1
La tarde caía como vencida ante la
inminente y temida tormenta. Parecía arrojar la toalla, gritar "me rindo,
tú ganas" cuando no eran más que las 20:00h y, en condiciones normales
durante ese mes de verano, quedarían dos horas para que la Luna brillara en lo
alto del cielo. Las nubes se antojaban negruzcas, como si por el ambiente, en
vez de oxígeno, se respirara gas mortífero. Cada una de ellas se mostraba al
mundo como una captura detenida en el tiempo, humeante, tóxica y negativa.
Hacía toser solo de imaginar que portaban el poder de la muerte. La negrura
abrazaba al cielo como un abstracto reguero de maldad; se lo comía mientras la
luz pedía auxilio a gritos silenciados por la atmósfera, y nadie lo escuchaba
porque ningún ser humano le presta atención al ruido que hace el silencio. Las
nubes se defendían del mal como insectos pisoteados que, medio muertos, sufren
y patalean sin emitir ni un triste susurro. La agonía es visible pero no se
escucha, no se siente, solo se ignora porque es ajena y no me toca a mí.
Un rayo partió el
cielo por medio de un fogonazo poderoso a la vista. Acto seguido, con apenas un
margen de cinco segundos y sin pedir permiso, un tronido acaparó toda la
atención tras inmolarse y reventar en mitad de lo alto. Lo hizo vibrando y
repercutiendo en fuerza, igual que una traca de fuegos artificiales convertidos
en cohetes explosivos. Las víctimas, esas nubes indefensas a las que robaron el
blanco inmaculado de su bondad, lloraban completamente abatidas por medio de su
tristeza y redención, en forma de lánguidas gotitas de agua que, con el paso de
los segundos, crecían en tamaño hasta sollozar en conjunto y dar forma y sonido
a un fuerte chaparrón.
Como bien he
comentado, el sufrimiento climático me importaba lo mismo que lo que sufrieran
los demás no siendo yo la perjudicada. Tenía doce años, viajaba en un coche
robado junto a un chaval de dieciséis que conducía ilegalmente y, lo único que
solté en ese instante, fue un: "¡Mierda!" cuando vi y sentí cómo las
gotas de lluvia se colaban por la ventanilla salpicando con fuerza. La llevaba
abierta y el brazo derecho por fuera, en cuyos dedos de la mano, un peta de
marihuana bien cargado dejaba la estela de una estrella fugaz mientras perdía
chispitas en un viaje a más de 160km/h. Me quejé cuando tuve que guardar el
brazo por culpa de la lluvia. Los goterones caían con la misma fuerza que si
fueran pelotas de granizo.
—¡La puta Virgen!
—rezongó Cristian, el muchacho que conducía con un ojo en la carretera y el otro
en mi cuerpo; con una mano en el volante y la otra en mi seno izquierdo. Lo
llevaba fuera como una madre a punto de dar de mamar a su bebé. En este caso,
antes de que terminara la tormenta, se la mamaría a él—. ¡Cómo se está
poniendo!
—Y cómo te estás
poniendo tú... —comenté mientras mi mano izquierda le agarraba el paquete. Era
un niño, más mayor que yo, sí, pero un niño de dieciséis años recién salido del
centro de menores (yo recién salida sexualmente) y al que le quedaba muy poco
para regresar a él. Digo que era un niño porque nada más tocársela se le puso
gorda y dura. Notaba cómo un revoltoso pedazo de carne crecía y vibraba entre
mis dedos. Se la acariciaba por encima del pantalón y respondía con sacudidas
intermitentes.
—Joder, nena.
—Pisó a fondo por instinto. Marcaba 180km/h, pero eso no era nada en
comparación de cómo estaba Cristian. Se la saqué mientras daba un tiro al
canuto. La papela crepitaba al quemarse dejando buena parte de ceniza en el
extremo. La polla de Cristian hizo lo mismo cuando se la descapullé del todo por
medio de un tirón suave. Una gotita transparente e inexperta escurría por su
rabo como si fuera Loctite (y algo pegajosa sí que era). Eché un largo trago de
cerveza, tiré la botella al suelo y, tras eructar a gusto, empecé a darle esto
último a mi acompañante. Nada más colocar mis labios en su pene erecto se
estremeció asustado. Sentí que daba volantazos de un lado a otro con muy poco
control. Ambos teníamos las pupilas tan dilatadas que prácticamente ocupaban
todo el iris. Escupía a su polla y la chuperreteaba como si tuviera entre mis
manos la dureza de un Calippo de hielo que, al contacto con mi saliva,
escurría goterones de placer líquido.
Detuvo el
vehículo.
—¡Que me corro,
tía! ¡QUE ME CORRO!
Mi boca se llenaba
de esperma, y era como tener yogur bebible pero caliente. Su gran cantidad y
rapidez también era por culpa de ser un niño, y uno que volvía a estar con una
chica después de casi un año encerrado.
Sus quejidos de placer se intensificaban mientras se corría, al igual que su
voz, que iba de menos a más, y eso sí que era raro, sobre todo por el tono
hosco y varonil. Era como si hasta la propia polla se hubiera hecho más grande
de un momento a otro.
Escupí el semen y
levanté la cabeza.
—Bonita barbilla
grumosa. Eres una mala madre, pero la chupas bien rico. —Rio, y lo hizo
descaradamente. Solté su polla como si fuese algo que me quemara entre los
dedos. Automáticamente empecé a limpiarme la boca con las dos manos, con tanta
rapidez que hasta me zurcía. No podía dejar de mirarlo y al mismo tiempo
deseaba no hacerlo. No era Cristian, sino mi padre. El muchacho de dieciséis
años había desaparecido; quien estaba a mi lado era mi progenitor, el mismo al
que acababa de hacer una felación y su orgasmo ocupaba buena parte de mi boca.
¡¡No puede ser!!
¡No es real!
Seguía
tronchándose de risa.
—Lo haces muy
bien, cariño. Venga, pórtate bien con papá.
—¡¡¡NO ERES
REAAAAL!!! —vociferé a lágrima viva.
El llanto de un bebé acalló mi sollozo, pero no el ajetreo de mi respiración;
por el contrario, se aceleró más. Incapaz de controlar el impulso de mi cabeza,
tiritando como si estuviera expuesta al frío invernal, miraba tragando saliva
en dirección al sonido. Los warning sonaban como telón de fondo y mi
cuello intermitente parecía ser el verdadero causante con movimientos al
compás. Deseando taparme la cara por todos los medios, pero sin poder hacerlo puesto
que algo me lo impedía, mis ojos se abrieron como platos cuando vieron a mamá
con Luna en brazos.
—No... Tú no...
—No podía articular palabra—. Tutú-tú... ¡Tú no has nacido todavía! —grité.
—Eres una niña muy
guarra y desobediente, Jezabel —me dijo mi madre. Luna, una bebé recién nacida,
asentía con la cabeza—. Se la has chupado a tu propio padre.
—¡¡QUE NO!! —grité
totalmente desesperada—. ¡No existís! ¡¡ES UNA PESADILLA!!
—No hagas caso y
juega con papá. —Mi padre se sostenía el pene apremiándome a que repitiera lo
anterior—. Despreocúpate de todo y chúpasela a papá.
La radio se
encendió. La melodía del cumpleaños feliz entró por mis agudizados oídos hasta
el punto de aterirme y sobrecogerme. Miré a mis padres y a Luna, pero de arriba
abajo, parpadeando incesantemente para apartar de mí tan terrible pesadilla.
Sus cabezas eran globos, ¡globos de cumpleaños! Cada uno de un color distinto,
y hablaban, ¡lo juro! Reían y me acusaban con dedos inquisidores. Al fondo, en
los asientos de atrás, pequeños globitos levitaban despaciosamente. Eran mis
hijas, ¡todas al completo! Sin embargo, al igual que ocurría con mis padres y con
Luna, sus cabezas eran globos, no carne y hueso.
—¡¡Feliz cumpleaños,
mala madre!! —gritaron al unísono antes de que sus cabezas reventaran en
partículas de goma.
Grité
escandalizada.
Sudando copiosamente, miré en derredor y vi que era mi dormitorio, que estaba
en mi hogar de «Arroyo lo recomienda», de noche, con todo en calma y V3 y
Sherezade a mi lado en sus cunitas.
—Joder… —me quejé
con las manos en el pecho. Seguía viva gracias a que el corazón se hacía notar
sin descanso.
Había sido una
pesadilla, solo eso.
2
Mes y medio
después de dar a luz a V3 cumplí dieciocho años, lo que quería decir que,
oficialmente, ya era mayor de edad. Creo que lo fui mucho antes, puesto que la
mayoría de edad no es más que un dato, una ley o norma elaborada donde en un principio
había que tener veinte años, no dieciocho, por lo tanto, es muy relativo. Según
pienso, empecé a ser mayor de edad una vez que ejercí de madre. Si restamos los
dos primeros años, donde ya tenía a Luna y a Lilian pero seguía por ahí,
drogada, mamada y mamando a tíos sin prestar casi ninguna atención a las niñas,
entonces, me veo obligada a avanzar hasta los quince, donde una vez que di a
luz a Iris y empecé a centrarme un poco, adopté el rol de madre y de mayor de
edad (por igual). Aun así, legalmente eran dieciocho años y estos no se cumplen
todos los días.
Tenía que celebrarlo.
Compré docenas de globos (de verdad, no globos de pesadilla) de todos los
colores, gorritos de cartón para las niñas, confeti, serpentinas, matasuegras y
dos tartas: una de trufa con nata para las peques y otra de yema para mí. Sostenía
esta última como si fuera el objeto más preciado que pudiera tener en esos
instantes, como si se tratara de alguna de mis hijas y, aferrada a él,
prefiriese que me amputaran los brazos antes que soltarlo
(no podía).
La tarta de yema era la favorita de mamá, y aunque fuese de forma
simbólica, para mí era como tenerla de vuelta. Mis dedos sostenían los
dieciséis años que pasé junto a ella, sus caricias, sus reproches, las veces
que me defendió y las que me riñó, sus sonrisas y sus enfados... No estaría
para felicitarme, tirarme de las orejas ni darme su regalo de cumpleaños. En
ese momento tenía cinco hijas maravillosas por las que daría la vida sin
pensarlo,
cuando fuera, en cualquier momento.
mi familia, mi descendencia, las niñas de mis ojos y la razón por la cual
seguía y sigo viviendo, pero una madre es una madre, y lo será siempre.
Te echo de menos, mamá... Y a papá también, dije para mis adentros, incapaz de contener las lágrimas.
—¡Mami! —gritó Luna corriendo hacia mí. Me enjugué las lágrimas antes de
darme la vuelta y fingir una amplia sonrisa para agacharme y recibirla con los
brazos abiertos.
—Cariño mío... —La abracé—. Qué dice mi chiquitina, ¿eh? —Le di como tres o
cuatro besos seguidos y bastante sonoros—. Ya eres toda una moza a punto de
empezar el cole. —Le faltaba menos de quince días para iniciar su primer curso
en la escuela. En las manitas traía a Barbie Baywatch vestida con su bañador
rojo de socorrista. Días antes le ayudé a recogerle el cabello con una gomita
elástica que le hice cortando la boquilla de un globo de agua.
—¿Por qué lloras, mami? —me preguntó seria y apenada—. ¿Es porque tú
también quieres ir al cole? —Sonreí. Tenía que disimular, y lo mejor para que
los niños se olviden de ello es una buena sonrisa: alegra todo mientras la
carcajada lo cura.
—¿Mamá llorar? —respondí con otra pregunta, actuando —. Las mamás no
lloramos, mi amor. —La besé en la frente —. Es alergia, cariño. Con la alergia
lloran los ojitos y se ponen tan rojos como el bañador de Barbie. —Toqué la
puntita de su nariz antes de darle un mordisco en ella que le hizo reír mucho.
—Barbie quiere estar en tu fiesta de cumpleaños. —Me golpeó con ella sin
intención. La melena de la muñeca azotó mi rostro cuando Luna la movió.
—Y... —Hice una pausa para sacarme un pelo rubio de la boca—, ¿cómo lo ves?
—le pregunté—. ¿Dejamos que venga?
La peque asintió con la cabeza antes de decir:
—Pero dice que no le gusta la tarta.
—No pasa nada, cariño. Le damos otra cosa —Lo arreglé—. ¿Qué le gusta a tu
Barbie?
—Se lo pregunto. —Lo hizo. Habló con la muñeca y después se la colocó en el
oído esperando su respuesta—. Dice que..., ¡que quiere croquetas!
—Ya... —La miré frunciendo el ceño, pero sonriente—. Y... Supongo que las
quiere de pollo, ¿verdad? —La peque asintió con la cabeza —. Y..., ¿también con
trocitos de huevo? —Volvió a asentir—. Claro... —Me incorporé—. Tu Barbie es
muy lista: le gustan tus croquetas favoritas.
—¿Le darás una croquetita, mami? —La cara que tenía era para
comérsela a ella, no a la croqueta. Sacó el labio inferior con el rostro
apenado y las manitas juntas en gesto de súplica. La Barbie era el interior de
un sándwich emparedado por las manos de mi hija—. Porfi, porfi…
—Si me das un abrazo le daré todas las croquetas que quiera.
—¡Síiiii! —Luna me abrazó con ímpetu. Era lo que necesitaba en ese
instante, y lo obtuve sin que se diera cuenta del bien que me hacía. Abrazarla
fue como si soltaran la soga que oprimía mi garganta. Mis hijas eran el mejor
regalo de cumpleaños que podía tener
(y de vida).
—Corre a jugar con las tatas, cariño, enseguida os aviso y empezamos la
fiesta.
Abrí la tarta de yema y le coloqué dos velas con un 1 y un 8 de color rosa.
Mientras las encendía recordaba a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos... A
los que no estaban y se habían olvidado de mí.
Miré el teléfono móvil: cero mensajes y cero llamadas perdidas. El fijo no
sonaba ni sonó en todo el día.
—Feliz cumpleaños, Jezabel —me dije antes de soplar las velas y enjugarme
las lágrimas de nuevo para que no las vieran mis hijas.
3
Era 20 de
diciembre, y poco antes del mediodía sonó el teléfono (el fijo, y porque
debieron encontrarme en las páginas amarillas). Llamaban desde el colegio de
las niñas. Según me dijo el director, preparando la visita de los Reyes Magos,
un niño le había dicho a Luna que estos son los padres, y que ella no recibiría
ningún regalo porque no tenía papá. Mi hija, entre lágrimas de rabia, cogió uno
de sus lápices de colores y se lo clavó en la mano. Los piercings aún no
estaban muy de moda, pero la niña le perforó la palma de lado a lado como si pretendiera
hacerle uno (si llega a intentarlo a posta no le habría salido). Los dos tenían
cinco añitos, y desde ese momento, la misma cantidad de orificios en el
cuerpo...
—Luna, cariño, ¿por qué has hecho eso? —le pregunté. La recuerdo con la
cabeza gacha, intentando esconder tanto la cara que solo veía dos trenzas
sujetas por gomas de Minnie Mouse. No se me olvida porque fueron sus favoritas
durante muchos años. Un plumas, rosa e hinchado, la protegía del frío cuando
parecía habérsela comido. Era Luna Michelín—. Eso está muy feo. No lo
hagas nunca más, Luna, ¿me oyes? —No me respondía. Cabizbaja, a punto de romper
a llorar, se movía de un lado a otro haciendo puchero—. Luna, te estoy
hablando, mi amor. —Levantó la cabeza. Sus ojos llorosos me observaban con
miedo y pena al mismo tiempo. Vicky dormía en su cochecito de bebé mientras
regañaba a su hermana en la puerta del colegio.
—Es que Jaimito me dijo que los Reyes Magos no existen —empezó a decirme
con la voz tomada. Le enjugaba las lágrimas que salían por sus ojos mientras me
lo contaba—, y que para mí no habrá regalos porque no tengo papá. —Rompió a
llorar.
—Ven, mi vida. —La cogí en brazos. Se me partía el alma, pero lo que había
hecho no podía repetirse—. No hagas caso, ¿vale? —Le di varios besos seguidos, los
últimos con pedorreta. A ella le encantaban, sobre todo en la tripita, pero en
esos instantes no quería besos de ningún tipo—. Claro que existen los Reyes Magos,
y os traerán regalos a tus hermanas y a ti, como a todos los niños del mundo.
—Pero... —Me agarró del cabello mientras la sostenía en brazos. Le gustaba
jugar con mis mechas rubias, pero a partir de los seis años perdió interés—,
¿por qué no tenemos papá, mami? —Como bien sabes, por aquel entonces tenía
cinco hijas. Luna con cuatro años y Lilian con tres; Iris tenía dos, Sherezade uno
y medio y a V3 le quedaba poco para cumplir seis meses; pero a pesar de haber
dado a luz en tantas ocasiones, aún no me había preparado nada para salir del
paso ante una pregunta como esa. Ninguna tenía padre. Bueno, tenerlo lo tenían
(o eso creo), solo que en paradero desconocido.
Sentía una mezcla de hormigueo y angustia dando vueltas en derredor entre la
espalda y el estómago. Parecía que mi miedo pedía a gritos ser el nuevo
movimiento de rotación, en este caso, girando alrededor de Luna, no del Sol. Era
incapaz de articular palabra, pero tenía que salir del paso como fuera, inventar
cualquier excusa.
—¡Claro que tenéis papá! —espeté. Mis orondos mofletes parecían encogerse
como si el resto de los años solo hubieran sido una mala inflamación y ahora
regresaran a su tamaño habitual—, se llama Noel, y os traerá regalos antes que
los Reyes Magos. —Fue lo primero que me vino a la cabeza.
—Y..., ¿me traerá todo lo que le pida? —El llanto de Luna desapareció. Me
miraba de frente; esperaba una respuesta con cara de impaciencia—. ¿Todo todo
todo? —añadió.
—Todo lo que pueda —respondí—. No eres tú sola, mi amor, también están las
tatas y un montón de niños más.
—Le pediré un novio para mi mamá... —Volvió a dejarme sin palabras. Había
tenido varios rollos con chicos, siempre sexo sin compromiso, pero nunca novio.
De la misma forma que no me había planteado la respuesta a “por qué no tenían
papá”, tampoco me había preocupado de tener pareja. Hasta ese instante, no.
—¡Mamitaaaa! —Miré en dirección a la voz y vi a la pequeña Lilian corriendo
hacia mí (salvada por la campana). Le había hecho una coleta alta anudada a un
pompón y se sacudía al compás de sus ligeros saltitos. Dejé a Luna en el suelo
y cogí en brazos a la pequeña pelirroja.
—¿Cómo está mi pequeñina? ¡Que te como! —La besé de la misma forma que
había besado a Luna, pero Lily tenía prisa por enseñarme algo. Casi me saca un
ojo con la bola de un Chupa Chups en cuyo palo, una gominola envuelta en papel
de caramelo esperaba con ansia liberarse de la tira de celo que la sujetaba—.
¡Andaaa! Y, ¿esto?
—Me lo ha dado un rey —me dijo.
—¿Un rey? —pregunté sorprendida. Sabía perfectamente que los niños de
prescolar y de primaria recibirían la visita de los Reyes Magos, pero no tan
pronto. Lilian asintió con la cabeza.
—¡Halaaa, yo también quiero, mami! —protestó Luna.
—También te lo darán, cariño —le dije para tranquilizarla.
—El rey es así de grande —continuó Lilian abriendo los brazos todo lo que
podía.
—¿Tanto? —pregunté como sorprendida para seguirle la corriente. Asintió con
la cabeza y después me dijo:
—Y tiene la cara de chocolate.
—¿Por qué tiene la cara así, mami? —me preguntó Luna—. Quiero ver al rey de
chocolate. —Cogió el paquete de toallitas húmedas que llevaba en el cochecito de V3.
—No tiene cara de chocolate —las expliqué a las dos. Enseguida me di cuenta
de que Lily hablaba del Baltasar—, su color de piel es así. Es un rey mago de
Oriente, y allí tienen la piel más oscura.
—¿Como Sherezade? —preguntó Luna una vez más. Abrió el paquete y sacó una
toallita.
—Más oscura.
—Quiero verlo —insistió Luna.
—Ahora vamos, cariño, espera—. Primero tenemos que entrar en la guardería
para recoger a las tatas. —Iris y Sherezade estaban allí.
—Perdona, ¿eres la mamá de Iris y Sherezade Losada? —me preguntó una chica
jovencita, pero no tanto como yo. Tendría unos veinticinco años. Llevaba el
cabello muy tirante, recogido en una cola de caballo que resaltaba perfectamente
su raya al medio entre ese tono moreno-azulado tan reluciente. Vestía bata
blanca (como la de los médicos), y me hizo saber que era la cuidadora de la
guardería.
—Sí, soy yo —respondí algo asustada—. ¿Les ha ocurrido algo? —Mi acelerado
corazón debía vibrar en el cuerpecito de Lilian.
—No, no-no, qué va. —Suspiré—. Quería pedirte permiso para ver si pueden
quedarse en el centro hasta esta tarde. Han venido los Reyes Magos y van a
repartir caramelos.
—A mí me lo ha dado el rey de chocolate —interrumpió Lilian mostrando el
Chupa Chups.
—Que no es un rey de chocolate, cariño —reprendí—. No vuelvas a llamarlo
así, ni a él ni a ninguna persona que tenga la piel oscura, ¿vale? Ni tú
tampoco, Luna. —La aludida se mordía los labios mientras jugaba con una bola de
entre seis a ocho toallitas—. No saques más —ordené—. Son para limpiar a tu
hermana. Luna, de verdad, hoy no puedo contigo… Estás muy nerviosa.
»Perdóname —le dije a la cuidadora.
—Nada, tranquila.
—Por supuesto que pueden quedarse —continué—. ¿Sobre qué hora será?
—A eso de las 17:00, aquí, en el gimnasio —me explicó—. De momento solo han
visto a los niños de párvulos por tratarse de un grupo menor, pero esta tarde
lo harán con los de primaria.
—¡Me dará regalos a mí, mami! —espetó Luna.
—Sí, cariño —aseguré—. ¿Los padres podemos estar presentes? —pregunté a la
cuidadora.
—Por supuesto —contestó—. Tú y tu... —Hizo una pausa— ¿Novio, quizá? Eres
muy jovencita y no creo que estés casada aún. —Sonrió.
—No, no… —Yo también hice una pausa—, no tengo novio. Vendré sola.
—Perdón —se disculpó algo ruborizada—. Nos vemos luego entonces.
—¡Claro! —respondí—. Hasta esta tarde, ¡y gracias!
Mientras la cuidadora regresaba al aula sentí tirones en la pernera derecha
del pantalón. Bajé la vista y vi a Luna con la cara entristecida.
—¿Lo ves, mami? —empezó a decirme—. Luego le pido un novio para ti al rey
de chocolate...
4
Las 16:30 en
diciembre son como las 20:30 en verano: hora y media más y el Sol se retira a
descansar. La tarde de la visita de los Reyes Magos dejé a V3 con la canguro y salí
de casa lo más abrigada posible. El cielo parecía envuelto entre una capa
cenicienta, lo que le daba aire (y nunca mejor dicho) de contaminación; en el
ambiente, luchadores de esgrima abstractos blandían sus espadas para que mi
rostro sintiera el frío cortante azuzar mis mejillas, como si dichos
combatientes me rajaran la piel en cada uno de sus movimientos. Aún no había
nevado, pero podía respirar hielo acechando en mi camino. En los tejados de las
casas, lucecitas navideñas denotaban su ansia por centellear en la oscuridad
como diciendo: "Sol, vete ya. Que salga Luna". Luna, sí, la que más
me preocupaba de mis cinco hijas. Temía que soltara alguna de las suyas en
mitad de la visita y me dejara a cuadros, y mira que hoy en día, como bien te dije
en su presentación, es casi una segunda madre para sus hermanas, pero en sus
primeros años de vida soltaba patadas verbales sin saber si mataba o hería.
Llegué al colegio. La visita de los reyes era en el gimnasio, un recinto
estilo polideportivo de barrio y la fachada decorada con adornos navideños,
confeti y un Belén en la entrada al que protegía una cristalera de metacrilato.
Era una preciosura, realmente maravilloso. Una podía pasarse horas
contemplándolo sin que la vista se cansara. La única pega era que al castillo
de Herodes lo sustituía una caja de galletas María. Ser la Fontaneda en
vez de la Fortaleza quedaba bastante cutre, pero aun así, era bien hermoso.
—¡Mamiii! —Luna vino corriendo hacia mí. Me agaché para abrazarla.
—Hola, mi amor. ¿Estás contenta? —Asintió con la cabeza antes de decir:
—Tengo muchas ganas de ver al rey de chocolate.
—¡Que no le llames así, Luna! —Me enfadé. Si hay algo en esta vida que me
molesta sobremanera, es repetir algo, sobre todo cuando ese algo es serio y
despectivo. Si una criatura no aprende a diferenciar lo positivo de lo
negativo, lo correcto e incorrecto en la niñez, de adulta será imposible
corregir sus errores, y lo dice la que por aquel entonces ejercía de madre
adulta siendo aún adolescente por culpa de haberse torcido (y agachado, pero no
me hagas explicarlo porque ya lo sabes…)—. ¡Ya está bien! ¿Me oyes, Luna? —Me
miraba compungida—. Si te escucho decir eso tan feo una vez más, nos vamos para
casa y te quedas sin ver a los reyes. —Su carita de pena podía conmigo, pero
era necesario que lo entendiera. Ese día no podía con ella—. Venga, mi amor.
Dame la manita y vamos con los demás niños.
Entramos.
Parecía el primer día de curso, cuando los peques, en fila india, esperan a
que el tutor o la tutora salga a buscarlos. Esa tarde en el gimnasio era muy
similar. Al fondo, bajo las espalderas, tres hombres sentados en sus tronos
representaban a los Reyes Magos: Melchor, Gaspar y el tal aclamado Baltasar.
Las peques lo mencionaban constantemente porque su color de piel era algo
ignoto para ellas. Todavía no habían visto a ninguna persona de piel oscura,
sin embargo, a mí me llamó la atención todo de él.
¡¡Jesús!!, me dije, y no porque estuviera el niño Jesús en el
pesebre, sino porque yo también quería sentarme encima de él como los demás
niños.
¡Para, Jezabel! Está con tu hija de cuatro años. No hay hombres, no hay
disfrute, ¿vale? Mira al angelito del techo. ¿Lo ves? Los ángeles no tienen
sexo, y tú tampoco. ¡No te desvíes!
Lo intentaba, pero… ¡¡Es que era guapísimo!! Tenía unos ojos tan bonitos
que me daba apuro mirarlos, y su cara, y su…
¡¡Jezabel!!
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó al ver a Luna. Obviamente quiso por todos
los medios ponerse en la fila recta de Baltasar (y yo que se pusiera recto
conmigo)—. ¿Cómo te llamas?
¡Qué acento!, ¡qué voz!, que… ¡Santo Dios, Santo fuerte y Santo inmortal!
—Luna —respondió ruborizada (como yo). Estaba muy nerviosa (igual que yo),
y aún se puso más cuando el rey la sentó en su muslo (lo que quería yo). La
niña, muy vergonzosa, le esquivaba con sonrisa tonta.
—Luna, ¿eh? Por lo que veo, la hija de un Sol... —Me solté el cabello y lo
llevé a la cara mientras agachaba la cabeza y cruzaba las piernas (sabes que
una vez que hacía eso terminaba con ellas abiertas de par en par). Levanté la
vista copiando el gesto de mi primogénita cuando la reñí por llamarlo rey de
chocolate, entonces vi que sus ojos, refulgentes en deseo, parecían devorarme.
La niña solo era el cebo, una excusa. Baltasar me quería a mí como regalo, no
regalar nada. Había feeling, la chispa crepitaba en fuego ardiente, y me moría
de deseo y de vergüenza—. ¿Has sido buena? —Luna asentía sin mirarlo. Reía—.
¿¿Síiiii? Entonces... —Metió la mano en la caja que tenía bajo él y sacó un
regalo—. Aquí tienes: tu rey de chocolate. —La niña me miró. Sentía que las
partes de mi cara se caían como piezas de Tetris. No sabía dónde meterme. Tanto
reprender su actitud y él lo había echado todo por tierra—. ¿Qué regalo quieres
pedirme? Cuéntame —prosiguió.
—Quiero... —Luna me miraba muy nerviosa. Conocía su sonrisa, esa que, hasta
que empezó a tener uso de razón, era un malévolo esbozo. Negué con la cabeza
mientras en mis ojos podía leerse un: “Ni se te ocurra, Luna. ¡Ni se te
ocurra!” —. Quiero… —Su pausa era mortal. Se me salía el corazón por culpa
de la impaciencia—, ¡quiero un novio para mí mamá! —Lo soltó. Lo de mejor fuera
que dentro no siempre es buena idea. Me cubrí el rostro con el cabello por
segunda vez. No sabía dónde meterme, solo rogaba que mi hija quedara huérfana
porque deseaba morirme allí mismo.
La madre que te parió…, repetí varias veces para mí
misma, aunque creo que llegué a mascullar y susurrarlo.
—Entonces... Le daremos un novio a tu mamá, claro que sí. —Una vez más,
copiando el gesto de mi hija ante mi reproche, levanté la vista
despaciosamente. Baltasar me miraba sonriendo. Reaccioné agachando la cabeza,
pero acto seguido lo miré de nuevo.
No había vuelta atrás.
5
En cuanto Oba (que
así se llamaba la preciosidad que hacía de Baltasar) terminó de repartir los
regalos, nos vimos en el baño del gimnasio. Mis hijas jugaban con sus
compañeros de clase bajo el cuidado de los profesores.
—Vengo a empezar el deseo de tu hija —me dijo acercándose a mí.
—¿Solo a empezarlo? —respondí, demasiado tímida para tratarse de mí una vez
caliente. Mis pupilas debían flotar por unos iris iguales a balsas de aceite.
No sé a cuántas madres habría conquistado Oba, pero se le veía con una
labia que no había visto jamás. Pensé que el padre de Sherezade era el número
uno en conquista y zalamería, pero este le ganaba con creces (y en todos los
sentidos, como puedes imaginar).
Cuando quise darme cuenta sus labios se habían juntado con los míos. El
choque de ambos me supo delicioso, y así me lo hacía saber el interior de mi
pecho. En el gimnasio sonaba El Tamborilero y en mi corazón parecía
repercutir; quizá, yo misma tenía el tambor protagonista del villancico y
estaba a punto de salirse de la caja torácica. Mis pezones erectos, tan duros
que sentía aspereza bajo la camiseta sin sostén, simulaban estar alerta,
activos pero sumisos ante los dedos que, a base de caricias aún más excitantes,
Oba pasaba alrededor de mis senos con intención de juguetear y hacerme rabiar.
Me quitó la camiseta, y al contrario que el resto de tíos con los que había
estado, no se lanzó a comerme las tetas como un loco, sino que como acabo de
decirte, pasaba las manos muy cerca de ellas, sumamente despacio, y cuando
parecía estar a punto de tocármelas, apartaba los dedos para bajarlos
lentamente por la tripa hasta casi casi rozar mi sexo, pero de nuevo, solo
parecía rozarlo. Esa sensación rábica por necesidad me ponía cachondísima,
completamente perraca.
El placer escurría por mi vagina caliente haciendo que la transparencia de
mis bragas marcara los labios como si en vez de envueltos en algodón lo
estuvieran en papel cebolla. Me las quité lo más rápidamente posible. Flexioné
las piernas montando una sobre otra inconscientemente, pero las abrí enseguida
cuando Oba me cogió en volandas para sentarme encima de los lavabos. Me
estremecí al notar el frío del mármol, solo que el estremecimiento de sus
labios comiéndome los del coño fue mayor.
¡¡Mucho más mayor!!
Mis dedos jugueteaban enroscándose en su cabello acaracolado mientras su
lengua se retorcía y vibraba dentro de mí. La movía como un perrillo lameteando
dentro de un cuenco de agua con muchísima sed.
—¡Joder, rey mago!
—me quejé gustosamente. Era incapaz de estarme quieta, y menos aún cuando esa
boca tan traviesa atrapó mi clítoris. Mi cuerpo se sacudió bruscamente como si
algo bajo mis nalgas me hiciera saltar, pero no, era Oba succionando mi punto G
—. ¡¡Oooh, DIOOOOS!! —Lo tenía en su boca, ¡literal! Sus labios lo aprisionaban
como si tuviera una guinda entre ellos y tuviera que saborearla. Mis muslos
inquietos se sacudían por encima de su cabeza; el interior de mi sexo parecía tener
un vibrador en nivel máximo que me hacía convulsionar.
Uno de sus dedos entró dentro de mí. Me tensé profiriendo gemidos. Lo movía
a placer y este me lo daba de una forma indescriptible. Mis jadeos hacían juego
con el sonido aguado de mi sexo humedecido; y ahí, cuando creí que mi vida
sexual llegaba a su fin, y nada ni nadie podría satisfacerme mejor, viví lo que
solo vuestra imaginación puede recrear. Mis palabras son insuficientes. Cuando
Oba me penetró, las paredes de mi coño se abrazaron a su enorme miembro sin
intención de soltarlo. Era demasiado grande y bastante grueso como para sentir
dolor en un principio pero amor eterno poco después.
¡Algo así se necesita para toda la vida! ¡No la saques!
Tuvo que taparme la boca porque vivía y sentía completa locura. Ambos
jadeábamos sin que nuestras respiraciones fuesen capaces de sincronizarse. No
se ponían de acuerdo: primero la suya, luego la mía, y así, mientras su enorme
polla convertida en piedra entraba y salía de mi vagina chorreante. Veía
colores. Las piernas me temblaban y todo me daba vueltas. Parecía irme del
mundo, y no me importaba en absoluto. Mis oídos se agudizaron. Era capaz de
escucharlo todo con una precisión difícil de explicar. Me asfixiaba, el aire
repelía al cuerpo diciendo: "se acabó el suministro de oxígeno, desea la
muerte. Te sabrá a gloria".
Y así fue.
Empecé a sacudirme compulsivamente encima de Oba mientras vivía la
sensación más intensa y gratificante que había sentido en toda mi vida, mucho
más intensa que la que viví junto a Temur. No podía respirar, ¡pero me
importaba una mierda! ¡Estaba gozando! El planeta Tierra me pillaba lejos. Mi
cuerpo estaba allí pero mi mente había viajado al Paraíso, al Jardín de las Delicias,
y no quería regresar. Oba, instantes después, quiso acompañarme. Sentí vibrar
su pene dentro de mí; escupía goce en intervalos descendentes, de más a menos,
entre jadeos y locura desmedida.
—Quédate conmigo —le supliqué jadeando—. Termina el deseo de mi hija como
buen rey mago, y sé mi novio y su papá.
Me besó antes de decirme que sí, que al día siguiente, cuando acabaran las
clases, me acercara al colegio, que nos recogería a mí y a las niñas y nos
llevaría a casa, de donde ya no se iría.






