una máquina de las de ahora, en vez de 103/62 marcaría 205/93 y 130 pulsaciones (mínimo).

Ya me descentré. Iba bien, pero una adicta reincidente no tiene remedio si la droga le mira cara a cara.

No, Jeza, ¡No!, me decía la cabeza. Acabas de sufrir un ataque de pánico por asfixia emocional, ¡por sobrecarga! No puedes con tanto tú sola. El sexo sin control es igual de perjudicial para ti como en su día lo fueron los porros y el alcohol. ¡Abre los ojos y cierra las piernas!

 Pero la excitación y el deseo ganaban la batalla contra la cordura.

—¿Puedes solo? —preguntó otro chico en el hueco de la puerta. Vi que en su chaleco ponía «Conductor».

—Sí —respondió el rubito—. Le he puesto un Lorazepam bajo la lengua. Ya está más tranquila, y no creo que necesite traslado.

¿Lorazepam?, me pregunté. Llevo como cuatro tranquilizantes en el día de hoy… Joder, estoy hasta arriba de somníferos y no me hacen efecto.

»Voy a hacer un electro, si sale bien, esperamos un poco y nos vamos.

—OK. Te cierro entonces. —El conductor se marchó.

—¿Estás mejor? —me preguntó.

—Nerviosa. —Tenía la sensación de empezar a hiperventilar. El diafragma iba por su cuenta (como mi sexo ante las órdenes de mi cerebro) por mucho que intentara respirar con normalidad. El latido cardiaco repercutía por mi cuerpo mientras luchaba por apartar de mí el vicio y la toxicidad que me habían llevado hasta allí, centrarme en mis hijas y no mirar al hombre que tenía enfrente.

—Tranquila, mujer —me dijo—. No te pongas nerviosa.

Sí, sí me pongo, sí. Nerviosa y cachonda, y lo uno tiene que ver con lo otro, es un circulo vicioso que necesito controlar para que mis hijas no me llamen “mala madre”, pero cuando me excito no doy pie con bola. Estás todo buenorro y me pones a mil.

—¡Tengo que irme! —Intenté incorporarme escandalizada, pero él me frenó.

—¿Adónde vas? —preguntó extrañado—. No puedes moverte todavía. —Me miraba, a mí y a mis senos, y no precisamente por gusto, sino porque mi pecho se movía arriba y abajo igual que cuando follaba y me sabía a gloria, y en ese momento me ahogaba precisamente por intentar eludir mi vicio favorito. Me ponía malísima, y en todos los sentidos—. ¿Por qué tantos nervios de repente? —Tenía los párpados bajados, no lo quería mirar. Resoplando, con un ajetreo similar al de las contracciones antes de dar a luz, enfoqué mi vista hacia él. Lo vi ceñudo y demasiado guapo, así que bajé la cabeza y luego la sacudí para quitarme la imagen de la mente.

Resiste, Jeza. Puedes, ¡claro que puedes! Es guapísimo, sí, pero tus hijas valen más que un polvo.

—Todas han nacido después de uno —mascullé.

—¿Cómo? —Él no entendía nada. Debía de ver a una chica apijotada, bien por el relajante o porque mis padres no me habían rematado en condiciones.

—Que…, que me estoy poniendo muy nerviosa, ¡demasiado! —respondí jadeando—. Deja que me vaya, por favor te lo pido.  —No quería mirarlo, hacerlo sería un error sin opción a recular.

—Vale, vale... Te hago el electro y te vas, ¿sí? —Debí de asentir con la cabeza (creo), no estoy segura porque mi cabeza era un hervidero entre el bien y el mal—. Tienes que quitarte el camisón.

¡¡No me pidas eso, joder!!, grité para mis adentros. Aunque te parezca raro, los pensamientos también gritan en nuestro interior. Eres un sanitario, yo tu paciente, solo eso.

»Repítetelo, Jeza: Él sanitario, tú paciente. Sexo no. Nada de sexo. Estás intentando salir a flote y superar la adicción.

»Ahora tú. Dilo.

—Se.. —No me salían las palabras. Era como si mis pensamientos se escribieran a fuego dentro de mi cabeza sin tecla para borrar, como si la acción de alimentarlos diera vida a cada letra, pero después, querer eliminar lo escrito no hiciera sino reescribirlo, en mayúsculas y con un tamaño de fuente cada vez mayor.

—Di, pero tranquila. —Me agarró del brazo. Mis pulsaciones debieron de aumentar a doscientas revoluciones por minuto. En vez de Lorazepam parecía haberme dado Red Bull.

Sexo no, Jeza. ¡Lo estás haciendo muy bien!, decía mi cabeza, pero tenía la sensación de que iba a explotarme de un momento a otro. No aguantaba más. ¡Estás resistiendo!

»Di que no. ¡Sexo no!

—¡Sexo sí! —dije, pero con tanto entusiasmo que se me escapó en voz alta.

—¿Eh? —preguntó el ambulanciero, aturdido. Definitivamente debía pensar que estaba para encerrarme.

Perdí el control de mis pensamientos y me dejé llevar por la excitación. La Jeza salvaje había vuelto (nunca se había ido).

Me incorporé. Dejé que la seda del camisón se deslizara suavemente por mis senos hasta mostrarlos desnudos. A Alejandra le encantaba agarrarlos; necesitaba que al rubito también le gustaran.

—Fóllame. —Nunca me he visto la cara de ninfómana, pero creo que ha sido esta, y no mi cuerpo, la dueña de que los hombres cayeran ante mi embrujo como conejitos detrás de una zanahoria. Me costaba muy poco (nada) conseguir mi droga carnal. No necesitaba gastar dinero ni salir a buscarla: se presentaba ella solita.

Abrí las piernas. El chico (flipando en colores) tenía mi sexo húmedo prácticamente en su cara. Llevé mis dedos a él, aparté los labios de la vagina con dulzura y empecé a estimular el clítoris. Mis jadeos lascivos formaron una protuberancia bastante apetecible bajo el pantalón gris de mi presa. Poco más tuve que hacer para que cayera rendidito ante mí, de forma literal y verídica, pero esta última cinco minutos después...

Se bajó los pantalones y calzoncillos y vi una porra de carne y venas en relieve curvada hacia arriba. Segundos después se movía dentro de mi coño.

Eché por tierra todo lo trabajado hasta el momento. Rocé las puertas de la negación, pero en ese instante pretendía acariciar las de la gloria. Durante esos minutos no me acordaba de lo ocurrido ni de mis hijas, solo quería gozar, sentir lo excitante que resulta saciarte con tu droga en situaciones comprometidas y vivir el momento como si fuese el último polvo de mi vida. El rubito se había convertido en una fiera, en un toro bravo que me embestía como tanto me gustaba: fuerte, duro y profundo. Mordisqueaba mis pezones erectos completamente alocado. Él gemía, yo gritaba. Su boca cambiaba de un seno a otro, los que chupaba, mordía y acariciaba con su cabeza juguetona. Su polla era dueña de un volcán en "erección" y mi coño lava ardiente y abrasiva gracias a los colores que me hacía ver.

Un quejido ahogado, que respiraba con ajetreo cerca de mi boca, culminó un acto de cuatro estrellas (siempre se puede mejorar) mientras la polla de mi ambulanciero se sacudía en mi interior, esta vez como un perrillo, ya no como una fiera…

Nueve meses después nació Jenny.

Sé que tú, lector o lectora, le darás la razón a mis hijas en la pesadilla que viví, y secundarás la propuesta de llamarme "mala madre". Pero..., ¿me lo llamaron ellas o me lo llamó mi propia conciencia?

A lo largo de mi vida he pasado por etapas muy oscuras, la mayor parte sumergida en las adicciones, pero te juro que ninguna tan buena como el sexo. He tenido la suerte o la desgracia de ser un bombón andante, y no es algo que me diga yo, sino los demás. Fui la adolescente más popular de la clase. Los chicos me querían y las chicas me envidiaban (aunque creo haberte comentado algo anteriormente). Nací convertida en una preciosidad sin necesidad de hacer nada para conseguirlo. Genética, suerte. Ser bella también es un don, y tan válido como el de la inteligencia. Mi cuerpo ha sido siempre el sueño de todo hombre que lo veía. He sido, y aún soy, "la chica de las curvas"; la fácil, la que hace de todo y se deja hacer.

«La hija de la Encarna, esa cría que la mama que da gusto».

A ojos del mundo, y según el criterio de la sociedad, he sido y soy una guarra y una mala madre. El sexo es algo delicioso, un placer inigualable que nubla nuestros sentidos como no puede hacerlo la satisfacción que te da el comer o llevar a cabo tu afición favorita. El sexo viene sin instrucciones, sin embargo, todos sabemos cómo funciona: por instinto, naturaleza... Somos animales salvajes con una única misión: reproducirnos, y solo podemos hacerlo a través del sexo.

Con el paso de los años, el ser humano ha aprendido a separar: copular por un lado, sentir por el otro. En ambos casos se disfruta, aunque no siempre se goza. Eyaculación y orgasmo no tienen por qué ir de la mano, pero cuando lo hacen, la mente experimenta algo que siente nuestro cuerpo y, en casos como el mío, en personas "chochosensibles", se dispara una sustancia tan adictiva que, como en toda droga, crea dependencia, y no puedes vivir si no lo practicas, si no te metes, si no la metes o te la meten; si no te pones o pones al otro o a la otra, si no te pinchas, si no lo fumas, si no bebes o si no te lo tragas...

He hecho un copia-pega de los apuntes de mi hija Jenny, la misma que, a lo largo de los años, me ha explicado qué utensilios y material lleva una ambulancia por dentro y qué se utiliza en cada caso (por eso sé lo que es la camilla cuchara, el esfingmo etc...). Jenny es técnico de emergencias sanitarias. Trabaja para una empresa de ambulancias, pero también es voluntaria de Cruz Roja. Allí, aparte de preventivos y acudir al rescate vestida de rojo, ayuda a toxicómanos, alcohólicos, drogodependientes, y hasta a su propia madre...

Pasa más horas salvando vidas que viviendo la suya; pero es feliz, y su felicidad repercute en la mía, me hace sonreír y sentirme orgullosa de ella.

Su padre (el ambulanciero), desapareció, pero mi hija está aquí presente. Piensa dar un paso más allá y hacerse formadora de primeros auxilios, algo que todo ser humano debería conocer.

Poco a poco, Jenny, mi amor.

 

                Dedicado con cariño a todas las TTS del mundo.

 

                                                                    Jezabel Losada.





















 

No hay comentarios:

Publicar un comentario