1
Para ser septiembre el clima parecía haber firmado un
pacto con los viandantes, una tregua por unas horas. La temperatura rondaría
los 24, 25° terminando el mediodía, y daba gusto regresar a casa sin necesidad
de llevar chaqueta. El solecito, algo nublado pero todavía con fuerza, soltaba
rayos deslumbrantes por según qué zona, como el reflejo dañino que, el gracioso
o la graciosa de turno, provoca en tus ojos a través de un objeto intermediario
que recibe y da luz en acción rebote. Con los años tuve que castigar a
Sherezade varias veces por deslumbrar a sus hermanas mientras jugaban o
estudiaban. Aprovechaba cualquier reflejo de luz, bien fuera solar o
artificial, para cegarlas moviendo un bolígrafo de cuerpo hexagonal, un CD o su
propio reloj de muñeca, sobre todo este último, ya que lo movía con mayor
libertad y rapidez, como si fuera un puntero láser pero del tamaño de una
moneda. De regreso a casa, mi medalla de La Virgen María hacía lo mismo en los
ojitos de Lilian.
Dejé que Lilian abriera la
puerta. Luna me ayudó con el cochecito de Alex y las ocho entramos en casa.
2
Abrí la ventana, encendí un
cigarrillo y saboreé el placer de fumar a escondidas mientras me tomaba dos
pastillas que, según yo, me curarían de todo mal.
3
Dentro de la caja cuadrada,
Matías Prats daba las noticias de las 15:00 con la misma cara de horror que
tenían mis hijas. Era 11/09/01, una fecha imborrable para el mundo entero.
El día en que la locura del
ser humano tuvo nombre propio.
4
Esa noche, de casualidad o por "causalidad", un fogonazo se cruzó
por mi mente, una chispa, abstracta pero que me hizo sentir, y cuya estela, después
de recorrer mi cerebro de lado a lado, perduró diciendo: «Para, Jeza.
Reinicia y piensa detenidamente». Alex seguía pegada a la teta que tomaba
como balón de reglamento. Me dolían los senos y la espalda. No sé cuánto
pesaría cada una de las mamas, pero se habían hinchado como globos de
cumpleaños. Las venillas se repartían por ellas como trazos en un mapa de carretera,
y las areolas dejaron de ser del tamaño de una moneda de 2€ para adquirir el de
un tapón de leche de 2L, oscuras y agrietadas.
Entre muecas de dolor físico y cansancio psicológico, hice caso a mi mente
y me detuve. Di a ese "pause" que todo el mundo guarda en la reserva
para ocasiones especiales (nunca buenas), ese que se oculta como botón de
alarma o «Salida De Emergencia Ante Situaciones Complicadas»; entonces, se hizo
el silencio. Millones de años atrás, Dios dio una orden y se hizo la luz. Yo,
posteriormente, hice lo propio para acallar mi situación personal. Sherezade
dormía con una manita bajo una almohada con la Blancanieves de Disney
sonriendo. En ese instante, debido al peso de mi hija, el estampado sacudió mi
mente confusa y me pareció ver un dibujo monstruoso, deforme y escurridizo. La
pareidolia aceleró mi corazón hasta el punto de creer que esa Blancanieves
aplastada, donde uno de sus ojos sobresalía rozando su límite —como una pompa
que crece y pide socorro a través de su tamaño antes de explotar—, quería
hablarme y reprender mi mala conducta. Tragué por instinto, por miedo. Era
saliva, pero parecía llevar una espina consigo, quizá (o tal vez), la misma que
atravesaba mis sentidos.
Sacudí la cabeza bajando y levantando los párpados. El jadeo que tanto
disfrutaba por mediación del sexo se antojaba como opresión aguda entre las dos
mamas. Un nudo le cortaba el paso a mi respiración, y lo peor de todo, era que
crecía.
Observé a V3 y a Nala, dos bebés durmiendo en sus cunitas decoradas. En la
de esta última, a modo de tiovivo, colgaban siete prismas que, al accionar su
mecanismo, giraban como lucecitas de colores diseñadas para peques. Eran
pirámides, esferas, cubos etc... Yo veía la cara de mis hijas en cada uno de
ellos. Todas me llamaban “mala madre". Todas, sin excepción, incluso las
bebés que aún no emitían más que sonidos guturales, quejidos y lloros. Sus
sonrisas tenían como dueño a ese vacío de sus dentaduras de leche. La negrura
de sus huecos calaba en mi corazón como si siete picotazos pretendieran
apartarme del mundo o hacerme ver que debía regresar a él. Dicho motor
desbocado, aporreando la caja torácica como una persona con claustrofobia
intentando salir de un ascensor a oscuras, repercutía por mi garganta y mis
sienes, tanto que me ahogaba. El descompasado ritmo de mi respiración,
hiperventilando en orden opuesto al correcto, hacía que poco a poco perdiera la
poca consciencia que aún me quedaba.
Me levanté como pude y dejé a Alex en su cuna. Si me caía al suelo, que lo
hiciera sola. El lado izquierdo de mi cuerpo desaparecía; no se borraba, pero
dejaba de sentirlo. Mi cara era una gélida máscara de cartón piedra, encorchada
y tan fría como el mármol. Me costaba dar un paso porque la pierna izquierda no
se ponía de acuerdo con la orden cerebral. Mi mente la ocupaba ese "mala
madre" dicho por mis siete hijas, y para ser tan incompetente en algo para
lo que no se estudia (se vale o no), eran lo más importante para mí.
Ellas, no yo.
De pie, trastabillando, mi pecho subía y bajaba por medio de sacudidas
espasmódicas. Una descarga eléctrica se repartía por todo mi cuerpo. Mis
dientes castañeteaban incapaces de controlar la lengua. Esta, con tanto miedo
como yo, se dijo:
«Apáñatelas sola, yo reculo“.
Y bajó por la garganta.
La puerta se abrió. Jamás en la vida había chirriado, pero aquella vez sí.
La sombra de Luna, mi primogénita, se dibujaba en el umbral como un recorte de
cartulina negra sin volumen, totalmente plana. Permanecía impávida mientras
creía morir de asfixia. Mi vida tocaba fondo; mis rodillas lo hicieron cuando
sentí que sonaban en el suelo como dos mazas plomizas. Intenté levantar los
párpados lo máximo posible, con el brazo derecho estirado y la intención de
pedir auxilio (solo la intención). Era incapaz de articular palabra, ni
siquiera de mover algo dentro de mi boca que no fueran las piezas dentales
chirriando una hilera contra la otra.
La silueta de Luna se acercó a mí, lenta y despaciosamente. Me moría
delante de ella y no podía hacer nada para evitar que lo viera. El que se me
acercara me ponía aún más nerviosa.
Alex empezó a llorar, pero no podía atenderla. En aquel instante ya no era
nada, tan solo una joven de veinte años que moría en presencia de su hija de seis.
La silueta de Luna llegó hasta mí. Mi temblorosa mano quería acariciarla
por última vez. Ya que no podía impedir que me viera morir, al menos abandonar
el mundo con el recuerdo de los dedos rozando su carita. Su nariz, su boca,
sus... ¿Sus ojos?
No tenía.
Veía a mi pequeña Luna ante mí, viva y tal cual como era, pero la negrura
de su silueta inicial perduraba en dos concavidades vacías, igual de oscuras
que una noche sin la dueña de su nombre. No había nada pero lo decían todo:
“Vacío/Oscuridad/Terror".
Sus labios
esbozaron una malévola sonrisa. El gesto sacudió la agudeza de mis oídos como
si acabara de sentir subir o bajar la cremallera de una cazadora diente por
diente, no la boca de una niña al sonreír.
—Eres una mala madre, mamaíta —espetó. En sus ojos viraban los rostros de
mis siete hijas riendo a mandíbula batiente.
Perdí la consciencia y me desvanecí.
5
El manguito de un
antiguo esfigmomanómetro (de los de toda la vida) hizo que abriera los ojos con
el mismo aturdimiento que si hubiera despertado después de estar sedada. Una
mano cubierta por látex blanco pulsaba la bola que lo infla como si mi brazo
fuera un neumático, no un miembro de carne y hueso. A todo el mundo nos han
tomado la tensión alguna vez, así que sabes lo que sentí. Mis ojos se abrieron
cuando la presión del manguito me cortaba la circulación de la sangre; después,
la mano enguantada se detuvo, la presión creció durante diez segundos y, de
pronto, eso tan molesto hizo "puff..." y se deshinchó al instante
como si fuera una colchoneta recién pinchada.
—103/62 —escuché decir a una voz varonil, seguramente mucho más grave de lo
que era debido a que mi sistema operativo acababa de reiniciarse tras un tiempo
en suspensión—. Tienes la tensión bajísima.
—¿Qué..., qué ha pasado? —Debí preguntarlo con ese tono pesaroso que te deja
la anestesia tras la extracción de una muela.
—Bienvenida al mundo, Jezabel —me dijo la misma voz. Haciendo esfuerzos por
volver del todo a la realidad, parpadeé repetidas veces hasta que la telilla
que envolvía mis ojos y me hacía ver trillizos donde solo había un hombre,
desapareció y la vista regresó a su estado habitual—. Te has desmayado. —Miré a
mi alrededor. Los sonidos penetraban dentro de mis oídos como si los tuviera
ahí mismo, y todo con retumbe, como con eco.
Me hallaba en un habitáculo reducido y donde las paredes llenas de
utensilios parecían comerme. Había collarines, bolsas de frío, férulas, la
famosa camilla tijera o cuchara (según me han dicho que se llama) y una silla
de rescate.
Yo, Jezabel Losada, era una perrita caliente emparedada encima de una
camilla (lo de perrita caliente era verídico, pero intentaba frenar la adicción.
Juro que sí aunque no lo parezca).
—No entiendo nada —Bajé los párpados, resoplando.
—Tranquila. —Levanté la vista en dirección a la voz. Hasta el momento lo
había escuchado sin ponerle cara, pero en ese instante sí. Vi a un chico rubio,
de ojos azules y que parecía imberbe de lo guapo que era. Me había quitado el
manguito, pero de haber estado puesto y en una máquina de las de ahora, en vez
de 103/62 marcaría 205/93 y 130 pulsaciones (mínimo).
Ya me descentré. Iba bien, pero una adicta reincidente no tiene remedio si
la droga le mira cara a cara.
No, Jeza, ¡No!, me decía
la cabeza. Acabas de sufrir un ataque de pánico por asfixia emocional, ¡por
sobrecarga! No puedes con tanto tú sola. El sexo sin control es igual de perjudicial
para ti como en su día lo fueron los porros y el alcohol. ¡Abre los ojos y
cierra las piernas!
Pero la excitación y el deseo ganaban
la batalla contra la cordura.
—¿Puedes solo? —preguntó otro chico en el hueco de la puerta. Vi que en su
chaleco ponía «Conductor».
—Sí —respondió el rubito—. Le he puesto un Lorazepam bajo la lengua. Ya
está más tranquila, y no creo que necesite traslado.
¿Lorazepam?, me pregunté. Llevo
como cuatro tranquilizantes en el día de hoy… Joder, estoy hasta arriba de
somníferos y no me hacen efecto.
»Voy a hacer un electro, si sale bien, esperamos un poco y nos vamos.
—OK. Te cierro entonces. —El conductor se marchó.
—¿Estás mejor? —me preguntó.
—Nerviosa. —Tenía la sensación de empezar a hiperventilar. El diafragma iba
por su cuenta (como mi sexo ante las órdenes de mi cerebro) por mucho que
intentara respirar con normalidad. El latido cardiaco repercutía por mi cuerpo
mientras luchaba por apartar de mí el vicio y la toxicidad que me habían
llevado hasta allí, centrarme en mis hijas y no mirar al hombre que tenía
enfrente.
—Tranquila, mujer —me dijo—. No te pongas nerviosa.
Sí, sí me pongo, sí. Nerviosa y cachonda, y lo uno tiene que ver con lo
otro, es un circulo vicioso que necesito controlar para que mis hijas no me
llamen “mala madre”, pero cuando me excito no doy pie con bola. Estás todo
buenorro y me pones a mil.
—¡Tengo que irme! —Intenté incorporarme escandalizada, pero él me frenó.
—¿Adónde vas? —preguntó extrañado—. No puedes moverte todavía. —Me miraba,
a mí y a mis senos, y no precisamente por gusto, sino porque mi pecho se movía
arriba y abajo igual que cuando follaba y me sabía a gloria, y en ese momento
me ahogaba precisamente por intentar eludir mi vicio favorito. Me ponía malísima,
y en todos los sentidos—. ¿Por qué tantos nervios de repente? —Tenía los
párpados bajados, no lo quería mirar. Resoplando, con un ajetreo similar al de las
contracciones antes de dar a luz, enfoqué mi vista hacia él. Lo vi ceñudo y
demasiado guapo, así que bajé la cabeza y luego la sacudí para quitarme la
imagen de la mente.
Resiste, Jeza. Puedes, ¡claro que puedes! Es guapísimo, sí, pero tus hijas
valen más que un polvo.
—Todas han nacido después de uno —mascullé.
—¿Cómo? —Él no entendía nada. Debía de ver a una chica apijotada,
bien por el relajante o porque mis padres no me habían rematado en condiciones.
—Que…, que me estoy poniendo muy nerviosa, ¡demasiado! —respondí jadeando—.
Deja que me vaya, por favor te lo pido. —No
quería mirarlo, hacerlo sería un error sin opción a recular.
—Vale, vale... Te hago el electro y te vas, ¿sí? —Debí de asentir con la
cabeza (creo), no estoy segura porque mi cabeza era un hervidero entre el bien
y el mal—. Tienes que quitarte el camisón.
¡¡No me pidas eso, joder!!, grité para mis adentros. Aunque te parezca raro, los pensamientos también
gritan en nuestro interior. Eres un sanitario, yo tu paciente, solo eso.
»Repítetelo, Jeza: Él sanitario, tú paciente. Sexo no. Nada de sexo. Estás
intentando salir a flote y superar la adicción.
»Ahora tú. Dilo.
—Se.. —No me salían las palabras. Era como si mis pensamientos se
escribieran a fuego dentro de mi cabeza sin tecla para borrar, como si la
acción de alimentarlos diera vida a cada letra, pero después, querer eliminar
lo escrito no hiciera sino reescribirlo, en mayúsculas y con un tamaño de
fuente cada vez mayor.
—Di, pero tranquila. —Me agarró del brazo. Mis pulsaciones debieron de
aumentar a doscientas revoluciones por minuto. En vez de Lorazepam parecía
haberme dado Red Bull.
Sexo no, Jeza. ¡Lo estás haciendo muy bien!, decía mi cabeza, pero tenía la sensación de
que iba a explotarme de un momento a otro. No aguantaba más. ¡Estás
resistiendo!
»Di que no. ¡Sexo no!
—¡Sexo sí! —dije, pero con tanto entusiasmo que se me escapó en voz alta.
—¿Eh? —preguntó el ambulanciero, aturdido. Definitivamente debía pensar que
estaba para encerrarme.
Perdí el control de mis pensamientos y me dejé llevar por la excitación. La
Jeza salvaje había vuelto (nunca se había ido).
Me incorporé. Dejé que la seda del camisón se deslizara suavemente por mis senos
hasta mostrarlos desnudos. A Alejandra le encantaba agarrarlos; necesitaba que
al rubito también le gustaran.
—Fóllame. —Nunca me he visto la cara de ninfómana, pero creo que ha sido esta,
y no mi cuerpo, la dueña de que los hombres cayeran ante mi embrujo como
conejitos detrás de una zanahoria. Me costaba muy poco (nada) conseguir mi
droga carnal. No necesitaba gastar dinero ni salir a buscarla: se presentaba
ella solita.
Abrí las piernas. El chico (flipando en colores) tenía mi sexo húmedo
prácticamente en su cara. Llevé mis dedos a él, aparté los labios de la vagina
con dulzura y empecé a estimular el clítoris. Mis jadeos lascivos formaron una
protuberancia bastante apetecible bajo el pantalón gris de mi presa. Poco más
tuve que hacer para que cayera rendidito ante mí, de forma literal y verídica,
pero esta última cinco minutos después...
Se bajó los pantalones y calzoncillos y vi una porra de carne y venas en
relieve curvada hacia arriba. Segundos después se movía dentro de mi coño.
Eché por tierra todo lo trabajado hasta el momento. Rocé las puertas de la
negación, pero en ese instante pretendía acariciar las de la gloria. Durante
esos minutos no me acordaba de lo ocurrido ni de mis hijas, solo quería gozar,
sentir lo excitante que resulta saciarte con tu droga en situaciones
comprometidas y vivir el momento como si fuese el último polvo de mi vida. El rubito
se había convertido en una fiera, en un toro bravo que me embestía como tanto
me gustaba: fuerte, duro y profundo. Mordisqueaba mis pezones erectos
completamente alocado. Él gemía, yo gritaba. Su boca cambiaba de un seno a
otro, los que chupaba, mordía y acariciaba con su cabeza juguetona. Su polla
era dueña de un volcán en "erección" y mi coño lava ardiente y
abrasiva gracias a los colores que me hacía ver.
Un quejido ahogado, que respiraba con ajetreo cerca de mi boca, culminó un
acto de cuatro estrellas (siempre se puede mejorar) mientras la polla de mi
ambulanciero se sacudía en mi interior, esta vez como un perrillo, ya no como
una fiera…
Nueve meses después nació Jenny.
Sé que tú, lector o lectora, le darás la razón a mis hijas en la pesadilla
que viví, y secundarás la propuesta de llamarme "mala madre". Pero...,
¿me lo llamaron ellas o me lo llamó mi propia conciencia?
A lo largo de mi vida he pasado por etapas muy oscuras, la mayor parte
sumergida en las adicciones, pero te juro que ninguna tan buena como el sexo.
He tenido la suerte o la desgracia de ser un bombón andante, y no es algo que
me diga yo, sino los demás. Fui la adolescente más popular de la clase. Los
chicos me querían y las chicas me envidiaban (aunque creo haberte comentado
algo anteriormente). Nací convertida en una preciosidad sin necesidad de hacer
nada para conseguirlo. Genética, suerte. Ser bella también es un don, y tan
válido como el de la inteligencia. Mi cuerpo ha sido siempre el sueño de todo
hombre que lo veía. He sido, y aún soy, "la chica de las curvas"; la
fácil, la que hace de todo y se deja hacer.
«La hija de la Encarna, esa cría que la mama que da gusto».
A ojos del mundo, y según el criterio de la sociedad, he sido y soy una
guarra y una mala madre. El sexo es algo delicioso, un placer inigualable que
nubla nuestros sentidos como no puede hacerlo la satisfacción que te da el
comer o llevar a cabo tu afición favorita. El sexo viene sin instrucciones, sin
embargo, todos sabemos cómo funciona: por instinto, naturaleza... Somos
animales salvajes con una única misión: reproducirnos, y solo podemos hacerlo a
través del sexo.
Con el paso de los años, el ser humano ha aprendido a separar: copular por
un lado, sentir por el otro. En ambos casos se disfruta, aunque no siempre se
goza. Eyaculación y orgasmo no tienen por qué ir de la mano, pero cuando lo
hacen, la mente experimenta algo que siente nuestro cuerpo y, en casos como el
mío, en personas "chochosensibles", se dispara una sustancia
tan adictiva que, como en toda droga, crea dependencia, y no puedes vivir si no
lo practicas, si no te metes, si no la metes o te la meten; si no te pones o
pones al otro o a la otra, si no te pinchas, si no lo fumas, si no bebes o si
no te lo tragas...
He hecho un copia-pega de los apuntes de mi hija Jenny, la misma que, a lo
largo de los años, me ha explicado qué utensilios y material lleva una
ambulancia por dentro y qué se utiliza en cada caso (por eso sé lo que es la
camilla cuchara, el esfingmo etc...). Jenny es técnico de emergencias
sanitarias. Trabaja para una empresa de ambulancias, pero también es voluntaria
de Cruz Roja. Allí, aparte de preventivos y acudir al rescate vestida de rojo,
ayuda a toxicómanos, alcohólicos, drogodependientes, y hasta a su propia
madre...
Pasa más horas salvando vidas que viviendo la suya; pero es feliz, y su
felicidad repercute en la mía, me hace sonreír y sentirme orgullosa de ella.
Su padre (el ambulanciero), desapareció, pero mi hija está aquí presente.
Piensa dar un paso más allá y hacerse formadora de primeros auxilios, algo que
todo ser humano debería conocer.
Poco a poco, Jenny, mi amor.
Dedicado con cariño a todas las TTS del mundo.
Jezabel Losada.






