jueves, 2 de octubre de 2025

Las hijas de Jezabel: Capítulo 5- V3 (+18)

 

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Llevaba un año sin saber nada de mis padres ni de mis hermanos. Como bien te dije, papá ni siquiera se despidió de mí; mamá me firmó el consentimiento para el viaje a Turquía y hasta ahí, nada más. Como el psiquiatra pasó a ser cosa mía se despreocupó por completo. En otoño de 1998, un año después, no sabía si tendrían constancia del nacimiento de Sherezade. Tal vez sí, de oídas o porque aunque no me hablasen, igual le preguntaban a alguien para saber de mí; o quizá, no era más que la ilusión de una cría de dieciséis años abandonada por sus progenitores que mantiene viva la esperanza de ser querida desde lejos. En aquellos momentos podía elucubrar, entretejer pensamientos para crear mis propias conjeturas e hipótesis de lo que solo ellos sabían, no yo. Lo que sí sabía, y sé, es lo mucho que me acordaba de cada uno, y también lo que les echaba de menos (eso sí lo sé, de sobra). De la Jezabel de trece años que quedó embarazada por primera vez a la que había dado a luz a su cuarta hija no solo había una diferencia de casi cuatro años, sino una madurez cada vez más sólida, en continuo avance y sin retorno. Seguía fumando cigarrillos pero de la hierba ni me acordaba, tomaba refresco de cola en vez de cerveza y pasaba la gran parte del tiempo junto a mis hijas, no por ahí de fiesta y medio de puta de intercambio. La adicción al sexo no podía controlarla, eso era cierto, pero de un día para otro me había visto sola, con quince años por aquel entonces, en una casa heredada para mí y para mis tres hijas, desamparada en afecto por mi familia de sangre y los bolsillos a rebosar de billetes de 10.000 ptas. ¿Cómo gestiona una adolescente algo así? ¿Existe alguna manera de acertar, de caminar sin tambalearse ni caerse en ningún hoyo?

Ahora, mientras escribo para ti, me es imposible creer que haya llegado hasta el final yo sola, y es que hablo de una cría que estuvo a punto de matarse a base de droga, de alcohol y de hacer de mujer de compañía cuando no era más que una niña, una menor como las hijas que empecé a tener sin ningún tipo de conocimiento. Cuando estas últimas dormían me ponía a llorar desconsoladamente, todas las noches, con un cigarrillo humeando entre mis dedos mientras la cabeza elaboraba decisiones cuan parlamento cerebral en una adolescente con evolución a adulta.

Mamá...

Papá...

«Llanto le dijo a Tristeza que la culpable fue Soledad»,

y era cierto. Lo único bueno para las niñas es que no se enteraban de lo que sufría.

La casa familiar me traía demasiados recuerdos y el barrio era una auténtica tortura. Seguían las pintadas, los comentarios (con dieciséis años y la cabeza más amueblada sí me importaban), las burlas al verme por la calle con cuatro hijas, y más aún, cuando una de ellas tenía sangre turca. Mi barrio de finales de los noventa fue construido durante la posguerra, y ahí se quedaron sus habitantes (como la Castilla la Vieja del Siglo XXI, comunidad autónoma de las Españas por la gracia de Dios...).

En la provincia de Valladolid, a once kilómetros de donde vivíamos, construyeron unos chalés muy elegantes en un pueblo llamado «Arroyo lo Recomienda». Era justo lo que necesitaba para sentirme cómoda del todo, no a la mitad. Me enamoré de un adosado de dos plantas, con sótano, garaje, piscina, dos cuartos de baño y cinco dormitorios. La fortuna que papá me entregó para comprar droga (según él) me sirvió para dejarlo todo atrás y hacer borrón y cuenta nueva, así que cogí a las peques, unas cuantas maletas y nos mudamos allí. Hoy en día es la casa donde resido junto a varias de mis hijas (la mayoría ya se han independizado). Tuvo y aún tiene unas vistas maravillosas. Me sentí arropada por la propia naturaleza nada más llegar. «No estás sola, déjate querer por el curso de la vida», parecía decirme. Todas las mañanas, los rayos de sol apuntaban indefensos hacia el cristal de mi ventana para darme los buenos días. Los pajarillos trillaban al amanecer con un batir de alas enérgico, como si les entusiasmara volver a verme. De vez en cuando, un conejito salía de entre los matorrales para echar una carrera veloz, lo más rápido posible en busca de refugio. Más tarde, ya con los años, Lilian lo bautizaría como "conejito blanco" pese a ser grisáceo, pero todo porque siempre lo veía correr a prisa como el de Alicia en el país de las maravillas. Desde mi habitación veía una cancha de pádel donde todas las tardes, de 17:00 a 18:00, un grupo de jóvenes jugaba con sana rivalidad. A lo lejos, una nave de telecomunicaciones se antojaba en el centro del pueblo como presidenta del lugar. Muchas noches, enfrascada en mis lecturas —además de friki soy lectora voraz, aunque no se relacione con mi personalidad—, sobre todo las novelas de «Cervantes», descansaba la vista y, al igual que hacía en casa de mis padres cuando pasaba horas nocturnas mirando por la ventana, en este caso observaba dicha nave. A esas horas no había trabajadores, pero la energía de ellos se concentraba de tal forma que parecía llegar a mí como regalo de buenas noches.

Gracias…

Unos cuantos años después abrieron una guardería nada más salir de casa, y me vino fenomenal para varias de mis hijas, pero como ya sabes, te contaré a su debido tiempo. Ahora, mientras escribo, recuerdo haber terminado la mudanza y ver a Lilian jugando con uno de mis cartuchos de la Mega Drive, solo que, en vez de ponerlo en la consola, lo golpeaba contra el suelo con una fuerza que, para tener dos años, lo hizo cachos. Era Street of Rage, un juego de peleas callejeras con jefe final en cada una de sus ocho pantallas. Lo tenía conmigo desde los siete u ocho años, y aunque lo jugué en infinidad de ocasiones y repartí hostias a diestro y siniestro, mi segunda hija le dio un castañazo mortal, batiendo mi récord y dejando su recuerdo para la historia...

—¡Ma! —gritó con los brazos en alto. Sus horondos mofletes eran tan gorditos que parecía haberse comido parte del cartucho.

—Ma, ma, ¡ma! —me burlé yendo hacia ella—. Ay, Lily, ¡por Dios! —La cogí en brazos—. Me lo has roto, cariño.

—¡Ma! —Colocó sus manitas en mi cara de un golpe como si quisiera aplaudir en ella.

Ese día me acompañaba Trini. Bea y Nacho empezaron a salir a raíz de su primer polvo (el que echaron en mi presencia mientras yo echaba otro con el vampirito), y andaban dale que te pego día y noche. Fueron a Escocia a celebrar su primer año juntos, y no me extrañaría nada que regresaran escocidos... Carlos había empezado bachillerato, así que cada vez nos reuníamos menos para jugar al rol. Alguna vez Trini venía a casa y jugamos con las Magic. La tarde en que Lilian me rompió el cartucho gané yo. Teníamos dos mazos de Urza (de las mejores sagas de Magic en sus treinta años de historia hasta el momento) recién salidos del horno. Haré un breve resumen para no aburrirte con datos innecesarios, pero según yo, me había construido el mejor con el que culminar a mi rival en apenas unos turnos. Tenía la carta «Exploración» que me daba la ventaja de usar una tierra adicional en cada turno, por lo que enseguida había bajado un montón de ellas al campo de batalla; inflé a «Karn, el Golem de plata», con un marcador de 4/8 (4 de fuerza y 8 de resistencia), y en tres o cuatro turnos, si no recuerdo mal, Trini quedó K.O. Cuando me vio aparecer con el cartucho hecho añicos en mi mano, sabiendo además que se trataba de mi favorito desde que de pequeñas nos mirábamos bajo las bragas en busca de quien tenía la raja de la hucha más amplia para que le entrara más dinero, quedó igual de blanca que un A4 sin impresión.

—Se ha cargado a los buenos y a los malos, tía... —comenté a punto de echarme a llorar.

Poco después me compré la primera Play Station, con la que mis hijas y yo jugamos cerca de tres años seguidos. Luna y Lilian la cuidaron como oro en paño, pero Iris, una tarde (una dichosa tarde) le dio por extraer a la fuerza el lector de discos para utilizarlo como abalorio en un mural artístico...

Definitivamente tenía que haber hecho caso a mi primer pensamiento (ese que según dicen es el que más vale) cuando mamá me preguntó por mi regalo de comunión:

«—Jezabel, ¿quieres una consola como tus hermanos?

—Quiero un consolador...»

Tenerlo me habría ahorrado disgustos en todos los sentidos...

 

                                                          

                  2

 

A diferencia del resto de mujeres, yo, en vez de árbol genealógico lo tengo ginecológico (sí). Todas las de la familia, sin excepción, hemos pasado por consulta de ginecología a temprana edad (una servidora cada vez que puede). Salvador, mi tocólogo, tiene unos dedos prodigiosos. Los sube y baja como notas musicales que cobran vida al son de la melodía, la que este —en mi caso, y seguramente en el de tantas otras—, termina siempre en Do mayor (o de pecho). Acudir a su consulta es vibrar en estado puro. Te hace vivir fantasías dentro de la realidad, como si el goce recorriera tu cuerpo rejuveneciendo tus años de vida, y de ahí que lo llame “árbol  ginecológico”, porque entras marchita y sales totalmente renovada. Salvador es «Baobab», el árbol de la vida...

Dos meses después de dar a luz a Sherezade acudí a su consulta para revisarme. Llevaba meses sin tomar ansiolíticos, y dio la casualidad de que no lo hacía desde la mudanza. Realmente el cambio fue positivo y me encontraba fenomenal.

—Está todo bien, Jezabel —me dijo Salvador.

Se quitó los guantes y, mientras me vestía, lo vi con lo que parecía ser un teléfono inalámbrico, pero no, resulta que era un móvil. Por aquél entonces solo había oído hablar de ellos, con lo cual, ese era el primero que veía. Algo vasto, regordete, en forma de compresa y con una antena curiosa. Llevaba una batería del tamaño de un cartucho de impresora moderna, y hasta tenía la opción de funcionar a pilas. Me sorprendí al verlo teclear (ya te he dicho que tiene unos dedos de otro mundo), porque parecía escribir, no marcar números. Acto seguido me explicó lo que era y sigue siendo un SMS, algo olvidado para los tiempos que corren pero que aún perdura en dosis de 0,20 cent. Al ver que lo miraba medio atontada, y no por gusto aunque se tratara de un hombre, esbozó una sonrisa antes de decir:

—¿Qué miras así? —Rio.

—Nada, es que es el primer teléfono móvil que veo de cerca —respondí todavía medio ojiplática.

—Pues sí que es raro en ti. —Ahora era el doctor quien, ceñudo, mostraba gesto de extrañeza—. Con lo que estás al día en todo esto, o al menos en las maquinitas esas con las que jugáis los jóvenes. —Cierto, y de hecho llevaba la Game Boy (o Girl, en mi caso) en el bolso para jugar Pokémon serie azul de vuelta a casa.

—Sí, pero fíjate que hasta ahora los móviles no me han llamado la atención —aseguré.

—Es novedad, algo en proyecto —comentó él —; aún en pañales, pero no estaría de más que te compraras uno, así podría contactar contigo más rápido que por el fijo cuando tenga que darte algún resultado o surja cualquier cambio de cita.

Lo medité. No entraba dentro de mis planes, pero bueno, por probar...

 


    3

 

Un teléfono móvil de aquellos años costaba el doble que una depilación de chocho, es decir, cerca de 10.000 u 11.000 ptas., pero duraba un montón de años y no como los de ahora, que son más caros, tienen de todo y no valen para nada...

Le hice caso y me acerqué al centro comercial. Cuando iba de compras me preocupaba más de que Luna y Lilian no se cayeran del carro que de lo que había por allí (a excepción de los alimentos, claro); sin embargo, quería sonarme un puesto de telefonía, no sé por qué, pero algo me decía que sí, que había uno. Efectivamente, casi al final del recinto, pegando a la puerta de salida, un muchacho guapito, de piel muy clara y nariz larga (vamos bien, es un código secreto entre mujeres que nunca falla), vendía teléfonos móviles de, al parecer, dos clases distintas.

Cambié en décimas de segundo. Quería informarme sobre un teléfono móvil, pero ya había visto a un chico y empezaba a no ser persona.

Jezabel, no empieces, que llevas muy buena temporada. Vienes a comprar un móvil, no a ver chicos ni a hacer nada con ellos.

Por primera vez en mi vida me esforcé para hacerle caso a mi cabeza y miré alrededor en busca de alguna chica que pudiera atenderme; tal vez un chico más feo que pegar a un padre con un calcetín sudado y no me pusiera cachonda en absoluto, pero no, solo estaba él.  

Mierda...

Me acerqué. Iba sola —por desgracia según mi conciencia y acierto según mi adicción— las peques jugaban en casa con la canguro.

Nada más verme delante del mostrador esbozó una sonrisa. Acto seguido me dijo:

—¡Muy buenas! ¿Puedo ayudarte en algo?

No me sonrías así... ¡No, joder! Trabajas cara al público, así que tienes que ser borde y cortante. No seas majo porque me jodes y querré que me jodas de verdad...

Me hallaba algo lejos del mostrador, no tan cerca como para pedirle algo, pero él ya daba por hecho que me había llamado la atención. No sé si algún teléfono o él mismo, pero como buen comercial, me atrapó (su cara y su cuerpo, su labia aún estaba por ver).

Eché un vistazo a los teléfonos de exposición. Con la cabeza gacha, evitando cualquier tipo de mirada que desviara de lo que realmente quería, le dije:

—Busco un teléfono móvil... —Lo anuncié con muy pocas ganas, con la vista en los teléfonos pero la mente pensando en él. Empezaba mi recreación personal; los dos, desnudos, en mi cama...

Sexo, sexo... ¡Oh, sí!

—Claro —contestó—. ¿Te gusta grande? —Ahí sí lo miré. Creo que como si tuviera algo de peso en la cabeza y me constara levantarla. Me había roto en dos.

¿¿Que si me gusta grande?? Esa pregunta es obvia, ¡y no se le hace a una mujer!

Abrí la boca, y porque tomó vida propia y quiso desencajarse como una trampilla. Mis ojos debían de mirarlo dentro de un rostro acalorado sin forma de salir de esa situación. Eché una rápida mirada a su paquete por medio de un ligero parpadeo. Mi mente enferma elaboró su pregunta a mi antojo.

—¿Perdón? —pregunté, y debí de hacerlo con los párpados bajados y entre medias de una ligera sonrisa, esa breve y espontánea que las chicas parecemos escupir cuando nos ponemos nerviosas.

—El móvil... Que cómo lo quieres —se explicó.

El móvil, Jezabel. ¡Claro!

—Aaah... —Con la pregunta anterior aún no me había ruborizado del todo. Después de la aclaración de él, sí, como un tomate.

Uno chirri, como lo llamas tú. Tomate “chirri”.

—Te mostraré modelos para ayudarte. —Y me ayudó en ambos sentidos: con los modelos de móviles y rompiendo el hielo ante una situación totalmente vergonzosa. Quería morirme.

Sacó dos modelos, los únicos que tenía en stock (tampoco había gran variedad por aquellos años). Uno era Alcatel y el otro Nokia. Empezó a explicarme lo que hacía cada uno, y al igual que me ocurrió en el viaje a Estambul dentro del Gran Bazar, me parecía oírle hablar en chino, solo que a los turcos por no entender su idioma y a este chico porque no le prestaba atención a él, sino a su cuerpo y el cómo mi mente lo desnudaba a imagen y semejanza.

Sí, semejanza, por favor. Esa nariz no falla.

Lo imaginaba sin ropa, sin esa camiseta ceñida a su torso y manejándome de un lado a otro con sus brazos musculados; quería ver si se le marcaba la línea que baja desde las abdominales inferiores hasta casi el miembro viril. ¡Eso me pone como tonta desde que tengo uso de razón! ¡¿No te pasa lo mismo?! Por favor... ¡Es para volverse loca!

Sacudí la cabeza, me pasé las manos por el rostro y, intentando dejar la mente en blanco, le dije:

—Este —señalé el Alcatel por ser el más parecido al de Salvador.

—Perfecto —convino—. Ahora necesitas compañía. —Mi cara se desencajó por segunda vez consecutiva. Los pensamientos me golpeaban la mente mientras el calor interno recorría mi cuerpo entre recreaciones placenteras.

—Co... ¿Cómo? —Una vez más el mismo gesto y misma risa tonta. No tengo repertorio, lector/ara. Era y soy chica fácil y simple, ya está.

Quiere activarte la cobertura, Jezabel, me dijo el minidiablillo picante de mi interior. Imagínate que mueve los dedos como Salvador, y esa nariz... Blanco y en vasija, lefa de la pija. Lo tienes a huevo y los de él a punto de quedar vacíos.

—La compañía telefónica —Rio—, que cuál quieres. —Debía de pensar que yo era imbécil, y eso siempre tiene su pro y su contra dependiendo del interés que el chico tenga en una.

Debí ruborizarme de nuevo con un tono similar al de una granada.

¡Qué vergüenza!

—Ah, ya... —solté. Quería agachar la vista todo lo posible. Estuve por ponerme gafas de sol en pleno recinto.

Al principio solo había tres operadoras: Tele Star, Artel y Ameno. Los tonos de llamada de Tele Star eran de música clasica, los de Artel de tristeza (qué pena de compañía) y los de Ameno de Jazz.

—¿Cuál prefieres?

Mientras el chico me los mostraba sentí una especie de pálpito, como una corazonada sin explicación ninguna y que no entendía, pero el instinto femenino nunca falla y hay que hacerle caso, así que dije:

—Me gusta el Jazz. Te lo compro.

Y salí de allí con móvil y doble compañía: la del teléfono y la del chico.



                                                            4

  Me llevó a su casa.


    En el coche, durante el viaje, ambos movimos la palanca: él para cambiar de marcha y yo subiendo y bajando la suya para hacer de ella un embrague pisado a fondo (y no me equivoqué con el código secreto: cuando una mujer pone el ojo le entra la bala).

    Mis preliminares hacia él durante el camino convirtieron a mi coño en fiesta aguada, nada que ver con que nos aguaran la fiesta. De haber ido a mi casa, tal vez las niñas sí, pero en la suya nada podía fallar (solo se podía follar).

    Entramos directos hacia el dormitorio, así que no me preguntes cómo eran el resto de habitaciones porque tengo un recuerdo bastante vago. Quiere sonarme algún que otro ladrido, y muy suave, ya que toda mi atención se centraba en la fiera que me llevaba en volandas y a la que deseaba escuchar rugir.

    La penumbra del cuarto envolvía nuestra intimidad al descubierto. La persiana, bajada pero no del todo, dejaba a la vista varias aberturas como hechas con disparos de bala. Tenues rayos de sol se colaban por ellos alumbrando parte de nuestras sombras en la pared; David, que así se llamaba, me arrancó la camiseta de forma animalesca y se inclinó sobre mi cuerpo con la avidez de quien no admite distancia. Me agarró por la cintura con fuerza pegándome a su cuerpo. Sentía la dureza de su excitación sin reparo ni disimulo. Besuqueaba mi canalillo a punto de reventar entre dos senos elevados y oprimidos por las copas del sujetador. Me lo desabroché mientras él jugaba con ellos. Los presenté al descubierto a lo que parecía ser un bebé con ganas de chuparlos para alimentarse. Hasta el momento, jamás había visto a un chico tan excitado con ellos, ni siquiera al bollero que me preñó por primera vez. Los hacía de todo sin que yo tuviera tiempo para nada. Nuestras bocas se encontraron con violencia, reclamando, devorándonos con cada beso. Nos mordíamos los labios con tanto ímpetu que hasta había roce de dolor. Recorría mi cuello provocándome una sensación tan cosquilleante que mi suspiro llenó la habitación con un temblor eléctrico. Sentía el jadear de su aliento recorriendo mi boca y mis senos. Metió la mano dentro de mis bragas mientras me comía las tetas. Sus dedos rozaron mi sexo mojado, pero no se conformaban con eso: exploraban, reclamaban territorios a los que yo cedía con hambre canina, con el ferviente deseo de tener su pene dentro de mí. David parecía acariciar buscando respuestas, y lo que obtuvo fue un gemido grave que se perdió entre sus labios.

        Me empujó contra la cama. Desnudó su sexo con temblor y rapidez para embestirme salvajemente. El primer empuje fue brusco y profundo. Me arrancó un grito ahogado que acalló con un beso intermedio pero sin dejar de moverse dentro de mí. Su polla se antojaba como la batuta que dirige una orquesta y sus embestidas y el crujir de la cama el coro alegre de una ópera titulada: “Éxtasis, placer absoluto”.

            Perdí la noción del tiempo una vez que lo abracé con mis piernas en ayuda de apremiarlo a ir más hondo, más rápido, a que no parase e hiciera que los colores que veía y dejaban constancia de ello con mis uñas en su espalda aún no fueran suficientes; necesitaba más,

jadear,

gritar.

¡Correrme! 

Juntos hasta el final, por ello, nuestro orgasmo fue recíproco. Una sacudida dentro de la tensión y rigidez de nuestros cuerpos, una ola de asfixia placentera que parecía borrar nuestra existencia y llevarnos al lugar donde el goce no tiene límites ni fecha de caducidad.

Pero terminó, sí. Lo bueno, por desgracia, termina siempre.    

Nueve meses después de este encuentro nació Vicky. Mi bisabuela y mi abuela se llamaron Victoria, así que mi hija era Victoria tercera. Para abreviarlo, sus hermanas y yo nos dirigimos a ella como «V3». Esta, precisamente, fue la que me rompió el móvil que dio originen a su nacimiento. Me prometí no dejarle nunca más que tocara ninguno de los posteriores, pero fui incapaz de cumplir mi promesa. Desde bien pequeña jugaba con los rotos. Tenía largas conversaciones con personajes de dibujos animados y algún que otro actor que le gustaba según iba creciendo. De entre todas mis hijas, Vicky fue la que más jugó con los teléfonos, mucho más que con las muñecas.

Su padre dejó de trabajar en el centro comercial y desapareció, pero mi hija está aquí presente.

Hace seis meses, poco después de que Sherezade empezara a buscar local para impartir clases, Vicky quiso formarse como teleoperadora en la nave de telecomunicaciones que tanto observo día y noche. Hizo un pequeño cursillo de seis  horas y enseguida empezó a trabajar como comercial, ya sabes, una de esas pesadas que llama a la hora de la siesta ofreciendo mejores tarifas. Yo la tuve de mamadas ilimitadas totalmente gratuitas y sin permanencia; ella no, es una chica formal y muy competente, tanto, que la semana pasada entró en casa dando saltos de alegría.

Me sorprendí al verla tan contenta, y no porque de por sí sea una niña triste, todo lo contrario, sino porque la adrenalina con la que llegaba no era normal. Indicaba algo bueno pero con lo que me tenía en ascuas.

—¡Mamá, voy a ser coordinadora!!

¿¿Cómo?? ¡¿Mi pequeña siendo jefa de sala?! No podía creerlo, ¡la primera hija en tener un cargo!

No sé exactamente el tiempo que estuvimos abrazadas, pero fue muchísimo. Era como si para Vicky no hubiera nada más importante en la vida que tener ese puesto de trabajo, sentirse bien y ayudar a sus compañeros en todo lo posible. Tenía que trabajar de pie, eso sí, y durante el abrazo, de todo lo bonito que me venía a la cabeza, me pregunté: ¿Pero quién a parte de mi hija querría trabajar de pie? Yo, por ejemplo, he sido siempre más de estar sentada. Estar de pie es de gente importante, y su madre no llega a tanto...

Ella sí. Me daba mucho miedo que solo durara dos días, pero no, le va todo genial y está supercontenta.

Su novio trabaja de comercial para otra empresa. Se llama Vicente Pascual Tejada, pero cariñosamente lo llamamos «VPT». De momento solo le he visto en fotos, y la verdad es que es monín. Carita guapa, pelo rapado y..., nariz larga.

Cómo se nota que «V3» es hija mía...

 

 

Dedicado con cariño a todas las coordinadoras del mundo (en especial a la mía).

 

Jezabel Losada

 

 


















 

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