1
Unos cuantos meses
después de acostarme con Dani, una fresca tarde de principios de enero, a eso
de las 19:00 o 19:30, zigzagueaba entre trozos de mármol, mausoleos de más de
un siglo —a cuyos barrotes les quedaba medio telediario para reunirse con los restos
difuntos que descansaban en su interior—, y alguna que otra tumba de tierra
abombada que recuerdo entre escalofríos y tensión, ya que en aquellos
instantes, con varias litronas de cerveza dentro de mi cuerpo y un ciego
notable que me hacía ver de todo donde no había absolutamente nada, ese montón
abultado me entristeció sobremanera. Me detuve ante él mientras luchaba porque
mis piernas siguieran la orden de mi cerebro y dejaran de tambalearse a un lado
y a otro como si yo fuera un péndulo inestable a punto de caer de bruces.
Totalmente apenada (por la montañita de tierra, no por el cadáver de su
interior) rompí a llorar desconsoladamente. Mis lágrimas caían como goterones
en una lluvia de verano, y todo porque donde no había más que una tumba en medio,
a mí me parecía ser un embarazo de la madre Tierra, y que en vez de guardar
muerte estaba a punto de germinar vida.
Un embarazo, sí, el segundo que llevaba en mi vientre y que hasta el momento solo
conocía yo.
Las lágrimas saltaban por mis ojos como si estos las escupieran. Veía cómo
mojaban y convertían en barro la tierra difunta que intentaba no pisar, más y
más deprisa, con tanta fuerza y rapidez que parecía llorar chaparrones de
lluvia y no lágrimas adolescentes. Hipando, con tanto ajetreo en el pecho que a
los senos les quedaba poco para chocar en mi barbilla, intenté serenarme y
enjugar mis lágrimas. Con esfuerzo, y pasados un par de minutos, lo conseguí.
Bajé la vista para mirar la montañita de tierra deshecha y vi un agujero como
un cráter. Me sentía más vacía que lo que la negrura de este parecía
transmitir. Era la nada en sí, la soledad más pura y el abandono inmerecido de
una existencia que, más o menos feliz, en un momento tuvo vida.
Asomé la cabeza. Dentro de esta, mi cerebro giraba como el plato de un
microondas a la espera de que sonara el "pi" que le devolviera a la
realidad. ¿Un minuto? ¿Cinco? ¿Diez?
¿Cuándo regresarás al mundo, Jezabel?
Lo hice ese mismo instante (dicho y hecho), y justo cuando el cadáver que había
quedado al descubierto y yo nos miramos cara a cara; yo con mis ojos y él con
dos concavidades repletas de retorcidos gusanos que bien podían ser parte de mi
cerebro comprimido. Tenía la sonrisa más amplia pero vacía que he visto en toda
mi vida, ya que esta se comía a la calavera como diciendo: «Ríe, ríe...
Ríe, que eras la puta risión en persona. Tienes mucho de puta y también de
risión».
Del agujero de su boca desdentada, el hocico de una rata tan larga como un gato
tumbado salía sin prisa con intención de olisquear. Era tan amplia que no
terminaba nunca, y eso sí que provocó en mí la mayor sensación de repugnancia
que recuerdo haber vivido por medio de un bicho.
Sé que grité, y que lo hice antes de darme la vuelta en dirección a la salida.
Ante mí, y muy similar al cadáver que acababa de ver en el hoyo, emergió un
enclenque pero aterrador saco de huesos vestido con gabardina estropajosa.
Esta, envolvía su columna y sus costillas descarnadas como percha de mal
presagio. Sostenía un canuto humeante entre sus finos y huesudos dedos. En vez
de caer ceniza, se desprendían falanges.
—¿Una caladita, mala madre?
Rio a mandíbula batiente. Esta, una pieza de hueso que pendía de un hilo, era
como la boca de un muñeco de ventrílocuo que, una vez terminada la función,
descansa desencajada.
Gritando escandalizada, sacudí la cabeza repetidas veces antes de abandonar el
camposanto lo más rápido que pude.
2
Después de varios
intentos, y de equivocarme de llave —pasé como tres minutos intentando abrir la
puerta de casa con la llavecita del buzón—, conseguí introducirla en la
cerradura.
Entró, me dije, tal y como dijo Dani mientras me penetraba.
Mis llaveros de Dragon Ball se montaban unos encima de los otros como si Goku,
Vegeta y Bulma pretendieran hacer un trío jugando al Twister (o al
Kamasutra-Shan). Con semejante ruido era imposible pasar desapercibida, tanto
para los del interior de casa como los de fuera. Doña Pura, la vecina de
enfrente, me observaba detrás del visillo sin quitarme ojo.
—Mira, mira... Ahí la tienes —escuché decir—. Ya viene mamada.
—Será ella quien venga de mamarla... —añadió su marido.
Abrí la puerta y la empujé para pasar. Conseguí subir el pie derecho por encima
del bordillo, pero con el izquierdo di un traspié y caí en mitad del pasillo.
—¡Hala! ¡Toda despatarrada! —gritó doña Pura.
—Está acostumbrada... —convino su marido.
Como puedes imaginar a estas alturas de mi historia, lo que dijeran de mí me
importaba un cagado; sin embargo, desde el suelo, llegaban a mí las voces de
mis padres y de mis hermanos con más alboroto del habitual. Alcancé a entender
que celebraban algo.
Me levanté como puede y, ayudándome de las paredes del pasillo, fui poco a poco
camino del salón. Efectivamente, tal y como creí, mi familia estaba de
celebración.
Mi padre y mis hermanos se callaron nada más verme, sus rostros languidecían
porque la hija y hermana pequeña les había aguado la fiesta. Mamá se acercó a
mí, creo que ya sin extrañarse. Daba por hecho que yo era un caso perdido y que
no verme llegar en ese estado sería alarmante, y no al revés.
—Ahí tienes a tu hija —espetó mi padre mientras señalaba a Luna—. Cuando estés
en condiciones para cogerla y no caer las dos al suelo, te acercas a verla.
—¿Celebramos..., algo? —Debí pronunciarlo en dos tiempos, como casi siempre,
con los ojos entrecerrados y el cuerpo tan pesaroso que me iba para los lados.
—¡Síii! —gritó mamá entusiasmada—. ¡Mira! —Colocó delante de mis ojos lo que
para estos parecía ser un décimo, pero de ocho o diez números en 3D—. ¡Somos
millonarios! —continuó—. ¡Me ha tocado la lotería!
—Estupendo —dije desganada—. Yo traigo el premio gordo.
—¿Eh? —preguntaron al unísono.
—Estoy embarazada...
3
Al día siguiente,
mi madre, después de discutir con papá la noche entera, decidió pasar de él y
aprovechar que éramos millonarios para llevarme a un psiquiatra privado. No
podía continuar así, la situación era insostenible. Tenía catorce años, era madre
de una niña de poco más de uno y volvía a estar embarazada de cuatro meses. No
asistía a las clases del instituto, no me hacía apenas cargo de mi primera hija
y, para más inri, iba a tener otra. A todo esto, había que sumarle mi adicción
al alcohol, a las drogas y al sexo.
Como imaginarás, me opuse rotundamente, puesto que lo primero que respondí
cuando mi madre me lo dijo fue un: "cómeme el coño". Mi hermana, que
ya de por sí me hablaba poco, dejó de hablarme del todo. Nadie, excepto mi
madre, quería tenerme en esa casa, pero como vengo diciéndote en estos
capítulos, te contaré, y sabrás con detalle cómo se desenvolvió todo. De
momento, mamá, a la fuerza y por medio de una encerrona, trajo al psiquiatra a
casa. Cuando lo vi corrí a esconderme, pero en mi estado, ebria, con todo
dándome vueltas y sin saber poco más que mi propio nombre, me cazó. Lo
siguiente que recuerdo del médico es hablar con él en su consulta, ya por mi
propio pie e intentando portarme bien y ser responsable. No quería que me
quitaran a Luna ni tampoco abortar de Lilian. Días después de reconocer mi
problema, poder dialogar conmigo y, puesto que nos había caído dinero del cielo
y daba igual ser seis que siete porque jamás en la vida pasaríamos nunca
hambre, decidieron darme un voto de confianza y continué con el embarazo.
—Pondré de mi parte, lo juro.
Durante el embarazo de Lily, a partir del quinto mes, cuando inicié la terapia
y empecé a entrar en razón, me hice cargo de Luna, y aunque tropecé en un par
de ocasiones con el alcohol (solo dos cervezas, palabra) y algún porro a
escondidas, entre las benzodiacepinas prescritas por el loquero y algo de
fuerza de voluntad por mi parte conseguí olvidarme un poco de la mala vida y
centrarme en la hija que tenía y en la que venía en camino.
Pasé noches enteras llorando, tiritando y a punto de arrojar la toalla. En
casa, como si fuera una loca encerrada entre cuatro paredes acolchadas y con
camisa de fuerza, me escuchaban dar gritos, completos alaridos de desesperación
implorando hierba, solo unas caladas y un trago de cerveza.
Nadie respondía. Me vi tan abandonada como cuando di a luz a Luna, pero por
suerte, y gracias a Dios, Lilian nació bien, guapa y fuerte como una rosa.
Hoy en día ama las plantas (no la hierba). Tiene un montón de ellas, y no las
fuma como hice yo en el pasado. Las cuida. ¡Le encantan!
Poison Ivy marcó su infancia, como ya te dije (y para bien).
Doy gracias.
4
Fue una fría noche
de invierno. El viento soplaba entre la oscuridad emitiendo sacudidas como
latigazos de hielo cortante. Recuerdo el movimiento de mis brazos cerrando las
solapas de la cazadora de cuero como si pretendiera abrazarme a mí misma por
falta de cariño, pero no, ¡me moría de frío! Mis piernas desnudas sufrían
temblores juntando muslo con muslo mientras el cabello ululaba sometido a
repetidos soplidos, intermitentes pero abruptos. Era como tener delante del
rostro un secador en modo gélido. Había dejado a Luna con una canguro, al
parecer, bastante competente. Cuidó a varias de mis hijas durante años
ininterrumpidos...
Mi madre, harta de hacer de mamá cuando era abuela, me dio un ultimátum:
«Más esfuerzo, aún no es suficiente. Tus hijas son tuyas, no mías». No
pude quitarle la razón, pero en aquella etapa, con una bebé de un
año, otra de tres mesecitos y acudiendo a terapia para quitarme la venda de
los ojos y desintoxicarme, era imposible estar a todo y querer hacer de mí una
niña responsable cuando me había torcido nada más cumplir la adolescencia.
Demasiado rápido, me faltaba respirar antes de coger fuerza. Había reconocido
mi problema, y aunque parecía no tener avance, era todo un logro: el primer
paso, ese que, por más que se recule durante el largo camino, nunca se desanda;
un paso corto pero firme, y carece de retroceso porque la cabeza se encarga de
pensar mucho hasta que por fin lo da. Cambiar de la noche a la mañana era
imposible; enderezarme —si es que aún se podía—, costaría tiempo y sacrificio,
con tropiezos, obstáculos, caídas (más o menos graves y más cortas o
duraderas), y aunque no puedo ir de víctima ni se me permite hacerlo puesto que
me lo busqué yo solita, era y soy un ser humano. Tenía y tengo sentimientos
aunque no parezca más que una carcasa llamativa donde los tíos meten su
aparato. Pedí perdón a mis hijas, algo que continúo haciendo todas las mañanas
nada más abrir los ojos y cada noche antes de cerrarlos. Ellas fueron las
perjudicadas, y no me lo perdonaré nunca.
Perdón, cariños
míos…
En aquel momento también necesitaba desconectar (me lo mereciera o no), y el
propio psiquiatra me lo decía, ya que respirar no solo significa tomar aire y
soltarlo, sino "desconexión”, unas horas en pausa fuera de la cruda
realidad. Cuando mi juicio se nubló, dejé de estudiar y hacer deberes para
salir de fiesta a diario, fumar porros, chupar pollas y tragar semen. Di de
lado a mis amigos de la infancia, aquellos que, pese a ser niños, vivíamos
nuestros problemas como verdaderos adultos intentando estar ahí, siempre, y
para lo que necesites. Bea, Trini y yo jugamos con muñecas más de cinco
años seguidos. Les cambiábamos la ropita, probábamos nuevos peinados y hasta
nos las prestábamos como me hubiera gustado prestarles mi propia ropa y ellas a
mí la suya durante la adolescencia en vez de haber ido prácticamente desnuda
por la calle y que me usaran como un objeto donde descargar; Carlos y Nacho
aparcaron los coches teledirigidos y dejaron sus Power Rangers para
juntarse con las tres, formar una piña y jugar todos juntos, esta vez, al rol,
solo que un rol infantil, pobre e inexperto, a nuestra manera... Nos
divertíamos mucho (más rol y menos drogas, lector/ara. Hazme caso), y era lo
único que necesitábamos para ser felices.
Trini, mi mejor amiga hasta que la abandoné, llamó a casa varias veces
preguntando por mí, pero nunca estaba. Ella, como buena estudiante y niña
responsable, comía libros mientras yo comía pollas en paradero desconocido...
Un día, cansada de no obtener respuesta, y de que no me molestara en saber
de ella, dejó de llamar, y así hasta que mi madre, una vez que me vio algo más
centrada después de dar a luz a Lily, habló con el psiquiatra para ver si
retomar el contacto con mis antiguos amigos (los únicos) era buena idea, como
prioridad y algo casi efectivo al 100%. La intención era hacerme olvidar el
último año y medio, borrarlo a toda costa pero sin olvidarme de las dos nuevas
integrantes de la familia, las piezas más importantes y valiosas y lo único
bueno de esos casi dos años de locura desmedida.
Él secundó la propuesta, mamá llamó a Trini y, al día siguiente por la tarde,
todo el grupo vino a casa para verme. En esos momentos llevaba cerca de seis
meses sin fumar porros y no había probado ni una sola gota de alcohol.
Las benzodiacepinas me ayudaban a manejar la ansiedad y el síndrome de
abstinencia, algo genial en un principio, pero que después, a la larga, me creó
dependencia y se convirtió en una nueva adición.
(Te contaré, lector/ara, ya sabes).
Mi antiguo grupo de amigos continuaba con las sesiones de rol. Habían
evolucionado hasta el punto de formalizarlo, jugar D&D y hacer campañas,
con fichas, dados y un máster como creador de la partida. Enseguida me
propusieron asistir a la próxima sesión, y en un primer momento dije que no me
apetecía. Parecía una zombi que, o no pegaba ojo en todo el día o me pasaba
doce horas seguidas durmiendo de seguido. Además, de vez en cuando, el cuerpo
me pedía droga y me entraba tiritona. Me tocaba recurrir a los ansiolíticos
para calmar la ansiedad y no quería que me vieran en ese estado. Seguía fumando
tabaco, eso sí. Fumar mata, sea lo que sea, pero de momento me lo permitían
como mal menor ante lo que realmente querían que dejara.
Al final dije que sí, que de acuerdo, y dicha sesión mencionada es la que vengo
relatando, lector/ara.
Como bien te dije, dejé a Luna en casa con Carmen, la canguro, pero me llevé a
Lilian conmigo, y sonrío al recordarla en su cochecito porque parecía un oso de
peluche creado con varias capas de lana. Era una bolita a la que solo se le
veían los ojitos cerrados y una diminuta nariz que enrojecía con el paso de los
minutos.
De mi casa hasta la de Nacho tenía alrededor de un cuarto de hora largo, cerca
de los veinte minutos, y aunque creía que no llegaría nunca, lo conseguí.
Los chicos me habían dicho que la campaña giraba en torno al mundo de
tinieblas, con personajes lóbregos y oscuros, y que solían disfrazarse de los
que interpretaban. Yo, como aún no tenía la ficha hecha y no sabía qué clase
coger, aunque alguna idea rondaba por mi cabeza, me vestí de gótica, sin más.
Llevaba meses sin salir ni maquillarme, y la verdad es que me dio esa inyección
de adrenalina que tanto necesitaba. A mis ojos parecía bordearlos un antifaz
como el de Batgirl de lo marcados que los llevaba. Me pinté el rabillo
de cada uno en forma de cola de gato; luego, las cejas arregladas con cera a
última hora —me escocían tela marinera— y carmín rojo en los labios, pero
perfilados en negro para hacerlos destacar entre la lividez del rostro. Mi look
era completamente siniestro: camiseta oscura, escotada y transparencias, con un
sujetador negro Push Up que, aunque no me hacía falta, realzó más el volumen de
mis senos. Elegí una minifalda de cuero y lo completé todo con unas Dr. Martens
que le cogí a mí hermana sin permiso. La costumbre hizo que me pusiera cañón
sin pretenderlo, y la cagué.
(Sí).
Antes de que la cagara, alguien había cagado en mitad de la calzada (literal).
Pisé su mierda sin darme cuenta, pero como no hay mal que por bien no venga,
digamos que, dentro de lo malo, me dio suerte.
La sesión fue muy buena. ¡Increíble! Pasé un par de horas bastante divertidas,
y en verdad, aunque en ese periodo de casi dos años mi cabeza había estado en
Babia y entre las piernas de muchos tíos (de rodillas y sin esfuerzo), en el
fondo echaba de menos a mis amigos y rolear juntos. Muy en el fondo, ya que la
Jezabel de doce, trece y parte de catorce años, no era ni personita ni persona,
pero sí, tenía ganas de volver a verlos.
Eludiré la parte de la partida para no aburrirte con datos innecesarios, pero hay un punto en concreto que quiero contarte y que necesitas saber.
¿Recuerdas que hace un instante, en unas líneas anteriores, te comenté que
ponerme guapa hizo que la cagara?
Pues bien, nada más llegar a la casa de Nacho, llamé a la puerta y, al abrirme,
me topé de lleno con un recibimiento emotivo pero extraño a la vez. Me habían
avisado de que solían disfrazarse de los personajes que elegían para jugar, sí,
pero a pesar de ello, no esperaba verlos así. Todos vestían de no muertos,
tanto chicos como chicas, con capas, colmillos y hasta hilillos de sangre que
colgaban de la comisura de sus labios. Detrás de mis cuatro amigos vi una
cabeza masculina desconocida, de cabello lacio, tan negro como el betún, y que
se había untado el rostro con polvos de arroz para parecer un cadáver muy vivo.
En dicho rostro, destacaban dos estupefactos iris de color rojo que, como buen
vampiro —bien metido en su papel— querían hincar el diente a mis senos medio al
descubierto, los que había realzado por costumbre y sin darme cuenta, y que no
dejaban nada a la imaginación.
—Los vampiros deben ser invitados a pasar —me dijo Nacho—, pero en este caso seremos nosotros quiénes te invitemos a ti. Pasa, Jeza.
Enseguida me presentaron a Eric, el nuevo miembro del que no tenía constancia.
Quizá, si me hubieran avisado antes, no habría ido a la partida.
Seguía mirándome con deseo. Los demás teníamos quince años (yo recién
cumplidos) y él dieciocho. Estudiaba Bellas Artes y era el encargado de diseñar
las fichas y los escenarios de las campañas de rol. Era muy guapo, no voy a
engañarte. Sus ojos tuneados me ponían alerta (y como tonta), al igual que le
ocurría a él conmigo, ya que el hilillo de sangre que le colgaba de la comisura
de los labios se convirtió en hilo de baba de tanto mirarme las tetas. El frío
invernal había hecho de mis pezones dos balines dispuestos a dispararse, pero
en vez de pólvora, llevaban intención de polvo (a secas y a pelo).
Me nublé, lector/ara, lo hice. La herida no había hecho más que empezar a
cicatrizar y aún no llevaba ni una telilla de piel nueva que la cerrara.
Aguanté las dos horas sin beber ni fumar nada, pero no pude resistir la
tentación del volver a probar sexo.
Era mi perdición.
Por suerte para ella, la pequeña Lilian dormía en su cochecito y no vio nada de
lo que hizo la golfa de su madre con los golfos de sus amigos. Sí, ya que los
niños buenos y estudiosos que conocía de años se habían convertido en perritos
y perritas cachondos, igual o más que yo.
Nada más finalizar la partida, recuerdo ver a Bea abandonar la mesa dirección
al baño. El resto recogíamos fichas y dados cuando regresó. Traía puesta su
capa de vampiresa y sus colmillos ensangrentados, pero nada más. Sus pequeños
pero redondos pechos, blanquecinos y de areolas claras, nos apuntaban excitados
por medio de unos pezones tan gruesos y duros como canicas. Quedó con las
piernas cruzadas mientras el resto mirábamos entre sorpresa y desconcierto. Su
pubis marcaba un triángulo no homologado por la dirección general de tráfico,
pero con entrada directa hacia "peneatones" quinceañeros. Acto
seguido se encargó de abrir su "ceda el paso".
Aparte de jugar al rol, no sé qué más hicieron mis amigos durante mis años
perdidos porque ni me preguntaron ni yo a ellos, simplemente nos limitamos a
jugar la partida; ahora bien, cuando vi que Nacho se bajaba los pantalones
enseguida, y bajo sus calzoncillos blancos se le movía el perrito caliente con una macha de mayonesa rezumando por ellos, deduje que las sesiones de rol, aunque acabaran en TPK (muerte total) terminaban con final feliz.
También se quitó los calzoncillos. De peque nunca dijo que lo habían
operado de fimosis, pero pude apreciar que estaba circuncidado. La cabecita
húmeda de su pene corrió hacia las puertas de una Bea que, juguetona, mantenía
abiertas con ferviente deseo.
—Conmigo no contéis para esto —anunció Trini —. Bye.
Y se fue.
—Conmigo tampoco —añadió Carlos.
También salió de la casa.
Yo no era capaz de gestionar el momento. En mi cabeza explotó un petardo
insonoro, pero el estruendo había desperdigado todos mis pensamientos y era incapaz
de ordenarlos. Los recuerdos de, por aquel entonces mi mala vida, regresaban
diciendo que adelante, que me desnudara y disfrutase, pero también estaba Luna,
la pequeña Lilian allí presente, mi madre, el psiquiatra y...
Eric.
Lo miré. El vampiro beldado volvía a escrutarme con sus iris al rojo vivo.
Sus dieciocho años podían conmigo. No era un niño como Nacho o Carlos, ya
jugaba en otra liga distinta, y por lo que dejaba entrever mientras me comía
con los ojos, sus dieciocho no debían ser solo años, sino también centímetros.
Bajo su pantalón, un bulto gustoso se movía como minutos atrás lo hizo el de
Nacho, solo que este más grande y llamativo, y aún sin escupir.
Me giré para coger a Lilian y marcharnos, pero las manos de Eric me
agarraron de la cintura para poco a poco levantarme la minifalda y acariciar mi
sexo dulcemente. Dejé escapar un suspiro al tiempo que echaba el cuello hacia
atrás. El vampiro acercó sus labios con intención de morderme. Un besito me
provocó un cosquilleo delicioso e hizo de mi piel una capa instantánea de
granitos gélidos. La polla palpitante de Eric rozaba mi glúteo como si este
fuera un tambor y su herramienta la baqueta que debe golpearlo.
Escuchaba gemir y disfrutar a Bea y a Nacho como telón de fondo, y ello me
excitaba más.
Mucho más.
El vampirito quería chuparme, pero fui yo la que se la chupó a él.
La Jezabel del pasado dejó los pensamientos incesantes a un lado, se
alborotó y se puso de rodillas; es decir, que lo hice yo, la servidora que
escribe.
Le bajé los pantalones y los calzoncillos. Como bien había apreciado,
encontré una buena joya, gruesa y hermosa. La tomé con mi mano derecha y empecé
a succionar. Mis chupetones hacían que sus huevos golpearan mi barbilla
mientras la polla que comía me rozaba la garganta. Eric me agarró la cabeza
pidiendo más y más rápido, pero si obediencia la fiesta se acababa, y ya no era
un trueque de felación igual a droga, sino placer, puro placer. Faltaba yo por
recibirlo.
Me incorporé mientras me bajaba la minifalda y las bragas. Cogí su polla y
la acerqué a mi coño. La cabecita pelona rozó mis labios humedecidos y me morí de placer; vi que Eric se estremecía, así que aproveché para dar un salto y
ponerme a horcajadas encima de él. Se agarró el rabo, y mientras su cabeza se
perdía entre mis tetas, lo introdujo dentro de mí. Sentía cómo la longitud de
su miembro recorría mi conducto vaginal hasta el fondo, lo que me hizo gemir
como una perra en celo. Éramos cuatro adolescentes gimiendo descompasadamente,
pero nos excitaba escucharnos aunque estuviéramos en mundos diferentes. El de
tinieblas, como el juego, pasó a ser glorioso y resplandeciente. Tras
unos minutos fuera de la realidad, al son de nuestro placer en movimiento,
sentí el calor de su clímax salpicar muy dentro de mí mientras gozaba fuera
de órbita, falto de fuerzas y con una cara tan diabólica que hizo que me
corriera junto a él.
El vampiro me clavó la estaca y me dejó embarazada de Iris. Le puse ese
nombre por los ojos de su padre.
Creo —aunque debería decir que estoy segura puesto que de verdad lo siento
así— que fue esa noche cuando me hice verdaderamente adicta a los juegos de
rol, tanto, que hoy en día son mi pasatiempo favorito. Los de Iris también, por
eso, de pequeña en vez de pedirme que le leyera cuentos de hadas y de
príncipes, me los pedía de magos, hechiceros, bardos etc..., y yo, como buena
máster, improvisaba alguna historia al tuntún hasta que se dormía.
Mientras sus hermanas jugaban con muñecas, Iris lo hacía con miniaturas de Warhammer.
Hoy en día posee todo un ejército de Orcos y Elfos oscuros (sus preferidos).
Me recuerda a mí a su edad. Me ha copiado el look con el que le di a luz,
la afición y el entusiasmo por lo siniestro y las películas de terror.
El chupasangre y cometetas de su padre no volvió a ninguna sesión, y
a día de hoy, sigo sin saber por qué...
Desapareció, pero mi hija está presente.
Es la máster de un bonito grupo de jóvenes que juegan a rol, y también
diseña las fichas y los escenarios; además, por casualidades que tiene la vida,
juegan vampiro, no D&D...
Ha terminado Bellas Artes y quiere montar su propio local de tatuajes.
Tiene varios tattoos por el cuerpo, y dibuja fenomenal, así que será muy
buena tatuadora.
Seguro que sí, mi vida.
¡Mucha mierda, pequeña! Pisé una y naciste tú. Pisa la tuya y cómete el
mundo (pero cuidado con los chupasangres y lo que te hincan).
Dedicado con cariño a todas las góticas del mundo
Jezabel Losada







