1
Llevaba un año sin saber nada de mis padres ni de
mis hermanos. Como bien te dije, papá ni siquiera se despidió de mí; mamá me
firmó el consentimiento para el viaje a Turquía y hasta ahí, nada más. Como el
psiquiatra pasó a ser cosa mía se despreocupó por completo. En otoño de 1998,
un año después, no sabía si tendrían constancia del nacimiento de Sherezade.
Tal vez sí, de oídas o porque aunque no me hablasen, igual le preguntaban a
alguien para saber de mí; o quizá, no era más que la ilusión de una cría de
dieciséis años abandonada por sus progenitores que mantiene viva la esperanza
de ser querida desde lejos. En aquellos momentos podía elucubrar, entretejer
pensamientos para crear mis propias conjeturas e hipótesis de lo que solo ellos
sabían, no yo. Lo que sí sabía, y sé, es lo mucho que me acordaba de cada uno,
y también lo que les echaba de menos (eso sí lo sé, de sobra). De la Jezabel de
trece años que quedó embarazada por primera vez a la que había dado a luz a su
cuarta hija no solo había una diferencia de casi cuatro años, sino una madurez
cada vez más sólida, en continuo avance y sin retorno. Seguía fumando
cigarrillos pero de la hierba ni me acordaba, tomaba refresco de cola en vez de
cerveza y pasaba la gran parte del tiempo junto a mis hijas, no por ahí de
fiesta y medio de puta de intercambio. La adicción al sexo no podía
controlarla, eso era cierto, pero de un día para otro me había visto sola, con
quince años por aquel entonces, en una casa heredada para mí y para mis tres
hijas, desamparada en afecto por mi familia de sangre y los bolsillos a rebosar
de billetes de 10.000 ptas. ¿Cómo gestiona una adolescente algo así? ¿Existe
alguna manera de acertar, de caminar sin tambalearse ni caerse en ningún hoyo?
Ahora,
mientras escribo para ti, me es imposible creer que haya llegado hasta el final
yo sola, y es que hablo de una cría que estuvo a punto de matarse a base de
droga, de alcohol y de hacer de mujer de compañía cuando no era más que una
niña, una menor como las hijas que empecé a tener sin ningún tipo de
conocimiento. Cuando estas últimas dormían me ponía a llorar desconsoladamente,
todas las noches, con un cigarrillo humeando entre mis dedos mientras la cabeza
elaboraba decisiones cuan parlamento cerebral en una adolescente con evolución a
adulta.
Mamá...
Papá...
«Llanto le
dijo a Tristeza que la culpable fue Soledad»,
y era cierto.
Lo único bueno para las niñas es que no se enteraban de lo que sufría.
La casa
familiar me traía demasiados recuerdos y el barrio era una auténtica tortura.
Seguían las pintadas, los comentarios (con dieciséis años y la cabeza más
amueblada sí me importaban), las burlas al verme por la calle con cuatro hijas,
y más aún, cuando una de ellas tenía sangre turca. Mi barrio de finales de los
noventa fue construido durante la posguerra, y ahí se quedaron sus habitantes
(como la Castilla la Vieja del Siglo XXI, comunidad autónoma de las Españas por
la gracia de Dios...).
En la
provincia de Valladolid, a once kilómetros de donde vivíamos, construyeron unos
chalés muy elegantes en un pueblo llamado «Arroyo lo Recomienda». Era justo lo
que necesitaba para sentirme cómoda del todo, no a la mitad. Me enamoré de un
adosado de dos plantas, con sótano, garaje, piscina, dos cuartos de baño y
cinco dormitorios. La fortuna que papá me entregó para comprar droga (según él)
me sirvió para dejarlo todo atrás y hacer borrón y cuenta nueva, así que cogí a
las peques, unas cuantas maletas y nos mudamos allí. Hoy en día es la casa
donde resido junto a varias de mis hijas (la mayoría ya se han independizado).
Tuvo y aún tiene unas vistas maravillosas. Me sentí arropada por la propia
naturaleza nada más llegar. «No estás sola, déjate querer por el curso de la
vida», parecía decirme. Todas las mañanas, los rayos de sol apuntaban
indefensos hacia el cristal de mi ventana para darme los buenos días. Los
pajarillos trillaban al amanecer con un batir de alas enérgico, como si les
entusiasmara volver a verme. De vez en cuando, un conejito salía de entre los
matorrales para echar una carrera veloz, lo más rápido posible en busca de
refugio. Más tarde, ya con los años, Lilian lo bautizaría como "conejito
blanco" pese a ser grisáceo, pero todo porque siempre lo veía correr a
prisa como el de Alicia en el país de las maravillas. Desde mi
habitación veía una cancha de pádel donde todas las tardes, de 17:00 a 18:00,
un grupo de jóvenes jugaba con sana rivalidad. A lo lejos, una nave de
telecomunicaciones se antojaba en el centro del pueblo como presidenta del
lugar. Muchas noches, enfrascada en mis lecturas —además de friki soy lectora voraz,
aunque no se relacione con mi personalidad—, sobre todo las novelas de «Cervantes»,
descansaba la vista y, al igual que hacía en casa de mis padres cuando pasaba
horas nocturnas mirando por la ventana, en este caso observaba dicha nave. A
esas horas no había trabajadores, pero la energía de ellos se concentraba de
tal forma que parecía llegar a mí como regalo de buenas noches.
Gracias…
Unos cuantos
años después abrieron una guardería nada más salir de casa, y me vino fenomenal
para varias de mis hijas, pero como ya sabes, te contaré a su debido tiempo.
Ahora, mientras escribo, recuerdo haber terminado la mudanza y ver a Lilian
jugando con uno de mis cartuchos de la Mega Drive, solo que, en vez de ponerlo
en la consola, lo golpeaba contra el suelo con una fuerza que, para tener dos
años, lo hizo cachos. Era Street of Rage, un juego de peleas callejeras
con jefe final en cada una de sus ocho pantallas. Lo tenía conmigo desde los
siete u ocho años, y aunque lo jugué en infinidad de ocasiones y repartí
hostias a diestro y siniestro, mi segunda hija le dio un castañazo mortal,
batiendo mi récord y dejando su recuerdo para la historia...
—¡Ma! —gritó
con los brazos en alto. Sus horondos mofletes eran tan gorditos que parecía
haberse comido parte del cartucho.
—Ma, ma, ¡ma!
—me burlé yendo hacia ella—. Ay, Lily, ¡por Dios! —La cogí en brazos—. Me lo
has roto, cariño.
—¡Ma! —Colocó
sus manitas en mi cara de un golpe como si quisiera aplaudir en ella.
Ese día me
acompañaba Trini. Bea y Nacho empezaron a salir a raíz de su primer polvo (el
que echaron en mi presencia mientras yo echaba otro con el vampirito), y
andaban dale que te pego día y noche. Fueron a Escocia a celebrar su primer año
juntos, y no me extrañaría nada que regresaran escocidos... Carlos había
empezado bachillerato, así que cada vez nos reuníamos menos para jugar al rol.
Alguna vez Trini venía a casa y jugamos con las Magic. La tarde en que Lilian
me rompió el cartucho gané yo. Teníamos dos mazos de Urza (de las
mejores sagas de Magic en sus treinta años de historia hasta el momento) recién
salidos del horno. Haré un breve resumen para no aburrirte con datos innecesarios,
pero según yo, me había construido el mejor con el que culminar a mi rival en
apenas unos turnos. Tenía la carta «Exploración» que me daba la ventaja de usar
una tierra adicional en cada turno, por lo que enseguida había bajado un montón
de ellas al campo de batalla; inflé a «Karn, el Golem de plata», con un
marcador de 4/8 (4 de fuerza y 8 de resistencia), y en tres o cuatro turnos, si
no recuerdo mal, Trini quedó K.O. Cuando me vio aparecer con el cartucho hecho
añicos en mi mano, sabiendo además que se trataba de mi favorito desde que de
pequeñas nos mirábamos bajo las bragas en busca de quien tenía la raja de la
hucha más amplia para que le entrara más dinero, quedó igual de blanca que un
A4 sin impresión.
—Se ha cargado
a los buenos y a los malos, tía... —comenté a punto de echarme a llorar.
Poco después
me compré la primera Play Station, con la que mis hijas y yo jugamos cerca de
tres años seguidos. Luna y Lilian la cuidaron como oro en paño, pero Iris, una
tarde (una dichosa tarde) le dio por extraer a la fuerza el lector de discos
para utilizarlo como abalorio en un mural artístico...
Definitivamente
tenía que haber hecho caso a mi primer pensamiento (ese que según dicen es el
que más vale) cuando mamá me preguntó por mi regalo de comunión:
«—Jezabel,
¿quieres una consola como tus hermanos?
—Quiero un
consolador...»
Tenerlo me
habría ahorrado disgustos en todos los sentidos...
2
A diferencia del resto de mujeres, yo, en vez de
árbol genealógico lo tengo ginecológico (sí). Todas las de la familia, sin
excepción, hemos pasado por consulta de ginecología a temprana edad (una
servidora cada vez que puede). Salvador, mi tocólogo, tiene unos dedos
prodigiosos. Los sube y baja como notas musicales que cobran vida al son de la
melodía, la que este —en mi caso, y seguramente en el de tantas otras—, termina
siempre en Do mayor (o de pecho). Acudir a su consulta es vibrar en estado
puro. Te hace vivir fantasías dentro de la realidad, como si el goce recorriera
tu cuerpo rejuveneciendo tus años de vida, y de ahí que lo llame “árbol
ginecológico”, porque entras marchita y sales totalmente renovada.
Salvador es «Baobab», el árbol de la vida...
Dos meses
después de dar a luz a Sherezade acudí a su consulta para revisarme. Llevaba
meses sin tomar ansiolíticos, y dio la casualidad de que no lo hacía desde la
mudanza. Realmente el cambio fue positivo y me encontraba fenomenal.
—Está todo
bien, Jezabel —me dijo Salvador.
Se quitó los
guantes y, mientras me vestía, lo vi con lo que parecía ser un teléfono
inalámbrico, pero no, resulta que era un móvil. Por aquél entonces solo había
oído hablar de ellos, con lo cual, ese era el primero que veía. Algo vasto,
regordete, en forma de compresa y con una antena curiosa. Llevaba una batería
del tamaño de un cartucho de impresora moderna, y hasta tenía la opción de
funcionar a pilas. Me sorprendí al verlo teclear (ya te he dicho que tiene unos
dedos de otro mundo), porque parecía escribir, no marcar números. Acto seguido
me explicó lo que era y sigue siendo un SMS, algo olvidado para los tiempos que
corren pero que aún perdura en dosis de 0,20 cent. Al ver que lo miraba medio
atontada, y no por gusto aunque se tratara de un hombre, esbozó una sonrisa
antes de decir:
—¿Qué miras
así? —Rio.
—Nada, es que
es el primer teléfono móvil que veo de cerca —respondí todavía medio ojiplática.
—Pues sí que
es raro en ti. —Ahora era el doctor quien, ceñudo, mostraba gesto de
extrañeza—. Con lo que estás al día en todo esto, o al menos en las maquinitas
esas con las que jugáis los jóvenes. —Cierto, y de hecho llevaba la Game Boy (o
Girl, en mi caso) en el bolso para jugar Pokémon serie azul de vuelta a casa.
—Sí, pero
fíjate que hasta ahora los móviles no me han llamado la atención —aseguré.
—Es novedad,
algo en proyecto —comentó él —; aún en pañales, pero no estaría de más que te
compraras uno, así podría contactar contigo más rápido que por el fijo cuando
tenga que darte algún resultado o surja cualquier cambio de cita.
Lo medité. No
entraba dentro de mis planes, pero bueno, por probar...
3
Un teléfono móvil de aquellos años costaba el
doble que una depilación de chocho, es decir, cerca de 10.000 u 11.000 ptas.,
pero duraba un montón de años y no como los de ahora, que son más caros, tienen
de todo y no valen para nada...
Le hice caso y
me acerqué al centro comercial. Cuando iba de compras me preocupaba más de que
Luna y Lilian no se cayeran del carro que de lo que había por allí (a excepción
de los alimentos, claro); sin embargo, quería sonarme un puesto de telefonía,
no sé por qué, pero algo me decía que sí, que había uno. Efectivamente, casi al
final del recinto, pegando a la puerta de salida, un muchacho guapito, de piel
muy clara y nariz larga (vamos bien, es un código secreto entre mujeres que
nunca falla), vendía teléfonos móviles de, al parecer, dos clases distintas.
Cambié en décimas
de segundo. Quería informarme sobre un teléfono móvil, pero ya había visto a un
chico y empezaba a no ser persona.
Jezabel, no
empieces, que llevas muy buena temporada. Vienes a comprar un móvil, no a ver
chicos ni a hacer nada con ellos.
Por primera
vez en mi vida me esforcé para hacerle caso a mi cabeza y miré alrededor en
busca de alguna chica que pudiera atenderme; tal vez un chico más feo que pegar
a un padre con un calcetín sudado y no me pusiera cachonda en absoluto, pero
no, solo estaba él.
Mierda...
Me acerqué.
Iba sola —por desgracia según mi conciencia y acierto según mi adicción— las
peques jugaban en casa con la canguro.
Nada más verme
delante del mostrador esbozó una sonrisa. Acto seguido me dijo:
—¡Muy buenas!
¿Puedo ayudarte en algo?
No me sonrías
así... ¡No, joder! Trabajas cara al público, así que tienes que ser borde y
cortante. No seas majo porque me jodes y querré que me jodas de verdad...
Me hallaba
algo lejos del mostrador, no tan cerca como para pedirle algo, pero él ya daba
por hecho que me había llamado la atención. No sé si algún teléfono o él mismo,
pero como buen comercial, me atrapó (su cara y su cuerpo, su labia aún estaba
por ver).
Eché un
vistazo a los teléfonos de exposición. Con la cabeza gacha, evitando cualquier
tipo de mirada que desviara de lo que realmente quería, le dije:
—Busco un
teléfono móvil... —Lo anuncié con muy pocas ganas, con la vista en los
teléfonos pero la mente pensando en él. Empezaba mi recreación personal; los
dos, desnudos, en mi cama...
Sexo, sexo...
¡Oh, sí!
—Claro
—contestó—. ¿Te gusta grande? —Ahí sí lo miré. Creo que como si tuviera algo de
peso en la cabeza y me constara levantarla. Me había roto en dos.
¿¿Que si me
gusta grande?? Esa pregunta es obvia, ¡y no se le hace a una mujer!
Abrí la boca,
y porque tomó vida propia y quiso desencajarse como una trampilla. Mis ojos
debían de mirarlo dentro de un rostro acalorado sin forma de salir de esa
situación. Eché una rápida mirada a su paquete por medio de un ligero parpadeo.
Mi mente enferma elaboró su pregunta a mi antojo.
—¿Perdón?
—pregunté, y debí de hacerlo con los párpados bajados y entre medias de una
ligera sonrisa, esa breve y espontánea que las chicas parecemos escupir cuando
nos ponemos nerviosas.
—El móvil...
Que cómo lo quieres —se explicó.
El móvil,
Jezabel. ¡Claro!
—Aaah... —Con
la pregunta anterior aún no me había ruborizado del todo. Después de la
aclaración de él, sí, como un tomate.
Uno chirri,
como lo llamas tú. Tomate “chirri”.
—Te mostraré
modelos para ayudarte. —Y me ayudó en ambos sentidos: con los modelos de
móviles y rompiendo el hielo ante una situación totalmente vergonzosa. Quería
morirme.
Sacó dos
modelos, los únicos que tenía en stock (tampoco había gran variedad por
aquellos años). Uno era Alcatel y el otro Nokia. Empezó a explicarme lo que
hacía cada uno, y al igual que me ocurrió en el viaje a Estambul dentro del
Gran Bazar, me parecía oírle hablar en chino, solo que a los turcos por no
entender su idioma y a este chico porque no le prestaba atención a él, sino a
su cuerpo y el cómo mi mente lo desnudaba a imagen y semejanza.
Sí, semejanza,
por favor. Esa nariz no falla.
Lo imaginaba
sin ropa, sin esa camiseta ceñida a su torso y manejándome de un lado a otro
con sus brazos musculados; quería ver si se le marcaba la línea que baja desde
las abdominales inferiores hasta casi el miembro viril. ¡Eso me pone como tonta
desde que tengo uso de razón! ¡¿No te pasa lo mismo?! Por favor... ¡Es para
volverse loca!
Sacudí la
cabeza, me pasé las manos por el rostro y, intentando dejar la mente en blanco,
le dije:
—Este —señalé
el Alcatel por ser el más parecido al de Salvador.
—Perfecto
—convino—. Ahora necesitas compañía. —Mi cara se desencajó por segunda vez
consecutiva. Los pensamientos me golpeaban la mente mientras el calor interno
recorría mi cuerpo entre recreaciones placenteras.
—Co... ¿Cómo?
—Una vez más el mismo gesto y misma risa tonta. No tengo repertorio,
lector/ara. Era y soy chica fácil y simple, ya está.
Quiere
activarte la cobertura, Jezabel, me dijo el minidiablillo
picante de mi interior. Imagínate que mueve los dedos como Salvador, y esa
nariz... Blanco y en vasija, lefa de la pija. Lo tienes a huevo y los de él a
punto de quedar vacíos.
—La compañía
telefónica —Rio—, que cuál quieres. —Debía de pensar que yo era imbécil, y eso
siempre tiene su pro y su contra dependiendo del interés que el chico tenga en
una.
Debí
ruborizarme de nuevo con un tono similar al de una granada.
¡Qué
vergüenza!
—Ah, ya...
—solté. Quería agachar la vista todo lo posible. Estuve por ponerme gafas de
sol en pleno recinto.
Al principio
solo había tres operadoras: Tele Star, Artel y Ameno. Los tonos de llamada de
Tele Star eran de música clasica, los de Artel de tristeza (qué pena de
compañía) y los de Ameno de Jazz.
—¿Cuál prefieres?
Mientras el
chico me los mostraba sentí una especie de pálpito, como una corazonada sin
explicación ninguna y que no entendía, pero el instinto femenino nunca falla y
hay que hacerle caso, así que dije:
—Me gusta el Jazz. Te lo compro.
Y salí de allí
con móvil y doble compañía: la del teléfono y la del chico.
4
Me empujó contra la cama. Desnudó su sexo con temblor y rapidez para embestirme salvajemente. El primer empuje fue brusco y profundo. Me arrancó un grito ahogado que acalló con un beso intermedio pero sin dejar de moverse dentro de mí. Su polla se antojaba como la batuta que dirige una orquesta y sus embestidas y el crujir de la cama el coro alegre de una ópera titulada: “Éxtasis, placer absoluto”.
Perdí la noción del tiempo una vez
que lo abracé con mis piernas en ayuda de apremiarlo a ir más hondo, más
rápido, a que no parase e hiciera que los colores que veía y dejaban constancia
de ello con mis uñas en su espalda aún no fueran suficientes; necesitaba más,
jadear,
gritar.
¡Correrme!
Juntos hasta el final, por ello, nuestro orgasmo fue recíproco. Una
sacudida dentro de la tensión y rigidez de nuestros cuerpos, una ola de asfixia
placentera que parecía borrar nuestra existencia y llevarnos al lugar donde el
goce no tiene límites ni fecha de caducidad.
Pero terminó, sí. Lo bueno, por desgracia, termina siempre.
Nueve meses después de este encuentro nació Vicky. Mi bisabuela y mi abuela se llamaron Victoria, así que mi hija era
Victoria tercera. Para abreviarlo, sus hermanas y yo nos dirigimos a ella como
«V3». Esta, precisamente, fue la que me rompió el móvil que dio originen a su
nacimiento. Me prometí no dejarle nunca más que tocara ninguno de los
posteriores, pero fui incapaz de cumplir mi promesa. Desde bien pequeña jugaba
con los rotos. Tenía largas conversaciones con personajes de dibujos animados y
algún que otro actor que le gustaba según iba creciendo. De entre todas mis
hijas, Vicky fue la que más jugó con los teléfonos, mucho más que con las
muñecas.
Su padre dejó
de trabajar en el centro comercial y desapareció, pero mi hija está aquí
presente.
Hace seis
meses, poco después de que Sherezade empezara a buscar local para impartir
clases, Vicky quiso formarse como teleoperadora en la nave de
telecomunicaciones que tanto observo día y noche. Hizo un pequeño cursillo de
seis horas y enseguida empezó a trabajar como comercial, ya sabes, una de
esas pesadas que llama a la hora de la siesta ofreciendo mejores tarifas. Yo la
tuve de mamadas ilimitadas totalmente gratuitas y sin permanencia; ella no, es
una chica formal y muy competente, tanto, que la semana pasada entró en casa
dando saltos de alegría.
Me sorprendí
al verla tan contenta, y no porque de por sí sea una niña triste, todo lo
contrario, sino porque la adrenalina con la que llegaba no era normal. Indicaba
algo bueno pero con lo que me tenía en ascuas.
—¡Mamá, voy a
ser coordinadora!!
¿¿Cómo?? ¡¿Mi
pequeña siendo jefa de sala?! No podía creerlo, ¡la primera hija en tener un
cargo!
No sé
exactamente el tiempo que estuvimos abrazadas, pero fue muchísimo. Era como si
para Vicky no hubiera nada más importante en la vida que tener ese puesto de
trabajo, sentirse bien y ayudar a sus compañeros en todo lo posible. Tenía que
trabajar de pie, eso sí, y durante el abrazo, de todo lo bonito que me venía a
la cabeza, me pregunté: ¿Pero quién a parte de mi hija querría trabajar de
pie? Yo, por ejemplo, he sido siempre más de estar sentada. Estar de pie es
de gente importante, y su madre no llega a tanto...
Ella sí. Me
daba mucho miedo que solo durara dos días, pero no, le va todo genial y está
supercontenta.
Su novio
trabaja de comercial para otra empresa. Se llama Vicente Pascual Tejada, pero
cariñosamente lo llamamos «VPT». De momento solo le he visto en fotos, y la
verdad es que es monín. Carita guapa, pelo rapado y..., nariz larga.
Cómo se nota
que «V3» es hija mía...
Dedicado con
cariño a todas las coordinadoras del mundo (en especial a la mía).
Jezabel Losada




