martes, 30 de septiembre de 2025

Las hijas de Jezabel: Capítulo 4- Sherezade (+18: alto contenido sexual)

     

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      —¡¿Estás bien de la cabeza?! —me gritó mi padre a punto de golpearme. No le veía porque era incapaz de levantar la mirada (me moría de vergüenza). Permanecía cabizbaja, sumida en mis pensamientos donde rememoraba mi encuentro sexual con Eric y, según mis padres, su terrible desenlace. Según ellos, porque yo, sin embargo, sabía que quedarme embarazada por tercera vez, y hacerlo con solo quince años, era una auténtica locura imposible de superar (o eso creí), pero llevaba a otra criatura dentro de mí, y aunque había sido un error en toda regla, la consecuencia de este tendría un nombre y mi apellido, le daría a luz y sería alguien en la vida, no como su madre. Costara lo que costase, debía seguir adelante con el embarazo—. ¡¡Estás loca perdida!! —insistió papá. Sé que amenazaba con agredirme porque escuché a mi madre reprochárselo en varias ocasiones; yo seguía con la cabeza gacha y a punto de romper a llorar—. Creo que no tienes remedio, muchacha, y es que eres de todo menos normal. Eso, o te ríes de tus padres, de tus hijas y de tu propia vida, una de dos. —Debía de moverse de un lado a otro completamente malhumorado—. Tengo delante a una mocosa que no sabe hacer más que abrirse de piernas.

—Vale, Fidel —intervino mi madre.

—¿Acaso es mentira lo que digo, eh? ¡¿Es mentira?! —Ni mamá ni yo respondíamos—. ¡Esta cría es una vergüenza para la familia! ¡El hazmerreír del barrio! —Golpeó la mesa del salón. Un cenicero de cristal se hizo añicos contra el suelo. Hasta mí llegaron pequeñas partículas tan brillantes como trozos de sal solidificada—. ¡Tengo que agachar la cabeza cuando voy por la calle porque me señalan como el padre de la puta quinceañera!

—Basta ya, Fidel —intervino mamá una vez más —. Cálmate.

—Cómo quieres que me calme... —Ya no fue una pregunta, sino el tono de voz de una persona abatida, rota; pasó de odio profundo hacia mí a derrumbarse completamente—. Nos la cambiaron, Encarna, nos la cambiaron al nacer... —Se dejó caer en el sofá. Levanté la cabeza y lo vi medio llorando. Tiraba del poco pelo que tenía, y no por alopecia, sino porque papá siempre fue de llevarlo muy corto y con raya a un lado. Mantenía un tono negro muy bonito. Mamá se sentó a su lado para consolarlo—. No la quiero en casa, Encarna —anunció—. Esta vez sí que no.

—No puedes echarla, Fidel.

—¡He dicho que la quiero fuera de mi vida! —insistió. Se incorporó bruscamente y vino hacia mí. Ambos nos mirábamos cara a cara, y los dos con lágrimas perlando nuestros ojos llorosos—. Te quité la paga por ladrona —empezó a decirme—, por robar a tus padres, a tus hermanos y la anciana de tu abuela. ¡A mi madre! —vociferó—. Lo hice por tu bien, para que no te metieras mierda en el cuerpo y salieras adelante como la niña que eras y sigues siendo, pero no hay nada que hacer contigo. Eres imposible, por lo tanto, ya que tenemos dinero de sobra y por desgracia sigues siendo mi hija, voy a darte la parte que te corresponde y, cuando terminen de construirnos la nueva casa, mamá tus hermanos y yo nos iremos y tú te quedas aquí, sola y con tus tres hijas. —Lo espetó de carrerilla, prácticamente sin hacer una coma. Hacía tiempo que papá no me quería en casa, y al parecer, lo había estudiado todo con detalle. Se lo sabía de pe a pa y de pa a pe—. ¿No eres tan mayorcita para ser madre? Entonces asume tu responsabilidad, cuida de tus hijas tú sola, y si quieres tener más y utilizar el dinero para beber y drogarte, allá tú. Por desgracia eres millonaria, algo que no mereces, y podrás gastar lo que quieras en los vicios que te dé la gana.

» Mantendrás mi apellido, pero ya no tengo hija menor. —No le quité ojo en todo su discurso. Creo que, pese a ser su hija, papá dijo lo que realmente sentía y quedó bien a gusto—. Tus hermanos son mis únicos hijos. No quiero saber nada más de ti.

—¡Fidel, por el amor de Dios! —suplicó mi madre.

—Déjalo, mamá —intervine—. Tiene razón. Cuando tengáis las llaves de la nueva casa, mis hijas y yo nos iremos a otro lugar.

—Mañana mismo te abriré una cuenta en el banco —añadió mi padre—, y cuando la tengas en tu poder, ya sabes que a la vuelta de la esquina venden esa hierba que tanto te gusta fumar.

—¡Vale ya, Fidel! —gritó mi madre. Nunca en la vida la había visto así—. ¡Lo estás mezclando todo! ¡Jezabel lleva meses sin drogarse! Hablamos de su embarazado presente, ¡no del pasado!

—Para mí su pasado está siempre presente —respondió él—, y puede dar gracias de ser menor y que me toque mantenerla como mi responsabilidad, si no, ahora mismo estaba en la calle con una mano delante y otra detrás. Y tampoco, ya que no usa las manos para tapar sus orificios...

—¡¡Fidel YA!!

        Escuché gritar a mamá desde lejos. Había abandonado el salón sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

 

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Mi tercer embarazo tuvo su parte positiva y su parte negativa. Como bien insinuó y dijo mi padre, en un abrir y cerrar de ojos me vi con varios millones de pesetas en la cartera, y como ya sabes, no tenía más que quince años. El poder de la adición, aunque varios meses en pausa, afloró de repente como una llamada inesperada para despertar a un muerto que no había terminado de enterrar.

«Cuando la tengas en tu poder, ya sabes que a la vuelta de la esquina venden esa hierba que tanto te gusta fumar».

—Bueno, bueno, bueno… ¿Qué ven mis ojos? —Fueron las palabras de Iñaki, uno de los yonquis con los que intercambiaba hierba por sexo oral—. Si está aquí la muñequita chupona… —Nunca he entendido a los tíos (nunca), y creo que no los entenderé jamás. A ellos debe ocurrirles lo mismo con nosotras (con las mujeres), y tal vez es algo imposible de solucionar puesto que el ser humano, a lo largo de la historia, ha ideado la manera de cortar la cadena de la vida, o en concreto, la de la procreación. Hoy en día el sexo y la cópula van por separado aunque parezcan lo mismo, y todo gracias a la retorcida mente de las personas: condones, píldoras…, todo vale, absolutamente todo para que el placer esté a la orden del día, en todo momento y en cualquier lugar (y lo dice la que fue ninfómana en nivel Dios). El hombre, con solo imaginar, es capaz de convertirse en el velocímetro de un coche y que su aguja creciente pase de 0 a 100 en décimas de segundo. Iñaki, nada más verme y recrear en su mente lo que le di en su día y lo que le gustaría que le diera, se acercó a mí con una erección que le impedía caminar con normalidad. Tampoco era muy extraño puesto que siempre acudía a clase de empalmada y empalmado. Tanto chutarse caballo le hizo tener una testosterona como este animal…   —¿Qué dice la zorrita? —Intentó acariciarme pero aparté la cara. Rio mirando a los dos toxicómanos que estaban con él. César, alias “El Chusta”, se desabotonó el pantalón llevado por la costumbre y sacó la polla.

—Guárdatela, no vengo a chuparos nada. Los tres rieron entre accesos de tos. El tercero de ellos, un tío que no me sonaba de nada y al que solo veía enseñarme unos dientes tan negros que parecía tener grumos de brea por las encías, se sostenía el brazo izquierdo mientras una jeringa pesarosa en sangre oscilaba a un lado y a otro como una banderilla debido al ajetreo de su risa—. Quiero comprar. —Rieron una vez más; El Chusta lo hacía mientras sacudía su pene sucio y semi erecto.

 —¿Comprar? —rio Iñaki—. ¿Tú? —Continuaba riendo. El Chusta me rodeaba; sus ojos me comían con unas pupilas tan dilatadas que se fusionaban con sus iris. Parecía un dibujo Anime—. Pero si tú solo pagas de rodillas… ¡Zorra! —Agarró mi cabeza con fuerza para obligarme a flexionar las piernas. Proferí un grito entre dolor y miedo. Mis rodillas rasparon contra el empedrado del suelo y me hice un corte poco profundo. Mientras la mano de Iñaki sostenía mi cabeza la polla de El Chusta se acercaba a mi boca.

—¡Traigo dinero! ¡Traigo dinero! —grité a voz en cuello.

—Que sí, que vale… ¡Chupa, marrana! —Agarré el pene de El Chusta y le clavé las uñas con todas mis fuerzas. Varias de sus venas en relieve explotaron en sangre mientras aullaba de dolor. Aproveché para incorporarme. Iñaki continuaba riendo, y más al ver a su amigo dando saltos de dolor.

 —¡He dicho que traigo dinero! —Saqué varios billetes de 10.000 ptas. enrollados y los tiré al suelo.

 Coño… —Los afectados ojos de Iñaki hicieron chiribitas. El yonqui de la banderilla bailona hizo amago de incorporarse mientras El Chusta me llamaba zorra, puta, pelleja y un montón más de piropos por el estilo—. Y…, ¿todo este pastizal, periquita?

 —No te importa —espeté—. Dame algo de hierba, el resto te lo quedas de propina para pagarte a una profesional que te la chupe, yo estoy fuera de servicio. —Empezó a carcajear una vez más. Miró a su compañero colocado, el que por la expresión de su rostro no debía haber visto tanto dinero junto en la vida; después, me observó de nuevo de arriba abajo con ganas de fiesta sexual—. Solo hierba, Iñaki —puntualicé. Durante unos segundos, entre quince o veinte, me miró de la misma forma y yo con el rostro cada vez más serio. Finalmente, aunque muy a su pesar, me lanzó una bolsita de marihuana que atrapé al vuelo antes de abandonar el lugar.

—Que buena está la cabrona… —le escuché decir mientras me iba—. Y tú, ¡guarda esa chorra!

 

3

 

Agudizar los oídos en medio del silencio nunca es buena opción, y esa noche lo hice. Mis hermanos no estaban; mis padres, al igual que las peques, dormían sin emitir ni un triste ronquido. Desde mi habitación nunca había escuchado el interior de su dormitorio, salvo cuando hacían el amor en pleno verano y, al terminar, mi padre medio ladraba como un chucho hambriento. Luna tardaba treinta segundos en quedarse frita nada más acostarla en su cunita. Fue, con diferencia, la que menos guerra dio en su etapa de bebé. Miré a Lilian, la misma que, de vez en cuando, como por espasmos involuntarios o por soñar con a saber qué o quién, movía el chupete lanzando besitos, y me parecía de lo más tierno que la vida puede regalarle a una madre. Salvo los chupetones de esta última, tan tardíos como las primeras contracciones antes de dar a luz, no escuchaba nada, pero una vez con los cinco sentidos pendientes de oír (no de escuchar), creí que a estos les llegaba de todo.

La palma de mi mano izquierda sostenía una papela mientras los dedos de la otra sacaban trozos de hierba de su bolsita como quien extrae tabaco picado. El miedo, unido a la sugestión, hizo que ambas manos me temblaran como si volviera a experimentar la tiritona del síndrome de abstinencia, y todo porque mi mente lo quería así. Al contrario que hacía dos años, e incluso meses, ahora sabía que no debía fumarme el canuto, que al hacerlo rompería mi lucha y ese eslabón de la cadena que tanto me costó soldar. Retrocedería rodando por los peldaños que había construido de camino hacia la cima, y después tendría que volver a subir estos y los que me quedaran para llegar.

Las voces invadían mi cabeza. Mi padre dormía plácidamente, sin embargo, lo tenía conmigo en la habitación, a mi lado, impertérrito, cruzado de brazos y a la espera de que terminara de liarme el canuto.

—Adelante, hija. Líalo y dale una chupada. Eso te encanta...

El montoncito agrupado de marihuana se desintegraba bajo la papela que sostenía mi temblorosa y sudada mano. Sudaba copiosamente por casi todo el cuerpo. El filtro, atrapado entre mis dientes, apuntaba al techo como si sufriera una pequeña erección de todo él. Mi tensa mandíbula parecía estar a punto de apachurrarlo y convertirlo en dos mitades de algodón. Lo coloqué en el extremo de la papela y empecé a enrollarlo como mi temblor lo permitía.

Como buena adicta al sexo, necesitaba conocer todo lo que abarca: posturas, utensilios, límites... Nunca me habían follado la mente, y debe ser algo delicioso porque intervienen los sentimientos y la razón, pero en ese instante, mientras el holograma de mi padre me incitaba a cometer mi pecado y me disponía a hacerlo, la voz del psiquiatra penetró muy hondo en mi martirizada cabeza.

Penetración + cabeza = follada de mente, sí, pero más bien una violación puesto que se metió sin mi consentimiento.

«Somos dueños de lo que alimentamos, no de lo que pensamos», recordé poniéndole rostro.

Si me piensas, eres completamente consciente de lo que haces, me dijo mi interior con su tono de voz.

Pasé la lengua por la papela para sellar el canuto.

Ahí lo tienes: tu verdadera vocación. Tu lengua es la reina del disfrute masculino. Las consultas te saldrán baratas.

Sosteniendo el porro entre mis dedos, los cuales hacían que bailara como uno de esos bolígrafos modernos que cada vez fabrican más pequeños, miré hacia el holograma de mi padre. Sus ojos eran los cañones de un revolver que no dejaba de apuntarme. Papá me asesinaba con la vista, pero como diciendo que no le haría falta disparar.

Tú solita te estás matando.

Me giré y coloqué el canuto en mi boca. Mi ataque de nervios lo soplaba en vez de aspirar, y además con descontrol absoluto puesto que aún no lo había encendido. Cogí el mechero. Accionar la rueda en mi estado, entre sudor y tiritona, era como retroceder millones de años atrás y no obtener más que chispitas fulminantes de lo que posteriormente se convertiría en llama. Era una adolescente neandertal incapaz de hacer fuego.

—Con calma, perrita. Tu suicidio está en camino —dijo el holograma de papá—. Y el de ellas. —Mis párpados dejaron al descubierto dos portones inyectados en venas combinando con la tétrica expresión de mi aterido rostro. Conseguí encender el mechero, la llama se mantenía viva pero no me importaba, no porque mi padre sostenía a mis dos hijas entre sus brazos, y ambas me miraban. Luna y Lilian derramaban lágrimas como si fueran adultas, de hecho, sus labios se movieron para hablarme como verdaderas mujeres.

—Eres una mala madre —dijeron dos bebés al unísono.

Asustada, quise apartar de mí tan terrible visión, pero a través de la llama, bailoteando, emergió el cálido rostro de El Chusta, quien sostenía su pene herido con ambas manos ensangrentadas. Esbozó la más macabra de las sonrisas que recuerdo haber vivido. De entre sus podridas encías salieron palabras hirientes.

¡¡Putita comepollas!!

Escupí el canuto, me incorporé y empecé a pisotearlo entre gritos y sollozos. Lo había destrozado a la primera, pero insistía, y no con saña, sino fuera de mí. Pisoteaba los restos de un asesino de inocentes al que un día di mi mano y no cogió el brazo, sino todo mi cuerpo, el mío y el de cientos de personas que lo prueban por gusto y se lo paga con disgusto.

Jadeando, incapaz de controlar mi agitada respiración, miré en derredor y solo estábamos mis hijas y yo. El saquito de hierba descansaba cerca del borde de la cama. Sin pensarlo dos veces, abrí la ventana y lo lancé al exterior.

Que aproveche...

Cogí a mis hijas en brazos y las abracé y besé como si no hubiera un mañana.

 

 

4

 

El 15/07/1997 mi hija Iris vino al mundo. Fue, hasta la fecha, la más regordeta de sus hermanas. Nada más y nada menos que casi 4kg de peso. Nació sana y fuerte, que era lo único importante.

Creo que pasamos tres días ingresadas antes de regresar a casa (ya mi casa). Mis padres, cumpliendo lo prometido, abandonaron su hogar de toda la vida para empezar una nueva en uno de los barrios más lujosos de la ciudad, con casa recién construida y completamente despreocupados de su hija pequeña y las hijas de esta.

No tengo nada que añadir al respecto. Insisto en que mi padre quiso apartarme de su vida prácticamente desde que me quedé embarazada de Luna, y al final lo hizo. Dentro de lo malo, su decisión me dejó muy bien parada: dinero de sobra, casa propia con solo quince años y libertad absoluta. Mis tres hijas y yo viviendo a gusto, sin dar explicaciones a nadie y ya con una cabecita por mi parte algo más centrada.

Di carpetazo final tanto al alcohol como a la droga, y lo hice para empezar a vivir y darle vida a las niñas que había traído al mundo.

—Desconecta —dijo mi psiquiatra—. Olvida lo último que ha pasado. Te mereces un descanso después de pelear y haber vencido. Coge a tus hijas y haced un viaje. Id a ver mundo, lejos, a vuestro aire. Viviendo vuestra vida, Jezabel.

Lo hicimos. Dos meses después de dar a luz a Iris, compré billetes de avión y nos fuimos a Turquía por prescripción médica y por propio antojo. Al ser menor mamá tuvo que firmarme un consentimiento. No se opuso porque se lo ordenó el psiquiatra como bien para mí, y al que desde ese momento empecé a pagar yo misma. El dinero de mi herencia anticipada no volvió a ver ni un duro ni un céntimo por parte de mis padres.

 

5

 

Y cuando llegó la primera noche…

Después de casi quince horas de vuelo, las peques y yo aterrizamos en el aeropuerto Ataturk, Estambul. Luna pasó media parte del viaje llorando y la otra media dormida, y fue lo poco que logré pegar ojo pese a ir puesta de ansiolíticos hasta arriba. Me hacía muchísima ilusión el viaje, conocer Turquía, tomar montones de fotografías y ver mundo. De la noche a la mañana, y gracias a la diosa fortuna, mis padres se habían hecho millonarios, sí, pero papá siempre tuvo buen sueldo y nunca se aprovechó de ello para llevarnos de vacaciones fuera de España, y jamás en avión, solo en tren; por ello, pese a la euforia de salir del país por primera vez en mi vida, a mi aire, totalmente independiente como si ya fuera adulta, y con mis tres soles, mi miedo por volar podía llamarse “pánico” por más raro que parezca en una cría que había pasado años en las nubes…

Lilian e Iris lloraron de vez en cuando, pero no con tanto escándalo como su hermana mayor. La pelirroja era un calco de Maggie Simpson: chupete sinónimo de paz. Pasaba horas chupando sin cansarse (algo normal llevando mis genes). Con la tetilla del biberón le ocurría lo mismo, y se lo di tanto a ella como a la pequeña. Aunque a esta última le tocaba el pecho, por aquel entonces se consideraba escándalo público. Los tíos podían sacarla en mitad de la calle para mear a gusto, pero una mujer no podía alimentar a su bebé…  

Bajaba del avión drogada, pero dicho de forma políticamente correcta y legal, no como en el pasado. Llevaba a Iris colgando del portabebés, a Lilian en brazos y a Luna agarrada de la mano para ayudarle a bajar las escaleras. Un hombre muy amable me ayudó con la maleta y el cochecito de las niñas. Había comprado uno doble para trasladar a las mayores, uno como el que se utiliza para gemelas.

Había elegido la mejor estación para viajar: ¡6º! La niebla al amanecer era tan densa que parecía una cortina de humo, entre clima natural y condensación algo viciada por el tabaco. Al parecer, allí se fumaba bastante. Llevaba casi veinte horas sin fumar un cigarrillo y el cuerpo me lo pedía, pero delante de las niñas no podía, era algo que me propuse y conseguí cumplir.

La humedad viajaba con nosotras como acople de última hora. Daba la sensación de que los aviones estaban envueltos en capas de vapor bajo la débil fuerza del sol, y el deshielo hacía mella provocando que escurrieran goterones similares a los de un alimento fuera del congelador. El olor a café calentito me devolvió la alegría que empezaba a perder, y eso hizo que tomara uno urgentemente.

   —Mamá necesita tomar un café antes de ir al hotel —les dije a las niñas creyendo que me entendían.

Me lo bebí en apenas dos tragos, el taxi esperaba para llevarnos al Pera Palace, en Beyoglu, y según pude informarme, estaba como a tres cuartos de hora del aeropuerto.

Los taxis eran de color amarillo-crema, y bastante viejos, la verdad. En el que subimos las niñas y yo tenía taxímetro analógico que no tardó en marcar cuatro dígitos. Asusta, pero era muy normal tratándose de lira turca.

El taxista, un hombre campechano, enjuto, y que no callaba a pesar de que no le entendía nada de lo que me decía (las niñas menos), entró directo por la D-100, una autopista, al parecer, bastante rápida. No me entretendré en detallarte el recorrido con pelos y señales porque te aburriría y es irrelevante para mi historia, solo destacar, por si quieres saber un poco de tan magnífico país, que le tomé varias fotografías al muro de Teodosio, como primera señal histórica que encontré; después, al cruzar el puente de Galata, pude ver la amplia mezquita con el Palacio de Topkapi y Santa Sofía a lo lejos.  Las calles de Beyoglu eran el corazón cultural de la ciudad, pero con signos de decadencia de épocas pasadas.

Cuando quise darme cuenta, vi de lleno una imponente fachada de estilo neoclásico y con seis pisos de altura. Era mi hotel, mi lujoso lugar de residencia los próximos tres días. Bajé la ventanilla como si no fuera a salir nunca del vehículo y pude respirar el aire salobre del Bósforo con ruido de tráfico citadino, una combinación perfecta entre Oriente y Occidente.

El viaje me costó 1400 liras turcas, algo más de 6.000 ptas. de entonces y 40€ de ahora.

Cruzamos la puerta del hotel directas a descansar, ni las niñas ni yo podíamos con el alma. Nos recibió una amplia y sofisticada cúpula de vidrio, y la verdad es que a simple vista se le veía un lugar bastante acogedor: mármol, relucientes mesas y sofás, alfombras rojas…

Tiempo después, ya en España, me enteré de que había sido el lugar de residencia de Agatha Christie, quizá por ello, a pesar de ser un lugar de lo más tranquilo, tiene su puntito de misterio…

 

 

6

 

 

Y cuando llegó la segunda noche…

 

Viví el Gran Bazar como un torbellino de emociones. Nada más cruzar sus puertas, mi pituitaria topó de lleno con una bocanada acre, nada desagradable pero muy cargada. Era el olor de la comida exótica mezclado con el del cuero nuevo. Luna, cogida de mi mano, señalaba con su pequeño dedito todo lo que veía como si tuviera poder en él para modificarlo a su antojo. Sus hermanas dormían protegidas del frío dentro del cochecito. Bajo la cúpula, oro y plata relucían con mucho más valor del que tienen en sí y le damos las personas. Eran piedras preciosas refulgiendo en mis ojos, los mismos que, ensimismados bajo el embrujo del poder que se respiraba en el ambiente, se antojaron como calidoscopios proyectando la misma imagen en un prisma octogonal y en 3D; la seda pendía como en una especie de cascada vibrante que le daba frescor a la que ya de por sí se antojaba como tarde bastante gélida. Dos hombres (mercader y cliente), debían discutir por algo, o así me lo hizo saber su timbre de voz y la forma en que gesticulaban.

            —Vamos a mirar dulces —les dije a mis hijas.

            —¿España? —escuché preguntar a mi espalda. Me giré y vi a un hombre tan guapo que mis ojos creyeron envolverlo en un halo de luz resplandeciente. Tenía hambre de por sí, pero nada más verlo, también me entró apetito sexual.

            ¿Qué ven mis ojos?

            Algo bárbaro, ¡tremendo!, eso veían mis ojos.

            Un morenazo corpulento, alto y de ojos azules, parecía entender mi idioma entre el bullicio de lo que para mí, pese a estar en Turquía, me parecía chino.

            —Sí —respondí bastante nerviosa y ruborizada. Empezaba a cruzar las piernas, y cuando hacía eso, terminaba por abrirlas de par en par—. Me alegra encontrar a alguien que sepa hablar mi idioma, estás bue…, es bueno, quiero decir. —Me ruboricé más.

            —A mí también me alegra ver a un ángel caminar, creía que eráis propiedad del cielo… —Me mató, y ahora sí que sí iría al cielo—. Bien hermosa desde jovencita. —Miró a los lados antes de añadir—: Y, ¿tus padres?

             —No están, he venido sola —respondí. Toqueteaba mi cabello con la mano libre—, y con mis hermanas, claro. —No podía decirle que era su madre. Difícilmente fuera a ser el hombre de mi vida (imposible). Países distintos, diferencia de edad… De ser, sería un polvo (ojalá bueno) de una mentirijilla piadosa.

            Bueno, una mentira.

            Vale, ¡una gran mentira!, pero cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi situación.

             —Habéis venido por placer, supongo. —Vengo en busca de él, estuve a punto de soltarle, y quiero sentirlo contigo. No fui capaz de articular palabra, así que me limité a asentir. Sus ojos, tan azules como el mar bañado por el sol, me observaban con detenimiento, muy sereno, sin nervios aparentes, pero conocía esa estrategia desde que me salieron las tetas—. ¿Os alojáis en algún lugar?

            —En el Pera Palace —le dije. Ceñudo, como diciendo que era un lugar bastante lujoso para cuatro niñas, respondió:

            —Está anocheciendo, y tenéis un largo camino hasta llegar allí. Las calles de noche son peligrosas, sobre todo para las mujeres. Os llevo, ¿sí?

            No, Jezabel, di que no, me dijo mi cabeza. Tienes que centrarte. Míralo como una persona, no como un hombre que pueda darte placer. Agradéceselo, coge a las niñas y regresa en taxi. Dile que no.

            —Te lo agradezco. —Eso es, Jezabel—. Sí, me parece bien.

            ¡No, Jeza! ¡Te lo agradezco y punto, no te lo agradezco y “sí”!

            Dejé que mi mente discutiera sola, vacía. Mi cabeza la llenaba él.

            Pedazo de turco buenorro.

 

 

7

 

Timur, que así se llamaba mi hombre, me contó que era turco de nacimiento, pero que había estado varios años en España, por eso se defendía tan bien con el idioma. Trabajaba en Estambul impartiendo clases de escritura, pero después, enseñaba a niños huérfanos sin ánimo de lucro ni remuneración económica. Le oía, pero le escuchaba bastante poco. Su cara me entró por la vista, su olor por la nariz y su pene quería que me entrara por el coño, así, directa y a lo grande (deseaba que sí).  

            —¿Has entrado alguna vez? —le pregunté delante del hotel. Negó con la cabeza, y mi lenguaje no verbal daba a entender lo que decía mi cabeza: pues ven conmigo y entra dentro de mí. Si quieres… —Hice una pausa picante—, puedes venir conmigo y…, te lo enseño. Todo, te lo enseño todo, y tú me enseñas a mí como buen maestro.

            —¿No es muy tarde? —preguntó—. Tus hermanas y tú tendréis hambre.

            ¿Hambre? ¡Te la voy a comer enterita!

            —Están dormidas —aseguré—. Mañana por la tarde-noche cogemos el avión de vuelta a España. Poco más puedo ver ya, así que… —Otra pausa picante por mi parte—, quédate un rato conmigo.

            Mis tetas y yo lo convencimos.

Subimos al dormitorio, acosté a las niñas en la habitación contigua y regresé con Timur, pero para su sorpresa (tampoco tanta porque no creo que fuera gilipollas y que hubiera subido para jugar al parchís), entré desnuda. Se levantó de la cama como una escopeta y con la suya a punto de cargarse. Me acerqué a él contoneando mi cuerpo de la manera más sensual que conocía. Enseguida nos besamos y acariciamos apasionadamente. De espaldas a mí, sus dedos, largos y rollizos, acariciaban suavemente la entrada de mi sexo. Dejaba que la yema se deslizara con dulzura por mis labios menores como si estos fueran las cuerdas de un arpa con las que quisiera hacer música, suave, muy, muy delicadamente, arriba y abajo. La melodía que obtuvo como respuesta fue una serie de gemidos por mi parte, intermitentes pero abruptos. Me estremecía de tal manera y con tanta tensión que la carne de mi abdomen parecía ser absorbida por unas costillas prominentes, marcadas como a fuego sobre unos pechos pesarosos pero con los pezones tan gruesos y erguidos que hasta me dolían. Las paredes de mi glúteo emparedaban a un pene juguetón que parecía crecer y menguar estrangulado por la ropa que prohibía su libertad. Llevé las manos a mis senos. Necesitaba las dos para acariciar cada uno de ellos, pero en esos instantes me bastaba darles un repaso descontrolado, sostener mis pitones endurecidos y gemir, dejar escapar suspiros de cálido aliento ante el ardor creciente de mi interior.

Mi vagina se refugiaba entre mis muslos con una pelvis escondida y el glúteo en pompa como protagonista a destacar. Tenerlo detrás, apretarme junto a él y sentir que su miembro erecto se moría de ganas por entrar dentro de mí era super excitante; pero no bastaba, necesitaba verlo con mis propios ojos.

Me giré. Su torso desnudo repercutió en mi clítoris, el cual empecé a notar algo basto, como si asomara entre unas puertas muy finas cuando era todo robusto pero muy sensible. La extraña sensación de su salida me convertía en una salidorra de campeonato.

Necesitaba saciarme, ¡y hacerlo ya!

Mis finos dedos, de uñas perfectamente manicuradas, se deslizaban por la dureza de sus pectorales. Temur era duro en sí. Sus brazos en tensión, sosteniendo mis anchas caderas, dejaban en relieve el sacrificio por mantener un cuerpo escultural y dueño del pecado.

No pude más, así que como una loca (lo que realmente era) bajé mi lengua por sus abdominales, la cual se deslizaba como tropezando por escalones que, ante la jadeante respiración del turco, jugaban al ahora sí, ahora no, escondidos o dispuestos a recibir un erizar de piel terriblemente placentero.

Le bajé los pantalones. En sus calzoncillos asomaba una herramienta palpitante y retorcida como una anaconda. La creciente erección empujaba la prenda y pedía a gritos desaprisionarse. Lo hice, calmé su tortura y vi un miembro oscuro, grueso y con un glande tan brillante en excitación que provocaba tirantez visual. Tenía el tamaño de una ciruela, y quizá por ello lo metí en la boca de un bocado. Temur se estremeció al primer contacto. Quejándose de gusto, se tensó con las manos en mi cabeza. La saliva se fusionó con el líquido preseminal que escurría por mi lengua, la cual, movía como una culebrilla mientras mi boca succionaba su pene y mi mano lo movía. Si seguía así se correría, y no podía permitirlo puesto que no era más que el principio. Temur tenía las pelotas encogidas, gordas pero a media altura. Su escroto las oprimía, y eso ocurre cuando un chico está a punto.

Saqué su polla de mi boca para besarle los testículos. Eran huevos XL creados para vivir ese momento, y lo sé porque le hice gritar. Empecé a pasar la puntita de mi lengua por ellos para ir subiendo muy muy despacio. El tronco de su pene sobresalía bien marcado como la carótida a un lado del cuello. Lamí la venilla lateral, una que se retuerce en forma de relámpago y que chuparla hace que cualquier hombre enloquezca a gritos (todos, sin excepción). Temur escupió una gotita mientras mi lengua subía hasta morir en su frenillo, punto clave donde la moví como si fuese una culebrilla acelerada. Él se retorcía de placer, gimiendo y pidiendo más y más. Su polla se convertía en una pieza rígida y completamente en vertical. Nunca había visto semejante erección, pero la tenía delante de mis ojos (y era real).

Alocado, me cogió y tumbó encima de la cama. Pensé que iba a penetrarme llevado por la euforia, pero no, por el contrario, me sorprendió gratamente.

—Estás presa —anunció mientras acercaba su cabeza, frente con frente, nariz con nariz—. Puedes gritar de auxilio o de placer, tú decides —Me dio a elegir por medio de un cálido y jadeante susurro. El timbre de voz vibró como el crepitar de una chispita compuesta de dulzura. Su aliento mentolado escalaba mis fosas nasales, así como el frescor de su fragancia y el aroma de su piel. Dejó que sus labios rozaran suavemente los míos en una especie de ligera embestida, como el saludo cariñoso de una mamá leona a su cachorro. Eran suaves y carnosos, y además, tenían poder para erizarme el vello y dejar mi piel de gallina; acto seguido, lo repitió añadiendo un beso corto. Apoyó la frente en la mía, ambos intercambiando el calor de nuestros alientos en crecientes jadeos de pasión. Me mordisqueaba ligeramente el labio inferior en lo que mi pecho subía y bajaba como un fuelle alimentándose del mismo ardor sexual que desprendía. Mis senos rozaban con su torno musculado y la sensación era riquísima. Sentía aspereza placentera, la grata sensación de que algo jodidamente agradable me succionaba la sangre para dejarlos tiesos hasta nueva orden. Temur esbozó una sonrisa frente a mis labios, los que ya, después de amagos traviesos, besó apasionadamente. Ambos nos besamos presas del calor que escalaba por nuestros cuerpos excitados. Bajó a mis senos, me chupó los pezones y después sopló.

—¡Oh, Dios! —grité instantes previos a tensarme y dar un bote. Me lamía y succionaba el pezón izquierdo al tiempo que jugaba con el otro. Mi vulva pedía a gritos aliviarse de una vez por todas. El corazón se me salía mientras los dedos y la lengua de Temur entraban por mi conducto de placer extremo. Segundos después, sus labios recorrían los míos vaginales a base de besitos cosquilleantes. Me tensé como un arco al tiempo que profería un pausado gemido. Llevé las manos a los pechos (igual que antes) y empecé a acariciarlos con salvajismo. Mi sexo se humedecía cada vez más; mis piernas, en máxima tensión, se contraían entre espasmódicas sacudidas. El clítoris asomaba desvergonzado como quien interrumpe en una fiesta sin que lo inviten y acapara toda la atención. Este, y no otro, era el verdadero "mal benigno" de la completa locura, y el turco fue a por él directamente con los labios. Chupaba y succionaba mientras le agarraba la cabeza y me retorcía sin control, gimiendo a voz en cuello y jadeando con respiración entrecortada, como si en vez de fuego placentero, me hubieran echado un cubo de agua helada y me costara respirar.

—Es... (pausa), in... (pausa)

No era capaz de pronunciar una palabra del tirón, y él tenía la culpa.

Colocó la mano izquierda bajo mi ombligo para acto seguido introducir los dedos medio y anular de la otra mano en mi vagina. Resbalaron por un conducto lábil y un tanto untuoso, muy calentito y dilatado debido a la extrema excitación. Di otro respingo en compañía de un ligero gemido cuando sentí los dedos dentro de mí y, cómo estos, gracias a ese tío caído del cielo, jugueteaban por el húmedo canal tanto adentro y atrás como dando vueltas en derredor.

—Oh…, oo…hh… ¡Joder! —exclamé mientras me masturbaba con movimientos de dedos cada vez más rápidos y profundos. Había sentido más de veinte penes en mi interior y de todos los tamaños y colores. Sabía a la perfección lo que era tener uno dentro de la vagina, incluso mis mismos dedos y alguno que otro de algún chico cumplidor, pero nada que igualara el placer extremo que sentía en esos instantes.

Los gases vaginales sonaban como pequeñas pedorretas de efecto vacío. El “pop, pop” cada vez que Temur introducía y sacaba los dedos hacía que ambos compartiéramos excitación. Colocó la palma de la mano en mi clítoris, erguido, lleno de sangre y tan desvergonzadamente descarado como si tuviera mente propia y hubiera perdido la cordura.

Acaríciame, chúpame y haz que me corra. ¡Hazlo ya!

Mi hombre retomó los movimientos circulares de la vagina, pero esta vez mucho más intensos, más rápido y rozando el clítoris a la vez. Mis gritos de placer se convirtieron en escandalosos gemidos. El corazón me latía desbocado como si fuera una bomba de relojería triplicando los segundos por minuto antes de explotar. La sangre de todo mi cuerpo parecía concentrarse en ese amiguito desvergonzado y cachondo que me hacía tensar y revolverme como una culebrilla alocada. La entrada de la vagina parecía la boca de un volcán en erupción, pero en vez de lava, a los labios de esta y los dedos de Temur les rodeaba moco y agüilla. Las paredes vaginales se estrechaban, aprisionaban los dedos de su interior y la sensación de gusto al moverlos se intensificaba. Llegaba el momento, el premio final como remate a unos minutos fuera de la realidad, donde solo el disfrute tiene protagonismo y la evasión del mundo se desea como maratón sin descanso veinticuatro horas al día.

—Me co… (pausa)—. ¡Me corro! grité instantes previos a seriar el rostro, ruborizarme y mover el cuerpo adelante y atrás con sensación de asfixia. Parecía estar a punto de desmayarme, pero no, todo lo contrario. Mis ojos alocados, jugando al escondite con el párpado superior, subían y bajaban dejando más tiempo la esclerótica a la vista que iris y pupila. Eran segundos, instantes de locura donde el no poder respirar nublaba mi juicio para transportarme a un mundo paralelo, a la sensación más placentera que había experimentado en toda mi vida. Mis piernas tembleteaban como palancas de pinball intentando golpear la bola constantemente; yo, tensa, tiritando como si en vez de masturbarme, Temur me propinara una descarga eléctrica. Mis senos aumentaron de tamaño por momentos, pero bailones como se antojaban, igual que flanes en un plato de postre que alguien mueve con deleite satisfacción antes de comerlos, eran los antagonistas de una película marcada por un final inesperado pero grato (apoteósico), y de esos que el mundo espera una franquicia de argumento interminable.

Que no se acabe nunca.

Mi uretra escupió un chorro firme, dirigible al compás de mi cuerpo inquieto como si fuera una pistola de agua con el gatillo pulsado sin descanso para mojar rostro y cuerpo de mi adversario de juego; en este caso, a mi compañero de placer. Temur sonreía con la cara completamente empapada de líquido, momento en que recuperé la respiración, boqueé como un pececillo y dejé escapar el gemido más intenso que había proferido hasta ese instante. Mis piernas flaquearon, mareada, presa de la maravillosa explosión que aún vivía en mis carnes. Me miré el coño y llevé las manos allí, donde la humectación me hizo emitir gustosos aspavientos y jadeos incontrolables. La mente y el cuerpo tomaban rumbos distintos. Mi corazón seguía bombeando sangre como el tambor de una lavadora lo hace con el agua instantes previos a centrifugar. Los labios de la vagina escurrían felicidad, y ello repercutió en los de la cara, ensanchándose gustosamente para después reír, comenzar a hacerlo y prorrumpir en carcajadas junto al hombre que me había dado el mejor orgasmo de mi vida.

 Que… ¿Qué me has hecho? —pregunté, cerca del presente pero aún con el recuerdo del pasado que acababa de acontecer.

Él, ansioso, después de verme gozar como la perra que era, me introdujo la polla por medio de una embestida limpia y profunda. En décimas de segundo sentí que una gruesa herramienta de dieciocho o veinte centímetros me llenaba en un solo intento, y cuando se movía, mi vagina le hacía resbalar entre moco placentero. El vaivén del coito movía todo mi cuerpo, y después de una experiencia tan intensa y duradera, Temur no resistió más. Una carga espesa y terriblemente deliciosa por su parte salpicaba el interior de mi coño en intermitentes impulsos. Sentía el placer de mi turco por medio de descargas calentitas y muy agradables. Verlo y sentirlo correrse de esa forma me hizo disfrutar a mí también.

 

 

8

 

Y cuando llegó la tercera noche…

 

Cuando llegó la tercera noche no ocurrió nada de otro mundo, simplemente regresamos a España, apenada por un lado y deseándolo por el otro. Temur, después de mis hijas, era lo mejor que me había pasado en la vida. En media hora con él me desbloqueó sentimientos internos que no conocía ni tenía constancia de que existieran.

No volví a verlo. La noche que tuvimos sexo nos despedimos conscientes de que no volveríamos a vernos, pero tengo un recuerdo muy bonito de él (me consta), porque cuando llegó la cuarta noche… En este caso, mejor dicho, mi cuarta hija.

(Sí, una más)

Nueve meses después de tener sexo con Temur nació Sherezade.

¿Entiendes ahora por qué he abierto cada parte del viaje a Turquía como aparece en Las mil y una noches? Es, sin duda, de las mejores compilaciones de relatos bajo un hilo conductor que nació de la mente de a saber quién o quiénes, puesto que lo escribió un tal "Anónimo" del o de los que nunca se ha sabido nada (y me moriré sin saberlo).

            Del que no volví a saber nunca nada fue de Temur, como bien te he dicho (podíamos haber tenido contacto aunque fuera por carta o vía telefónica, pero no surgió). Desapareció, pero mi hija está aquí presente. Tiene sus ojos y el moreno de piel, por eso es el vivo retrato de su papá, solo que en mujer (ambos preciosos).

Sherezade siempre fue una niña muy obediente y ordenada, muy o demasiado perfeccionista, y hoy en día lo sigue siendo. Nunca le dije que por sus venas corre sangre turca hasta que ella me lo preguntó, y como el resto de sus hermanas (y quizá todas las personas del mundo), las grandes preguntas llegan durante la adolescencia.

Recuerdo que, una noche de verano, de esas tan pegajosas que cuando quieres levantar los muslos del sofá parecen tiras de velcro, me hallaba viendo la tele en el salón, medio despatarrada y con un ojo cerrado y el otro a la mitad. No podía dormir y bajé a ver una película. Esa misma tarde había pillado a Luna haciéndose un dedo mientras miraba a las chicas desnudas de la Penehouse (también dispo para vaginas), y la imagen se reproducía por mi mente una y otra vez, igual que el estribillo de esa maldita canción que parece joderte de vez en cuando y el recuerdo no deja de tararearla dentro de la cabeza. Cuando quise darme cuenta tenía a Sherezade sentada a mi lado. La veía cabizbaja, y también con cierto temor, algo raro en ella. Me confesó sentirse mal porque necesitaba tomar un camino y creía fallarme con él. Me dijo que en su corazón estaba Allah, no Yahvé, y que se sentía mal porque iba en contra de mi religión. Yo, para nada sorprendida, puesto que esperaba ese momento desde que nació, le dije que tenía que hacer lo que verdaderamente sintiera, que daba igual en qué Dios creyese, si creía o no, que era y es su vida, y la única dueña es ella aunque yo se la hubiera dado. Lo que no toleraría nunca es que se haga del Real Madrid. Si algún día me entero me entierra de forma fulminante...

El dios en el que se crea da igual porque todos son el mismo pero en diferentes versiones. Ahora bien, Barça solo hay uno: el Barça, puro y duro. Ahí no se rasca.

Sherezade también me dijo que quería dedicarse a la docencia, pero más que nada, abrir una escuela pequeña en su tiempo libre para dar clase a niños huérfanos o necesitados sin ánimo de lucro ni remuneración económica.

(¿Casualidad, lector/ara?).

Le di el primero de tantos abrazos desde que me siento superorgullosa de ella.

Hace cuatro meses empezó a salir con un compañero de trabajo, otro profesor en prácticas como ella, y les va genial. Es un chico encantador. Se parece a Harry Potter, y estoy deseando quedarme a solas con mi hija para que me cuente qué tal tiene la varita mágica y si sabe utilizarla...



            No tengo remedio, ¿verdad?







                                                        Dedicado con cariño a las mujeres musulmanas.



                                                                                                           Jezabel Losada