domingo, 28 de septiembre de 2025

Las hijas de Jezabel: Capítulo 3- Iris (+18)

 

1

Unos cuantos meses después de acostarme con Dani, una fresca tarde de principios de enero, a eso de las 19:00 o 19:30, zigzagueaba entre trozos de mármol, mausoleos de más de un siglo —a cuyos barrotes les quedaba medio telediario para reunirse con los restos difuntos que descansaban en su interior—, y alguna que otra tumba de tierra abombada que recuerdo entre escalofríos y tensión, ya que en aquellos instantes, con varias litronas de cerveza dentro de mi cuerpo y un ciego notable que me hacía ver de todo donde no había absolutamente nada, ese montón abultado me entristeció sobremanera. Me detuve ante él mientras luchaba porque mis piernas siguieran la orden de mi cerebro y dejaran de tambalearse a un lado y a otro como si yo fuera un péndulo inestable a punto de caer de bruces. Totalmente apenada (por la montañita de tierra, no por el cadáver de su interior) rompí a llorar desconsoladamente. Mis lágrimas caían como goterones en una lluvia de verano, y todo porque donde no había más que una tumba en medio, a mí me parecía ser un embarazo de la madre Tierra, y que en vez de guardar muerte estaba a punto de germinar vida.
Un embarazo, sí, el segundo que llevaba en mi vientre y que hasta el momento solo conocía yo.
Las lágrimas saltaban por mis ojos como si estos las escupieran. Veía cómo mojaban y convertían en barro la tierra difunta que intentaba no pisar, más y más deprisa, con tanta fuerza y rapidez que parecía llorar chaparrones de lluvia y no lágrimas adolescentes. Hipando, con tanto ajetreo en el pecho que a los senos les quedaba poco para chocar en mi barbilla, intenté serenarme y enjugar mis lágrimas. Con esfuerzo, y pasados un par de minutos, lo conseguí.
Bajé la vista para mirar la montañita de tierra deshecha y vi un agujero como un cráter. Me sentía más vacía que lo que la negrura de este parecía transmitir. Era la nada en sí, la soledad más pura y el abandono inmerecido de una existencia que, más o menos feliz, en un momento tuvo vida.
Asomé la cabeza. Dentro de esta, mi cerebro giraba como el plato de un microondas a la espera de que sonara el "pi" que le devolviera a la realidad. ¿Un minuto? ¿Cinco? ¿Diez?
¿Cuándo regresarás al mundo, Jezabel?
Lo hice ese mismo instante (dicho y hecho), y justo cuando el cadáver que había quedado al descubierto y yo nos miramos cara a cara; yo con mis ojos y él con dos concavidades repletas de retorcidos gusanos que bien podían ser parte de mi cerebro comprimido. Tenía la sonrisa más amplia pero vacía que he visto en toda mi vida, ya que esta se comía a la calavera como diciendo: «Ríe, ríe... Ríe, que eras la puta risión en persona. Tienes mucho de puta y también de risión».
Del agujero de su boca desdentada, el hocico de una rata tan larga como un gato tumbado salía sin prisa con intención de olisquear. Era tan amplia que no terminaba nunca, y eso sí que provocó en mí la mayor sensación de repugnancia que recuerdo haber vivido por medio de un bicho.
Sé que grité, y que lo hice antes de darme la vuelta en dirección a la salida. Ante mí, y muy similar al cadáver que acababa de ver en el hoyo, emergió un enclenque pero aterrador saco de huesos vestido con gabardina estropajosa. Esta, envolvía su columna y sus costillas descarnadas como percha de mal presagio. Sostenía un canuto humeante entre sus finos y huesudos dedos. En vez de caer ceniza, se desprendían falanges.
—¿Una caladita, mala madre? 
Rio a mandíbula batiente. Esta, una pieza de hueso que pendía de un hilo, era como la boca de un muñeco de ventrílocuo que, una vez terminada la función, descansa desencajada.
Gritando escandalizada, sacudí la cabeza repetidas veces antes de abandonar el camposanto lo más rápido que pude.

 

2

 

Después de varios intentos, y de equivocarme de llave —pasé como tres minutos intentando abrir la puerta de casa con la llavecita del buzón—, conseguí introducirla en la cerradura.
Entró, me dije, tal y como dijo Dani mientras me penetraba.
Mis llaveros de Dragon Ball se montaban unos encima de los otros como si Goku, Vegeta y Bulma pretendieran hacer un trío jugando al Twister (o al Kamasutra-Shan). Con semejante ruido era imposible pasar desapercibida, tanto para los del interior de casa como los de fuera. Doña Pura, la vecina de enfrente, me observaba detrás del visillo sin quitarme ojo.
—Mira, mira... Ahí la tienes —escuché decir—. Ya viene mamada.
—Será ella quien venga de mamarla... —añadió su marido.
Abrí la puerta y la empujé para pasar. Conseguí subir el pie derecho por encima del bordillo, pero con el izquierdo di un traspié y caí en mitad del pasillo.
—¡Hala! ¡Toda despatarrada! —gritó doña Pura.
—Está acostumbrada... —convino su marido.
Como puedes imaginar a estas alturas de mi historia, lo que dijeran de mí me importaba un cagado; sin embargo, desde el suelo, llegaban a mí las voces de mis padres y de mis hermanos con más alboroto del habitual. Alcancé a entender que celebraban algo.
Me levanté como puede y, ayudándome de las paredes del pasillo, fui poco a poco camino del salón. Efectivamente, tal y como creí, mi familia estaba de celebración.
Mi padre y mis hermanos se callaron nada más verme, sus rostros languidecían porque la hija y hermana pequeña les había aguado la fiesta. Mamá se acercó a mí, creo que ya sin extrañarse. Daba por hecho que yo era un caso perdido y que no verme llegar en ese estado sería alarmante, y no al revés.
—Ahí tienes a tu hija —espetó mi padre mientras señalaba a Luna—. Cuando estés en condiciones para cogerla y no caer las dos al suelo, te acercas a verla.
—¿Celebramos..., algo? —Debí pronunciarlo en dos tiempos, como casi siempre, con los ojos entrecerrados y el cuerpo tan pesaroso que me iba para los lados.
—¡Síii! —gritó mamá entusiasmada—. ¡Mira! —Colocó delante de mis ojos lo que para estos parecía ser un décimo, pero de ocho o diez números en 3D—. ¡Somos millonarios! —continuó—. ¡Me ha tocado la lotería!
—Estupendo —dije desganada—. Yo traigo el premio gordo.
—¿Eh? —preguntaron al unísono.
—Estoy embarazada...

 

3

 

Al día siguiente, mi madre, después de discutir con papá la noche entera, decidió pasar de él y aprovechar que éramos millonarios para llevarme a un psiquiatra privado. No podía continuar así, la situación era insostenible. Tenía catorce años, era madre de una niña de poco más de uno y volvía a estar embarazada de cuatro meses. No asistía a las clases del instituto, no me hacía apenas cargo de mi primera hija y, para más inri, iba a tener otra. A todo esto, había que sumarle mi adicción al alcohol, a las drogas y al sexo.
Como imaginarás, me opuse rotundamente, puesto que lo primero que respondí cuando mi madre me lo dijo fue un: "cómeme el coño". Mi hermana, que ya de por sí me hablaba poco, dejó de hablarme del todo. Nadie, excepto mi madre, quería tenerme en esa casa, pero como vengo diciéndote en estos capítulos, te contaré, y sabrás con detalle cómo se desenvolvió todo. De momento, mamá, a la fuerza y por medio de una encerrona, trajo al psiquiatra a casa. Cuando lo vi corrí a esconderme, pero en mi estado, ebria, con todo dándome vueltas y sin saber poco más que mi propio nombre, me cazó. Lo siguiente que recuerdo del médico es hablar con él en su consulta, ya por mi propio pie e intentando portarme bien y ser responsable. No quería que me quitaran a Luna ni tampoco abortar de Lilian. Días después de reconocer mi problema, poder dialogar conmigo y, puesto que nos había caído dinero del cielo y daba igual ser seis que siete porque jamás en la vida pasaríamos nunca hambre, decidieron darme un voto de confianza y continué con el embarazo.
—Pondré de mi parte, lo juro.
Durante el embarazo de Lily, a partir del quinto mes, cuando inicié la terapia y empecé a entrar en razón, me hice cargo de Luna, y aunque tropecé en un par de ocasiones con el alcohol (solo dos cervezas, palabra) y algún porro a escondidas, entre las benzodiacepinas prescritas por el loquero y algo de fuerza de voluntad por mi parte conseguí olvidarme un poco de la mala vida y centrarme en la hija que tenía y en la que venía en camino.
Pasé noches enteras llorando, tiritando y a punto de arrojar la toalla. En casa, como si fuera una loca encerrada entre cuatro paredes acolchadas y con camisa de fuerza, me escuchaban dar gritos, completos alaridos de desesperación implorando hierba, solo unas caladas y un trago de cerveza.
Nadie respondía. Me vi tan abandonada como cuando di a luz a Luna, pero por suerte, y gracias a Dios, Lilian nació bien, guapa y fuerte como una rosa.
Hoy en día ama las plantas (no la hierba). Tiene un montón de ellas, y no las fuma como hice yo en el pasado. Las cuida. ¡Le encantan!

Poison Ivy marcó su infancia, como ya te dije (y para bien).
Doy gracias.

4

Fue una fría noche de invierno. El viento soplaba entre la oscuridad emitiendo sacudidas como latigazos de hielo cortante. Recuerdo el movimiento de mis brazos cerrando las solapas de la cazadora de cuero como si pretendiera abrazarme a mí misma por falta de cariño, pero no, ¡me moría de frío! Mis piernas desnudas sufrían temblores juntando muslo con muslo mientras el cabello ululaba sometido a repetidos soplidos, intermitentes pero abruptos. Era como tener delante del rostro un secador en modo gélido. Había dejado a Luna con una canguro, al parecer, bastante competente. Cuidó a varias de mis hijas durante años ininterrumpidos...
Mi madre, harta de hacer de mamá cuando era abuela, me dio un ultimátum: «Más esfuerzo, aún no es suficiente. Tus hijas son tuyas, no mías». No pude quitarle la razón, pero en aquella etapa, con una bebé de un año, otra de tres mesecitos y acudiendo a terapia para quitarme la venda de los ojos y desintoxicarme, era imposible estar a todo y querer hacer de mí una niña responsable cuando me había torcido nada más cumplir la adolescencia. Demasiado rápido, me faltaba respirar antes de coger fuerza. Había reconocido mi problema, y aunque parecía no tener avance, era todo un logro: el primer paso, ese que, por más que se recule durante el largo camino, nunca se desanda; un paso corto pero firme, y carece de retroceso porque la cabeza se encarga de pensar mucho hasta que por fin lo da. Cambiar de la noche a la mañana era imposible; enderezarme —si es que aún se podía—, costaría tiempo y sacrificio, con tropiezos, obstáculos, caídas (más o menos graves y más cortas o duraderas), y aunque no puedo ir de víctima ni se me permite hacerlo puesto que me lo busqué yo solita, era y soy un ser humano. Tenía y tengo sentimientos aunque no parezca más que una carcasa llamativa donde los tíos meten su aparato. Pedí perdón a mis hijas, algo que continúo haciendo todas las mañanas nada más abrir los ojos y cada noche antes de cerrarlos. Ellas fueron las perjudicadas, y no me lo perdonaré nunca.

Perdón, cariños míos…
En aquel momento también necesitaba desconectar (me lo mereciera o no), y el propio psiquiatra me lo decía, ya que respirar no solo significa tomar aire y soltarlo, sino "desconexión”, unas horas en pausa fuera de la cruda realidad. Cuando mi juicio se nubló, dejé de estudiar y hacer deberes para salir de fiesta a diario, fumar porros, chupar pollas y tragar semen. Di de lado a mis amigos de la infancia, aquellos que, pese a ser niños, vivíamos nuestros problemas como verdaderos adultos intentando estar ahí, siempre, y para lo que necesites. Bea, Trini y yo jugamos con muñecas más de cinco años seguidos. Les cambiábamos la ropita, probábamos nuevos peinados y hasta nos las prestábamos como me hubiera gustado prestarles mi propia ropa y ellas a mí la suya durante la adolescencia en vez de haber ido prácticamente desnuda por la calle y que me usaran como un objeto donde descargar; Carlos y Nacho aparcaron los coches teledirigidos y dejaron sus Power Rangers para juntarse con las tres, formar una piña y jugar todos juntos, esta vez, al rol, solo que un rol infantil, pobre e inexperto, a nuestra manera... Nos divertíamos mucho (más rol y menos drogas, lector/ara. Hazme caso), y era lo único que necesitábamos para ser felices.
Trini, mi mejor amiga hasta que la abandoné, llamó a casa varias veces preguntando por mí, pero nunca estaba. Ella, como buena estudiante y niña responsable, comía libros mientras yo comía pollas en paradero desconocido...
Un día, cansada de no obtener respuesta, y de que no me molestara en saber de ella, dejó de llamar, y así hasta que mi madre, una vez que me vio algo más centrada después de dar a luz a Lily, habló con el psiquiatra para ver si retomar el contacto con mis antiguos amigos (los únicos) era buena idea, como prioridad y algo casi efectivo al 100%. La intención era hacerme olvidar el último año y medio, borrarlo a toda costa pero sin olvidarme de las dos nuevas integrantes de la familia, las piezas más importantes y valiosas y lo único bueno de esos casi dos años de locura desmedida.
Él secundó la propuesta, mamá llamó a Trini y, al día siguiente por la tarde, todo el grupo vino a casa para verme. En esos momentos llevaba cerca de seis meses sin fumar porros y no había probado ni una sola gota de alcohol. Las benzodiacepinas me ayudaban a manejar la ansiedad y el síndrome de abstinencia, algo genial en un principio, pero que después, a la larga, me creó dependencia y se convirtió en una nueva adición.
(Te contaré, lector/ara, ya sabes).
Mi antiguo grupo de amigos continuaba con las sesiones de rol. Habían evolucionado hasta el punto de formalizarlo, jugar D&D y hacer campañas, con fichas, dados y un máster como creador de la partida. Enseguida me propusieron asistir a la próxima sesión, y en un primer momento dije que no me apetecía. Parecía una zombi que, o no pegaba ojo en todo el día o me pasaba doce horas seguidas durmiendo de seguido. Además, de vez en cuando, el cuerpo me pedía droga y me entraba tiritona. Me tocaba recurrir a los ansiolíticos para calmar la ansiedad y no quería que me vieran en ese estado. Seguía fumando tabaco, eso sí. Fumar mata, sea lo que sea, pero de momento me lo permitían como mal menor ante lo que realmente querían que dejara.
Al final dije que sí, que de acuerdo, y dicha sesión mencionada es la que vengo relatando, lector/ara.
Como bien te dije, dejé a Luna en casa con Carmen, la canguro, pero me llevé a Lilian conmigo, y sonrío al recordarla en su cochecito porque parecía un oso de peluche creado con varias capas de lana. Era una bolita a la que solo se le veían los ojitos cerrados y una diminuta nariz que enrojecía con el paso de los minutos.
De mi casa hasta la de Nacho tenía alrededor de un cuarto de hora largo, cerca de los veinte minutos, y aunque creía que no llegaría nunca, lo conseguí.
Los chicos me habían dicho que la campaña giraba en torno al mundo de tinieblas, con personajes lóbregos y oscuros, y que solían disfrazarse de los que interpretaban. Yo, como aún no tenía la ficha hecha y no sabía qué clase coger, aunque alguna idea rondaba por mi cabeza, me vestí de gótica, sin más. Llevaba meses sin salir ni maquillarme, y la verdad es que me dio esa inyección de adrenalina que tanto necesitaba. A mis ojos parecía bordearlos un antifaz como el de Batgirl de lo marcados que los llevaba. Me pinté el rabillo de cada uno en forma de cola de gato; luego, las cejas arregladas con cera a última hora —me escocían tela marinera— y carmín rojo en los labios, pero perfilados en negro para hacerlos destacar entre la lividez del rostro. Mi look era completamente siniestro: camiseta oscura, escotada y transparencias, con un sujetador negro Push Up que, aunque no me hacía falta, realzó más el volumen de mis senos. Elegí una minifalda de cuero y lo completé todo con unas Dr. Martens que le cogí a mí hermana sin permiso. La costumbre hizo que me pusiera cañón sin pretenderlo, y la cagué.
(Sí).
Antes de que la cagara, alguien había cagado en mitad de la calzada (literal). Pisé su mierda sin darme cuenta, pero como no hay mal que por bien no venga, digamos que, dentro de lo malo, me dio suerte.
La sesión fue muy buena. ¡Increíble! Pasé un par de horas bastante divertidas, y en verdad, aunque en ese periodo de casi dos años mi cabeza había estado en Babia y entre las piernas de muchos tíos (de rodillas y sin esfuerzo), en el fondo echaba de menos a mis amigos y rolear juntos. Muy en el fondo, ya que la Jezabel de doce, trece y parte de catorce años, no era ni personita ni persona, pero sí, tenía ganas de volver a verlos.
Eludiré la parte de la partida para no aburrirte con datos innecesarios, pero hay un punto en concreto que quiero contarte y que necesitas saber.
¿Recuerdas que hace un instante, en unas líneas anteriores, te comenté que ponerme guapa hizo que la cagara?
Pues bien, nada más llegar a la casa de Nacho, llamé a la puerta y, al abrirme, me topé de lleno con un recibimiento emotivo pero extraño a la vez. Me habían avisado de que solían disfrazarse de los personajes que elegían para jugar, sí, pero a pesar de ello, no esperaba verlos así. Todos vestían de no muertos, tanto chicos como chicas, con capas, colmillos y hasta hilillos de sangre que colgaban de la comisura de sus labios. Detrás de mis cuatro amigos vi una cabeza masculina desconocida, de cabello lacio, tan negro como el betún, y que se había untado el rostro con polvos de arroz para parecer un cadáver muy vivo. En dicho rostro, destacaban dos estupefactos iris de color rojo que, como buen vampiro —bien metido en su papel— querían hincar el diente a mis senos medio al descubierto, los que había realzado por costumbre y sin darme cuenta, y que no dejaban nada a la imaginación.
—Los vampiros deben ser invitados a pasar —me dijo Nacho—, pero en este caso seremos nosotros quiénes te invitemos a ti. Pasa, Jeza.
Enseguida me presentaron a Eric, el nuevo miembro del que no tenía constancia. Quizá, si me hubieran avisado antes, no habría ido a la partida.
Seguía mirándome con deseo. Los demás teníamos quince años (yo recién cumplidos) y él dieciocho. Estudiaba Bellas Artes y era el encargado de diseñar las fichas y los escenarios de las campañas de rol. Era muy guapo, no voy a engañarte. Sus ojos tuneados me ponían alerta (y como tonta), al igual que le ocurría a él conmigo, ya que el hilillo de sangre que le colgaba de la comisura de los labios se convirtió en hilo de baba de tanto mirarme las tetas. El frío invernal había hecho de mis pezones dos balines dispuestos a dispararse, pero en vez de pólvora, llevaban intención de polvo (a secas y a pelo).
Me nublé, lector/ara, lo hice. La herida no había hecho más que empezar a cicatrizar y aún no llevaba ni una telilla de piel nueva que la cerrara. Aguanté las dos horas sin beber ni fumar nada, pero no pude resistir la tentación del volver a probar sexo.
Era mi perdición.
Por suerte para ella, la pequeña Lilian dormía en su cochecito y no vio nada de lo que hizo la golfa de su madre con los golfos de sus amigos. Sí, ya que los niños buenos y estudiosos que conocía de años se habían convertido en perritos y perritas cachondos, igual o más que yo.
Nada más finalizar la partida, recuerdo ver a Bea abandonar la mesa dirección al baño. El resto recogíamos fichas y dados cuando regresó. Traía puesta su capa de vampiresa y sus colmillos ensangrentados, pero nada más. Sus pequeños pero redondos pechos, blanquecinos y de areolas claras, nos apuntaban excitados por medio de unos pezones tan gruesos y duros como canicas. Quedó con las piernas cruzadas mientras el resto mirábamos entre sorpresa y desconcierto. Su pubis marcaba un triángulo no homologado por la dirección general de tráfico, pero con entrada directa hacia "peneatones" quinceañeros. Acto seguido se encargó de abrir su "ceda el paso".
Aparte de jugar al rol, no sé qué más hicieron mis amigos durante mis años perdidos porque ni me preguntaron ni yo a ellos, simplemente nos limitamos a jugar la partida; ahora bien, cuando vi que Nacho se bajaba los pantalones enseguida, 
y bajo sus calzoncillos blancos se le movía el perrito caliente con una macha de mayonesa rezumando por ellos, deduje que las sesiones de rol, aunque acabaran en TPK (muerte total) terminaban con final feliz.

También se quitó los calzoncillos. De peque nunca dijo que lo habían operado de fimosis, pero pude apreciar que estaba circuncidado. La cabecita húmeda de su pene corrió hacia las puertas de una Bea que, juguetona, mantenía abiertas con ferviente deseo.

—Conmigo no contéis para esto —anunció Trini —. Bye.

Y se fue.

—Conmigo tampoco —añadió Carlos.

También salió de la casa.

Yo no era capaz de gestionar el momento. En mi cabeza explotó un petardo insonoro, pero el estruendo había desperdigado todos mis pensamientos y era incapaz de ordenarlos. Los recuerdos de, por aquel entonces mi mala vida, regresaban diciendo que adelante, que me desnudara y disfrutase, pero también estaba Luna, la pequeña Lilian allí presente, mi madre, el psiquiatra y...

Eric.

Lo miré. El vampiro beldado volvía a escrutarme con sus iris al rojo vivo. Sus dieciocho años podían conmigo. No era un niño como Nacho o Carlos, ya jugaba en otra liga distinta, y por lo que dejaba entrever mientras me comía con los ojos, sus dieciocho no debían ser solo años, sino también centímetros. Bajo su pantalón, un bulto gustoso se movía como minutos atrás lo hizo el de Nacho, solo que este más grande y llamativo, y aún sin escupir.

Me giré para coger a Lilian y marcharnos, pero las manos de Eric me agarraron de la cintura para poco a poco levantarme la minifalda y acariciar mi sexo dulcemente. Dejé escapar un suspiro al tiempo que echaba el cuello hacia atrás. El vampiro acercó sus labios con intención de morderme. Un besito me provocó un cosquilleo delicioso e hizo de mi piel una capa instantánea de granitos gélidos. La polla palpitante de Eric rozaba mi glúteo como si este fuera un tambor y su herramienta la baqueta que debe golpearlo.

Escuchaba gemir y disfrutar a Bea y a Nacho como telón de fondo, y ello me excitaba más.

Mucho más.

El vampirito quería chuparme, pero fui yo la que se la chupó a él.

La Jezabel del pasado dejó los pensamientos incesantes a un lado, se alborotó y se puso de rodillas; es decir, que lo hice yo, la servidora que escribe.

Le bajé los pantalones y los calzoncillos. Como bien había apreciado, encontré una buena joya, gruesa y hermosa. La tomé con mi mano derecha y empecé a succionar. Mis chupetones hacían que sus huevos golpearan mi barbilla mientras la polla que comía me rozaba la garganta. Eric me agarró la cabeza pidiendo más y más rápido, pero si obediencia la fiesta se acababa, y ya no era un trueque de felación igual a droga, sino placer, puro placer. Faltaba yo por recibirlo.

Me incorporé mientras me bajaba la minifalda y las bragas. Cogí su polla y la acerqué a mi coño. La cabecita pelona rozó mis labios humedecidos y me morí de placer; vi que Eric se estremecía, así que aproveché para dar un salto y ponerme a horcajadas encima de él. Se agarró el rabo, y mientras su cabeza se perdía entre mis tetas, lo introdujo dentro de mí. Sentía cómo la longitud de su miembro recorría mi conducto vaginal hasta el fondo, lo que me hizo gemir como una perra en celo. Éramos cuatro adolescentes gimiendo descompasadamente, pero nos excitaba escucharnos aunque estuviéramos en mundos diferentes. El de tinieblas, como el juego, pasó a ser glorioso y resplandeciente.  Tras unos minutos fuera de la realidad, al son de nuestro placer en movimiento, sentí el calor de su clímax salpicar muy dentro de mí mientras gozaba fuera de órbita, falto de fuerzas y con una cara tan diabólica que hizo que me corriera junto a él.

El vampiro me clavó la estaca y me dejó embarazada de Iris. Le puse ese nombre por los ojos de su padre.

Creo —aunque debería decir que estoy segura puesto que de verdad lo siento así— que fue esa noche cuando me hice verdaderamente adicta a los juegos de rol, tanto, que hoy en día son mi pasatiempo favorito. Los de Iris también, por eso, de pequeña en vez de pedirme que le leyera cuentos de hadas y de príncipes, me los pedía de magos, hechiceros, bardos etc..., y yo, como buena máster, improvisaba alguna historia al tuntún hasta que se dormía.

Mientras sus hermanas jugaban con muñecas, Iris lo hacía con miniaturas de Warhammer. Hoy en día posee todo un ejército de Orcos y Elfos oscuros (sus preferidos).

Me recuerda a mí a su edad. Me ha copiado el look con el que le di a luz, la afición y el entusiasmo por lo siniestro y las películas de terror.

El chupasangre y cometetas de su padre no volvió a ninguna sesión, y a día de hoy, sigo sin saber por qué...

Desapareció, pero mi hija está presente.

Es la máster de un bonito grupo de jóvenes que juegan a rol, y también diseña las fichas y los escenarios; además, por casualidades que tiene la vida, juegan vampiro, no D&D...

Ha terminado Bellas Artes y quiere montar su propio local de tatuajes. Tiene varios tattoos por el cuerpo, y dibuja fenomenal, así que será muy buena tatuadora.

Seguro que sí, mi vida.

¡Mucha mierda, pequeña! Pisé una y naciste tú. Pisa la tuya y cómete el mundo (pero cuidado con los chupasangres y lo que te hincan).

 

 

Dedicado con cariño a todas las góticas del mundo

 

Jezabel Losada