Las voces del
barrio se antojaban distintas con la salida del sol. Por mi ventana
entreabierta, el viento matutino de septiembre soplaba sobre mi rostro todas
las mañanas a modo de despertador, pero este día en concreto, el extraño
jolgorio se colaba en mi dormitorio cobrando protagonismo. Tan aturdida como
desconcertada, seguramente con esa cara de asesina con la que despierta alguien
a quien interrumpen el sueño antes de lo habitual, bajé las piernas y quedé
sentada en la orilla de la cama. Necesitaba agachar la cabeza, frotar mis
sienes con los párpados bajados y maravillarme gracias a la felicidad que
provoca el silencio; pero no, varios martillazos interrumpieron mi corta e
improvisada meditación como si los hubiera recibido dentro de los tímpanos.
Parecía que los causantes del alboroto hubieran cogido los yunques de mis oídos
en vez de unos de hierro y martillearan con imperiosa necesidad de hacerme
daño.
—Joder, de verdad... —mascullé dirección a la ventana. Recuerdo abrazar mis
brazos desnudos cuando recibí la bocanada de frescor que entraba en el
dormitorio—. Qué frío, por Dios...—Cogí la bata de estar por casa. No quería
constiparme.
Miré. En la esplanada del pueblo, justo a los laterales de la nave de
telecomunicaciones, un grupo de entre ocho a diez personas de etnia gitana
montaban carruseles, casetas y lo que parecía ser el tablón de un escenario.
—Las fiestas del pueblo, es verdad —me dije—. Son este fin de semana. Lo había olvidado por completo.
—¡Sácala de abajo, niño! —escuché gritar a un varón, bastante corpulento y muy moreno, tanto de cabello como de piel. Su barba era rala y poblada. Vestía de negro en conjunto de camisa y pantalón—. Cristo bendito y misericordioso... ¡De abajo, hombre! Jesús....
Los dejé que siguieran a lo suyo, cerré la ventana y me di la vuelta con intención de dormir otro poco, pero la puerta del dormitorio se abrió de par en par.
—Sherezade, mi vida, vuelve a la cama —le dije. Delante de mí tenía a una niña mitad turca mitad española, guapísima, con mi cara a su edad y los preciosos ojos de su padre, pero se presentaba cuan zombi en una película de serie B.
—Hay muchos gritos, mamá .—Se estiró. Su pijama rosa con corazones de Bulma clásica se contrajo para dejar al aire su tripita. Cuando le vi la cara una vez más, me asusté. No estaba fea (eso era imposible), pero no parecía mi hija.
—Lo sé, cariño —respondí—. A mí también me han despertado, pero aún pode...
—¿Quiénes son? —me interrumpió. Sus brazos colgaban como si de la noche a la mañana fuese Quasimoda, la jorobada de «Arroyo lo Recomienda».
—Ven, mira —Di unos cuantos golpecitos en el colchón para que se acercara a la cama. Lo hizo—. Eso es. ¿Cuánto hace que no duermes con mamá? —pregunté al mismo tiempo que la abrazaba.
—Desde que era pequeña —respondió bostezando.
—Claro, había olvidado que ya tienes cinco años y eres muy mayor...
—respondí con ironía, pero ella no lo entendió.
—¿Quiénes son, mami? —insistió—. Tengo mucho sueñito... —Se acurrucó encima
de mí.
—Son feriantes, cariño.
—¿Feriantes? —Quedó sorprendida.
—Ajá. Personas que se ganan la vida yendo de un lado para otro cuando hay
fiestas —le expliqué—. Vienen con atracciones para que podamos montarnos en los
caballitos, en la noria, en los coches de choque...
Iris abrió la puerta.
—¡¡Vengan a por sus churros!! ¡Baratos, ricos y calentitos!
La lejana voz del churrero se coló en nuestra conversación.
—¿Tampoco puedes dormir? —le pregunté a Iris. Negó con la cabeza. Tenía el
mismo semblante que su hermana pequeña: ambas lívidas, con ojos pesarosos. Ninguna
dejaba de bostezar. Se las veía despiertas pero ajenas a la realidad.
—Vaya... —exclamé—. A ver si va a ser algo contagioso, ¿eh? —añadí
desconcertada. Se miraron. Algo se cocía a mis espaldas.
—Es que... —Iris volvió a mirar a su hermana, quien agachó la cabeza al
instante. Miré a ambas con gesto de enfado. El que alguien me tenga en ascuas
es algo que no soporto ni he soportado nunca, y menos si lo hacen mis hijas.
—¿Qué pasa? —pregunté muy seria—. Niñas, no me hagáis enfadar —enfaticé con
el rostro mucho más serio.
—No hemos dormido nada, mamá —espetó Iris, la que también agachó la mirada.
—¿Por? —Ninguna de las dos decía nada, solo se miraban para acto seguido
bajar la vista—. Me estáis poniendo... —Me incorporé. Me mordí los labios con
los brazos en jarras. Después me coloqué el cabello, gesto típico de mis
nervios (en todos los sentidos).
—Si te lo decimos te enfadarás, mamá —aseguró Sherezade.
—¡Ya estoy enfadada! —grité—. ¡Sabéis que no me gusta que me tomen por
tonta!
—¡¡Mamita!! ¿Me compras un churro? —preguntó V3 a gritos. Entraba como un
toro de Miura para abrazarme y besarme.
—¡Cariño, no es el momento! —grité—. ¿No ves que estoy hablando con tus
hermanas? ¿Desde cuándo se entra así en la habitación? —Se miraron entre las
tres.
—¿Estás enfadada, mami? —preguntó V3 con carita de pena, como con miedo.
—¡Sí! —La peque dio un respingo—. Estoy muy enfada con tus hermanas, y
todavía no sé qué es lo que han hecho, así que cuando quieran hablar y
decírmelo, será mucho peor. —Vicky quiso escabullirse como diciendo: “Allá
ellas. Yo me piro” —. ¡Eh, eh, quieta ahí, V3! —vociferé.
—Pero yo no he he...
—¡Me da igual! ¡Ven aquí! —La niña agachó la cabeza y se colocó a mi lado—.
Vosotras dos, o me decís de una santísima vez qué hicisteis anoche para tener
esas caras de sueño, o este fin de semana no habrá fiestas para ninguna de las
tres, ¡ni tampoco consola! ¡Castigadas!
—¡Jo, mami, yo no he...!
—¡He dicho las tres! —interrumpí a Vicky—. Y sé que es injusto, así que
todo depende de tus hermanas. —Miré a Iris y a Sherezade completamente
malhumorada.
—¡Jo, tatas, decidle a mamá! —suplicó V3—. No quiero que me castigue. —Empezó
a llorar. Se me rompía el alma, tanto o más que cuando la vi con la nariz
taponada por no haber estado a la altura como madre. La niña tenía razón: ella
no había hecho nada, pero la necesitaba como comodín para que cantaran las dos
traviesas.
—¿Y bien? —apremié a las causantes del alboroto.
—Estuvimos jugando con la PS One, mamá —dijo Iris con la cabeza gacha.
Sherezade me miró instantes previos a imitar a su hermana.
—Qué bonito, ¿no? —pregunté—. Mamá os deja jugar todas las tardes después
de hacer los deberes, y ayer, por ser viernes, mucho más. Sabéis que os tengo
prohibido jugar de noche y a escondidas, pero vais y lo hacéis como completas
desobedientes.
»Os quedaréis en casa todo el fin de semana, sin fiestas. Y nada de
consola, por supuesto.
—¡Jo, mami, sin fiestas no! —suplicó Sherezade.
—Haberlo pensado antes de desobedecer a mamá —contesté—. Conoces de sobra
mis normas.
—Mamita... —Miré. Era V3. Su cara era un baño de lágrimas—. ¿Yo también
estoy castigada? —Hipó.
—No, cariño. Tú no.
—Gracias, mamá. —Me abrazó.
—Vosotras, a vuestra habitación —ordené—. Ahora iré a hablaros del castigo.
Cabizbajas, llorando pero sin mediar palabra, abandonaron mi dormitorio.
—¡¡Vengan por sus churricos!! Mire, señora, que es usted lo más bonito que tendrá este día. Fíjese qué churros, ¡mire cómo crujen de lo buenos y baratos que son! ¡Compre un churro, señora, anda! ¿Qué tanto pensar? Venga.
Otra vez la voz anunciando el desayuno…
—Ay... Olvidé lo de los churros, mi vida —le dije a V3—. ¿De verdad los
quieres para desayunar? —Asintió con la cabeza—. ¿Con chocolate?
—¡¡Síiii!! —gritó entusiasmada.
—Hablo con las tatas y nos acercamos a por unos churros, ¿vale?
—¡Vale, mamita! ¡Grachiasss!
—De nada, mi amor. —Le di un beso bastante sonoro antes de dirigirnos a la
habitación donde Iris y Sherezade esperaban su castigo.
2
Durante el
embarazo de Leia y Padme, poco después de que el monitor del gym me tratara
como una guarra y mentirosa, Adolfo (mi psiquiatra) respondió a mis mensajes y
me dio cita.
—Perdóname, Jezabel —se disculpó—; efectivamente, me hallaba de vacaciones
de verano, por lo tanto, vi tus mensajes ayer. —Ayer significaba mes y medio
después de mis llamadas—. Lamento mucho que te encuentres mal. Cuéntame, ¿qué
ha sucedido o te sucede?
—Tengo miedo —respondí, directa y sin titubeos. Mi mayor problema era el
miedo: miedo a recaer en la adicción, miedo a no ser la buena madre que
empezaba a ser, miedo a perder el control de mí misma... Miedo.
—Sigue —me apremió. Sus ojos, al contrario de los que acostumbraba a ver
cuando me miraban los hombres de la calle, me escrutaban con minucioso detalle,
pero nada que ver con atracción sexual; era una mirada profesional, competente.
Técnica de psiquiatra experimentado.
—Como ya te dije en el mensaje de voz, no llevo una buena temporada.
—Sí —confirmó—. Cuéntame. —Me mordía los labios. Tenía la cabeza gacha y la
vista fija en el rincón derecho del despacho; es decir, en un mundo aparte.
Dentro de la consulta estaba mi cuerpo, no mi mente. Esta, peleaba consigo
misma por elaborar y proyectar la imagen idónea para mi narración.
—Creo que... —Entrelazaba los dedos. Parecía echar un pulso chino con los
pulgares. Mis pulseras copiaban el sonido de maracas o sonajeros mientras las
manos temblaban—. Me da mucho miedo recaer —Le miré. Quizá porque realmente el
propio miedo me incitaba a contárselo todo, a cantar como una presa arrepentida
de lo que había hecho, o tal vez porque él era el único que podía ayudarme.
—¿Has vuelto a beber alcohol? —me preguntó.
—No.
—¿Drogas?
—No, nada de eso —respondí. Crucé las piernas. En este caso sería de las
pocas veces que no terminaría con ellas abiertas de par en par. Movía los dedos
con mayor inquietud; sudaba, y lo que al principio era un temblor de manos,
terminó por acentuarse en el resto del cuerpo. Me ahuequé la melena antes de
lagrimear. Sentía inmensas ganas de romper en llanto.
—¿Qué ocurre, Jezabel?
Tragué saliva dolorosa antes de volver a colocarme el cabello, agachar la
cabeza de nuevo, suspirar y decir:
—Estoy abusando de los ansiolíticos. —Nada más soltarlo, como si llevara
una carga pesada que necesitara expulsar de una vez por todas, levanté la
cabeza y le miré. Dos lágrimas me acompañaron dejando un reguero húmedo y
salado por mi rostro. Una de ellas se detuvo en mi labio superior como si este
fuera una cornisa y ella una gota de lluvia que toma un descanso antes de caer
al vacío, estamparse y morir.
—¿Cuánto, Jezabel? —me preguntó tomando nota.
—Según tu dosis prescrita, después de acabar con el síndrome de abstinencia
bajó a dos comprimidos de Diazepam de 10mg: uno por la mañana y otro por la
noche.
—Efectivamente —aseguró.
—He llegado a tomar hasta seis al día combinados con Lorazepam de 2mg...
—Agaché la cabeza nada más confesar. Me sentía avergonzada, pero también libre.
La carga que llevaba soportando mes y medio atrás hizo que mi alma se
desinflara como un globo que explota cuando no le cabe más aire en su interior.
—Eso no puede ser, Jezabel. —El doctor me miraba fijamente.
—Lo sé. —Rompí a llorar—. Tienes que ayudarme. —Cada lágrima representaba a una de mis hijas.
—Reconocer el problema es el primer paso —empezó diciéndome—, así que
estate tranquila. Te ajustaré la medicación en una dosis alta pero razonable, y
ya verás como todo sale bien. ¿De acuerdo? —Asentí con la cabeza—. Aquí tienes.
—Me extendió la receta—. Si en algún momento tomas más de lo prescrito,
llámame.
—Muy bien.
Salí de allí con una receta de 40mg de Diazepam al día, pero sin comentarle
nada de mi nuevo embarazo ni de mi adición mayor: la sexual.
El día que te relato, de camino a la habitación de las niñas, sentía la
imperiosa necesidad de tomar un Diazepam de más (uno de rescate, como años
después, mi hija Sonia, doctora Mir de tercer año, me dijo que se le llama a un
analgésico fuera de la dosis diaria), pero no podía cometer un error así. Era
consciente de mi problema y quería curarme, de ahí el haber pedido ayuda al
psiquiatra. Me había ajustado una dosis lo suficientemente alta como para estar
tranquila día a día, relajada y sin ansiedad. Cualquier comprimido por encima
de ella sería automedicación (adición), y por muy mucho que las niñas acabaran
de sacarme de mis casillas, no podía abusar de ellos para calmarme.
Respira, Jezabel. Para los partos te va genial. Solo son niñas, peques de seis y cinco años que han jugado con la
consola a escondidas. Han matado marcianitos, no personas. Tampoco es para
tanto.
No lo era, pero me habían desobedecido, y lo que a priori no parecía más
que una chiquillada que ni siquiera cuenta como leve, a la larga podría acabar
muy mal. Me puse muy seria y estricta por miedo a que alguna de ellas acabara
como acabé yo: drogada, borracha y como agujero de descarga para huevos llenos.
Iris y Sherezade me esperaban. Dormían en la habitación previa a
independizarse, y por si no lo recuerdas, cada una de ellas lo hacía al cumplir
seis años. Lilian ya tenía dormitorio para ella sola, igual que Luna. Ahora era
el turno de Iris, pero se retrasaría por desobediente. Esta, Sherezade, V3 y
Nala dormían juntas. Alex, Jenny y las gemelas dormían conmigo.
La puerta estaba abierta, pero toqué antes de entrar. Las dos revoltosas
esperaban con la cabeza gacha.
—Mmm... ¿Mami? —preguntó la pequeña Nala mientras se frotaba los ojitos. La
había despertado.
—Sigue durmiendo, mi amor —le dije—. Voy a hablar con las tatas.
»Niñas, salid un momento.
Compungidas, salían de la habitación como si en vez de su mamá fuera un ser
terrible capaz de torturarlas. La puerta de la habitación de al lado se abrió.
Era Luna.
—Buenos días, mamá. —Empezaba a ser toda una mujercita, y muy responsable.
Tenía ocho años pero parecían ser doce o trece. Le quedaban apenas unos meses
para tomar su primera Comunión, y ya llevaba dos clases de catequesis. Eran dos
horas todos los viernes, y la verdad es que le gustaba bastante. Tal vez fuera
por mi propia influencia al verme rezar, conocer mis rosarios desde que nació,
o quizá porque varias veces (y años después) había visto películas cristianas
junto a mí.
Se hace raro que una persona como yo lea, rece y crea en Dios, ¿verdad? Lo sé,
y es la prueba irrefutable de que las apariencias engañan...
—Buenos días, mi amor. —Le di un beso en la frente—. V3 quiere churros para
desayunar. ¿Te apetecen?
—Sí. Vale, mamá.
—Qué bien, cariño —volví a darle otro beso—. Dúchate en lo que hablo con
tus hermanas. —Asintió camino de uno de los cuartos de baño.
—Mami, ¿puedo bañarme con Luna mientras hablas con las tatas? —me preguntó
V3.
—Sí, tesoro, pero solo ducha. No llenes la bañera porque si no nos quitan
los churros.
—¡Vale, mamita! —Se abrazó a mí.
—Ainsss... Mi peque. —La besé igual que había besado a Luna—. Venga, mi
amor. Ve.
Me lanzó un besito mientras se alejaba.
—¡¡Sí, lo guelen!! Es el aroma de los churricos ricos, ¡lo
mejor de lo mejor! Mire qué churros, buen hombre, ¡y miré qué precio! Compre un
churro, anda, que le espera solo a usté.
Las voces (gritos) del churrero me ayudaron a romper el hielo.
—Ustedes dos —les dije a las niñas—. ¿Algo que decir? —Tenías que haberlas
visto, lector/ara. Ambas cabizbajas, moqueando de haber llorado tanto, con las
manitas cruzadas y los hombros caídos. Rendidas. Cruzaron miradas sin apenas
levantar la cabeza; después, negaron al unísono con un movimiento de esta. No
articulaban palabra—. Ya veo... —continué—. ¿Volveréis a desobedecer a mamá?
—Negaron de nuevo—. Pues venga, que os perdono el castigo.
Levantaron la cabeza de un tirón. Sus ojos crecieron como un punto que, en
décimas de segundo, aumentaba de tamaño hasta convertirse en un globo saltón.
—¿¿De verdad?? —preguntó Iris.
—¿¿En serio, mami?? —añadió Sherezade.
—De verdad de la buena, y totalmente en serio —confirmé.
—¡¡Gracias, mamá!! —exclamaron juntas, como si en vez de Leia y Padme las
gemelas fueran ellas.
Me abrazaron. Las besé como había hecho con Luna y V3.
—Pero no desobedezcáis jamás, ¿eh? —insistí. Ellas negaban—. Si me entero de
que volvéis a jugar a escondidas se acabarán las consolas para siempre.
—No lo haremos, mamá —dijo Iris.
—Nunca, nunca, nunca —añadió Sherezade.
—Pues venga, id al otro cuarto de baño a ducharos —les dije—. Hoy toca
desayunar unos churritos.
—¿Vendrás a ver cómo nos duchamos, mamá? —me preguntó Iris.
—No, cariño —respondí—. Tengo que darle el pecho a vuestras hermanas. Son
muy chiquitinas y no pueden desayunar como vosotras.
Como bien te dije en el capítulo anterior, la sorpresa fue mayúscula al
descubrir que, en vez de ser mamá de nueve hijas, de repente iba a serlo de
diez. La ecografía que me hizo mi ginecólogo (Salvador, el de los dedos
prodigiosos) me lo dejó bastante claro. Sentí miedo durante cinco segundos,
pero después fue todo felicidad. Tendría dos niñas más. Sería un embarazo duro
(y lo fue) pero después me alegrarían la vida como el resto de sus hermanas.
Esta friki en potencia, llamada Jezabel (una servidora) sabes que no tiene
remedio, (o no lo tengo, mejor dicho). Dragon Ball será por siempre mi Manga y Anime
favorito, por los siglos de los siglos, pero si hay una saga cinematográfica
por la que muero, esa es Star Wars. Harry Potter también, pero mi Anakin
Skywalker es mi Anakin. Por desgracia no me lo pude tirar, lo hizo su novia
Padme, la misma que se quedó embarazada de él y dio a luz a dos gemelos, uno de
ellos, como bien sabes, fue Leia. Mis hijas tenían que llevar sus nombres a la
fuerza (y espero que esta las acompañe siempre).
3
Después de darle el pecho a Leia y a Padme, V3 y yo salimos a comprar churros. Dejé a las niñas solas, pero solo sería un ratito, como mucho quince minutos, con lo cual, mi conciencia estaba más que tranquila. Nada que ver con mi incompetencia como madre el día que, por querer desestresarme, acudí al gimnasio sin preocuparme de ellas y, para más inri, las olvidé por completo en lo que echaba un polvazo con el padre de las gemelas. Ese día también iba a ser solo un ratito, en cambio tardé horas en llegar, y ya conoces su desenlace: V3 herida. Todavía se me eriza el vello cuando lo recuerdo...
Creo que el día que te cuento volví a recordarlo, por ello, mientras
salíamos de casa la abracé bien fuerte.
—Vamos a por los churritos, mi amor.
Salvo las más pequeñas, el resto desayunaríamos churros. La idea había sido de V3, una peque que, paso a paso, se convertía en una niña muy querida por sus hermanas mayores (y posteriormente también por las restantes). Al igual que Luna, V3 fue una niña muy responsable, atenta y con las ideas bastante claras desde un principio. Tiempo después de su accidente, ya embarazada de Leia y Padme, le compré los cascos que le había ofrecido, y no me equivoco al decirte que fueron estos los que la ayudaron a desbloquear su verdadera vocación a tan temprana edad. Durante el capítulo que te cuento, el día de los churros, V3 tenía cuatro añitos, pero entre el final de estos y los cinco, empezó a utilizar los cascos y mis teléfonos móviles jubilados para jugar a ser teleoperadora. Pero esto, como te he dicho alguna vez (y hacía tiempo que no te lo decía), te lo contaré en otro momento (y va a ser muy pronto).
Me aventuré a salir sin demasiado retoque. Bien es cierto que siempre he sido una chica muy coqueta que se ha preocupado en exceso por su físico. En aquel momento tenía veintiún años y había dado a luz a diez hijas en nueve partos, pero no se me notaba nada. Seguía siendo el pibonazo deseado allá por donde pasara, así que me vestí una camiseta estampada, sin escote ni sujetador, leggins negros y una chaquetilla. Fui buena madre y persona y no me tomé ningún Diazepam antes del desayuno. Llevaba a rajatabla la prescripción del psiquiatra, aunque había aumentado la dosis de tabaco (una no podía hacerlo todo bien a la vez).
Le dije a Vicky que se pusiera cazadora. No quería que cogiera frío, así
que eligió su favorita de «La bella y la bestia». Hacía fresquete, por
ello, nada más cruzar la puerta, el viento matutino nos dio los buenos días con
un fuerte y sonoro soplido. Su silbar arrasó consigo unas cuantas hojas
vencidas por el otoño. Tú, lector/ora conoces ese "rascar" seco que
emiten al deslizarse por el asfalto, e incluso ese crujir característico de cuando
las pisamos sin miramiento ni preocupación. Escuché ambos sonidos mientras veía
a un pequeño grupo de ellas urgidas a un desenlace terrible: la muerte. Volaron
sacudidas por la fuerza del aire, hicieron un barrido por la calzada y murieron
pisoteadas por los viandantes que, paseando curiosos y con la vista en las
casetas a medio construir de la feria, paseaban a lo suyo sin saber si mataban
o herían (mataron).
—Cuánto aire, mamá —anunció V3.
—Sí, cariño. A estas horas, y aquí en lo alto, es así —le expliqué—.
Abrígate bien, mi vida.
«Arroyo lo Recomienda» era una maqueta en construcción y V3 y yo parecíamos
fichas de rol en nivel 1 caminando por un tablero de casitas a medio construir.
Los feriantes trabajaban duro para tenerlo todo listo cuanto antes. Me
recordaba bastante al mercadillo de la ciudad, donde cuando era pequeña, mi
madre nos llevaba a mis hermanos y a mí para ver y comprar camisetas,
calcetines, colgantes e incluso casetes de música. Allí es donde me compró el de
«Llorarás», de Camela (mi favorito junto a «Sueños inalcanzables»), el que
prácticamente rayé de tanto escucharlo, sobre todo la canción de “Bella
Lucía”. Esta última le gustaba y sigue gustando muchísimo a V3...
La mayoría de mis hijas son igual de Cameleras que su madre (algo sano y bueno, ¿no?).
Esa mezcla de mercadillo y personas de etnia gitana me transportaron a la
niñez. Desandaba un camino que, a cada paso, me convencía más de que lo
construía yo misma con mis propios recuerdos. Gitanos varones montaban lo que
en pocas horas serían casetas de comida, tómbolas y juegos de feria: explotar
globos con dardos, tiros con escopetas de perdigones y aire comprimido o,
quizá, pelotas forradas en tela para derribar latas apiladas. Las mujeres
extendían el cortinaje bien doblegado en maletas abiertas. En alguna de ellas
ya se leía el nombre del feriante y la casa correspondiente, como por ejemplo,
la mencionada churrería.
Un grupo concurrido de clientes, no más de seis, recogía bolsas de churros
mientras otros esperaban ser atendidos o simplemente miraban.
—¡¡Mami, mira!! —me dijo V3 mientras señalaba un tiovivo en función. Debía
de ser la vuelta de prueba puesto que aún no podía darse nada por finalizado—.
¿Puedo montar? ¡Porfi, mami, porfi! ¡El caballito rosa es muy bonito!
—Aún es pronto, mi amor, y las tatas nos espe...
—Mira si Dios sabe cómo arreglar el día... —escuché a mi espalda. Me giré y
vi a un varón gitano que se acercaba a nosotras. Era tan moreno como el que
había visto por la ventana de mi dormitorio. Tenía unos ojos de expresión muy
viva entre medias de unas cejas tan pobladas como su barba—. Parecía estar
nublado, pero acaba de llegar el sol... —Me miró de arriba abajo—. Bonito día
tengas, cariño —No me quitaba ojo. Yo no respondía—. Ay, deja que la niña se
voltee, mujer, no seas asín con la criatura...
—Sí, mami. Porfi —V3 juntó las manitas.
—Aún es pronto —comenté—. Esperaremos a que funcione un poco más, todavía
me da miedo. Te montas esta tarde.
—¿Qué miedo? —preguntó el hombre con gesto de sorpresa—. Es un bicho de
mentira, mujer. ¿Le va a morder el caballo? Jesús...
—Más tarde —añadí.
—¡Anda, que sí ¡Venga, mujer, cómprale una vuelta a la niña! Yo te la
cuido.
Cuando escuché ese
"yo te la cuido" me bloqueé. Mi mente retrocedió ocho años atrás.
Desde el día en que V3 casi se rompe la nariz por mi culpa, mi remordimiento
como mala madre me hizo desarrollar una especie de sobreprotección. En ese
momento, tan asustada como nerviosa, mi cabeza hizo un copia-pega del pasado y
me lo mostró así:
«—¡Jodo, chacho! —gritó Iñaki nada más verme. Se llevó las manos a la
cabeza para después hacer aspavientos entre carcajadas desternillantes—. ¡Mira,
Chusta, mira! —Advirtió a su amigo sin quitarme ojo—. Que al final ha tenido al
churumbel, mira, Tronco. —El Chusta, con un ciego significante, además de
prácticamente serlo puesto que no veía tres en un burro, levantó la vista
después de a saber cuánto tiempo medio dormido en un rincón del descampado. Sin
ir más lejos, la pared donde apoyaba su espalda enfundada en un abrigo
mugriento y hecho jirones, tenía mi sello a pesar de no ser su creadora. En
letras de rotulador permanente, pero de los que borra la erosión del tiempo, se
leía: «Aquí la Jeza me vació los guevos».
—Hostia, chaval... —dejó caer El Chusta cuando me vio aparecer con Luna. La
peque tenía quince días de vida, y cumpliendo con mi deber de esa mala madre
que tanto me recrimina el mundo, se me ocurrió llevarla conmigo para pillar
droga. Iba en su cochecito, uno de Dragon Ball que compré a mi gusto, no al
suyo. En él, Goku niño sonreía subido a Kinton. El pijamita de Luna también era
de Dragon Ball, como el de Sherezade con estampado de Bulma que te comenté
antes. Pequeños estampados de Goku, Mutenroshi y Yamcha se repartían por una
tela color anaranjado. En el pompón del gorrito que cubría la cabecita de mi
hija podía verse la Dragon Ball de cuatro estrellas. Ser mi serie favorita hizo
que ella terminara por aborrecerla—. ¡Ha parido, macho! —añadió El Chusta antes
de reír. El arranque de su risa sonaba como el motor de un coche al que le
queda medio telediario. Un baño de esputos impregnados en nicotina y alquitrán
rugían por sus bronquios infectados.
—¡Nace el crío y tú la espichas, cabrón! —gritó Iñaki, riendo y antes de
darle unas cuantas palmadas en la espalda.
—Es una niña —corregí—. Se llama Luna. —Iñaki se acercó a verla. El humo
del canuto que llevaba en la boca hizo toser a mi pequeña—. Ahúmas a la niña...
¡Aparta eso! —grité.
—Bueno, bueno, bueno... —medió—. Relaja la raja, muñequita, ¿eh? —Se acercó
mientras me escrutaba con deseo. Cuando a mí me cambia el tono de alto a bajo
es para echarse a temblar; cuando esto le ocurría a Iñaki, quería decir que su pene
elaboraba lo que su cabeza no podía: iba por libre—. Joder... Mira qué ricas
que tienes las tetas de mamá. —Colocó sus manos en mis senos y los empezó a
subir y bajar mientras el jadeo de su respiración se perdía por su boca—. Qué
buena que estás, zorrita... Vendrás a pagar, ¿no? —Nada más decir esto se bajó
el pantalón del chándal. Sus calzones de pata marcaban a un excitado pene con
ganas de jugar.
—¡Eh! —gritó El Chusta mientras se acercaba hacia nosotros. Iba en zigzag de
un lado a otro como si quisiera regatear a seres invisibles. Tal vez los viera
dentro de su delirio—. Yo también —añadió antes de toser y expirar—, yo también
quiero una mamada.
—No interrumpas, Chusta —intervino Iñaki sin mirarlo. No dejaba de masajear
mis senos, ni tampoco mi trasero—. Venga, dale caña y sé buena, ¿eh? —Sacó su
pene. Me lo conocía de memoria, pero era más que probable que Iñaki no hubiera
estado con ninguna tía durante los meses que no pasaba por allí; quizá, por
ello, la polla que sostenía entre sus manos era más vasta e inquieta de lo
habitual.
Luna empezó a llorar.
—¡Quita de ahí a la jodida cría! —rezongó Iñaki—. Me corta el rollo. —El
Chusta, trastabillando, agarró el cochecito de mi hija.
—Qué niño más feo...
—¡Que es una niña! —grité.
—No te me distraigas, bonita —intervino Iñaki—. Tronca, cómo me la estás
poniendo. No veas si estás toda rica. —Jugaba con mis senos hinchados como un
niño con un juguete de última generación—. ¡Vaya tetorras! —Me arrodillé. Cogí
su pene y lo metí en mi boca —. ¡Ooogg! —exclamó dejando salir un quejido de
goce gutural. Bajó los párpados y echó la cabeza hacia atrás—. ¡Pero qué bueno!
—Mis lametones a su pene se unían al subir y bajar de su nuez mientras gozaba—.
Cómo echaba de menos una mamada así. ¡Joder, nena! —Aumenté la velocidad. No
era algo que me gustara hacer, pero necesitaba droga. Ya sabes, lector/ara,
seas mujer u hombre, que el sexo no deja de ser una práctica, y como todo lo
aplicable en la vida, tiene sus técnicas. Las mujeres, en este caso, sabemos
qué hacer para que el hombre termine antes, igual que ellos tienen sus
truquillos para aguantar más. Ese día no quería estar media hora haciéndole una
felación a un tío asqueroso al que no veía más que como camello de poca monta.
Mi dinero, mi forma de pagar la bolsita de hierba para consumir, consistía en
ponerme de rodillas y mamar, por lo tanto, mis labios empezaron a succionar su
glande. Parecía más negro que amoratado de lo excitado que estaba. Había más
líquido preseminal cayendo por el tronco del pene que mi propia saliva. Pasar
la lengua por el frenillo y chupar la cabeza varias veces seguidas saldaría mi
deuda—. Ne... (Pausa)... ne-ne... (Pausa) —Iñaki no era capaz de articular
palabra. Su polla crecía y se enfurecía en mi boca. Chupaba el capullo
engrosado de un auténtico capullazo como persona—. Queme... (Pausa),
que...queme... —Sus testículos se escondieron entre un escroto liso. Había
pasado de arrugado a tenso como si acabara de hacerse un liftin en los huevos.
Estaba a punto—. ¡Que me coooorro! —Lo hizo. Sus quejidos ahogados reverberaban
entre las paredes del callejón repartiendo su placer de un tramo a otro. Sus
piernas temblaban entre espasmos, como un combo de fasciculaciones que parecía
haber reservado para el momento. Su animalado pene se sacudía en mi boca
mientras se ablandaba y bajaba su hinchazón, llenando esta de su goce
personal para mi desgracia como cumplidora—. ¡Joder, putita! —exclamó, rojo y
sudoroso. Pestañeaba sin descanso, mareado—. ¡Dabuti! —Escupí el semen. Para mi
desgracia, se había corrido demasiado y tenía la boca llena de esa consistencia
con sabor a fuet rancio —. ¡Hostias, muñeca! ¡Uuuuf! —Seguía—. Te has ganado tu
premio, claro que sí. —Dando tumbos, entre ciego y recién aliviado, se acercó a
por su mochila con aire de militar pero tan vieja en años como su propio padre.
Era una tela descolorida, sin cremallera y con los compartimentos descosidos—.
Aquí tienes. —Me entregó una bolsa de hierba con dos librillos de fumar—. Las
papelas son un regalo del menda, ¿eh?
—Gracias —respondí.
—Las que tú tienes, zorrona —me contestó—. Si ya la chupas así con trece
años cuando tengas veinte serás una puta de lujo.
Escuché llorar a Luna. El Chusta estaba en el suelo con ella en sus brazos.
—¡¡Luna!! —grité y corrí hasta allí.
—Me he caído, tronco —dijo El Chusta.
—¡¿Pero tú eres imbécil o qué?! —Le quité a la niña y la cogí en brazos.
—Vale, vale, tronca, joder —se disculpó—, que me he caído, hostias. No le
ha pasado nada a la cría, ¿no?
Afortunadamente a Luna no le ocurrió nada, pero el susto me lo llevé gordo.
—Casi matas a mi hija, ¡y a mí de un infarto!
—No seas exagerada —contestó intentando incorporarse. Luna seguía
llorando—, que el hostiazo me lo he llevado yo.
Me acerqué a por el cochecito de la niña y la coloqué dentro.
—Bueno, cuando quieras darme otro repaso ya sabes dónde estoy —me dijo
Iñaki sonriente. Asentí con la cabeza y me fui.
—Tronco, tío, ayúdame a levantarme que me he dado buena hostia...»
El día de las fiestas, delante de V3 y del gitano que me apremiaba a que la
dejara montar, miraba a mi hija y me aterraba solo de pensar que pudiera
ocurrirle algo. Con Lo de Luna fue culpa mía; con V3 podía remediarlo.
—¿Mami? ¿Puedo o no puedo montar? —La miraba, pero mis ojos no la veían. Mi
cabeza sopesaba lo que aconteció en el pasado.
—Venga, paya, que la niña lo desea —dijo el hombre—. No se va a la guerra. Pa
ti, por guapa, te cobro 3€ solo.
»Anda, di que sí.
V3 me miraba con ojitos tiernos. Tal vez a sus cuatro años ya tuviera
derecho a divertirse en un columpio o una atracción de feria. Quizá mi miedo
era el de esa mala madre que no hizo lo correcto y aplicaba su error a algo
natural de la vida: la felicidad de los infantes.
—¿Mamá? —insistió.
Miré alrededor. La Plaza Del Cañón se veía preciosa. Los gitanos terminaban
de decorarla pero ya se respiraba alegría y diversión, todo junto. El olor a
puchero, pimentón y manzanas asadas llegaba hasta mi nariz para hacerme aún más
partícipe de la realidad; una podía maravillarse con el aroma a churros recién
hechos y calentitos. Respirarlo era teletransportarse a los inviernos de la
niñez, donde dentro de la propia oscuridad diurna, una lucecita de positividad
en medio de la amargura destacaba entre las luces artificiales, y esa era la
caseta con la churrería. No hay niño en el mundo al que no le encante un buen
chocolate con churros bañado en azúcar glas. El día que relato, una matriarca
de cabello canoso, recogido en un moño, cortaba masa que, posteriormente,
dejaba caer en el caldero mientras un joven de pelo largo y torso desnudo
removía entre aceite hirviendo y a gritos de: «Churros, calentitos y baratos.
Cómprame un churro».
A mi izquierda, el ruido atronador de la mañana se había convertido en un
escenario. Un grupo mixto de gitanillos le daba los últimos retoques: los
hombres cargaban con el material y las mujeres diseñaban los carteles. Parecía
ser una obra de teatro.
Yo, aún alejada del mundo, debía sacudir la cabeza y regresar al momento
actual, no quedarme ocho años atrás. En la esplanada de enfrente de mi casa
había hinchables, una pequeña noria para niños y coches de choque con dibujos
de Pokémon. No estaban El Chusta ni Iñaki bajo el techo del callejón a la
esquina del descampado.
¿Qué podía ocurrir?
—De acuerdo —accedí—, pero solo una vuelta, ¿vale?
—¡¡Sí, mamá!! ¡Graciasss! —respondió contentísima.
—Dios te bendiga, mi reina —dijo el hombre—. Fíjate que alegría lleva la
criatura...
»Yo te la cuido.
—No, ya voy yo con ella —contesté.
—¡Ay mi raza, ni que te la fuera a quitar! —respondió malhumorado.
Hice caso omiso a
sus palabras y le di los 3€.
Ver cómo el hombre la colocaba en el caballito me daba escalofríos. No le
hacía nada malo, simplemente se aseguraba de que la niña estuviera bien, pero
mi miedo me ponía en alerta.
Porque eres mala madre, y si te hubieras comportado como debieras, no te
ocurriría eso ni sospecharías de inocentes.
—¡¡Mamiii!! —me saludó V3 mientras el caballito en el que iba subía y
bajaba dando vueltas al son de la música. La veía feliz, y creo que no solo yo,
sino que toda madre mataría con tal de ver feliz a su hija.
—¿Lo ves como no se la come? —insistió el hombre. Le sonreí.
Saqué el móvil y llamé a casa. Mis hijas llevaban solas poco más de cinco
minutos, pero de nuevo, mi mala conciencia como madre necesitaba saber que todo
estaba bien.
—Hola, Lilian, mi amor, soy mamá —le dije, pero sin quitar la vista de V3.
—Hola, mamita. ¿Ya tienes los churros? —me preguntó.
—Enseguida los compramos, cariño. ¿Estáis todas bien? —Necesitaba saberlo,
lo necesitaba de verdad para quedarme tranquila.
—Sí, mamá, todo bien.
—Vale, tesoro. Ahora vamos —Respiré aliviada—. Te quiero, amor.
—¡¡Mamiiii!! —V3 vino a abrazarme corriendo—. ¡Me ha gustado mucho, mamá!
—Me alegra, cariño —respondí—. Esta tarde volvemos. Ahora vamos a coger los
churros.
—¡¡Síiiii!! —exclamó ella.
—Deja que la niña se volteé otra vez, paya, que son tres tristes eurines
—me dijo el hombre.
—Esta tarde —respondí—. Tenemos prisa.
—Si no son más que dos minutos de na y la niña lo quiere, ¿a que sí?
—Vicky me miró sin decir nada.
—Mejor esta tarde. Gracias —sentencié. Él
masculló algo con desagrado, pero no le presté atención.
—Vamos a la churrería, cariño. Las tatas nos esperan para desayunar. —Me
agaché para colocarle bien el abrigo.
—¡¡Yo quiero un churro de chocolate, mami!! —dijo ella, pero perdí la
noción del tiempo por unos instantes. Cuando levanté la vista, un chico alto,
vestido con camiseta negra y pantalón vaquero bajaba de su «Land Rover»
dirección a la nave de telecomunicaciones. Me quedé observándolo durante
unos minutos—. ¿Mamita? —me preguntó mi hija, pero mi cabeza no estaba
junto a ella. Al verme mirar hacia él, me copió. Sacudí la cabeza y nos miramos.
Intercambiamos miradas como si ambas sintiéramos lo mismo, algo extraño,
difícil de explicar. Mi hija de cuatro años y yo debíamos vivir una especie de
telepatía por primera vez: sincronizad, corazonada. Ella, en ese momento, era
una infante pero con personalidad adulta. Nuestros ojos lo decían todo sin
saber por qué.
—¿Estás bien, mamá? —Fue Luna, la misma que apareció de repente. V3 y yo no
apartábamos la vista. Ambas mirábamos al chico mientras se perdía en el
aparcamiento—. ¡¡Mamá!! —gritó
Reaccioné dando un respingo.
—Qué... Qué susto, mi vida —respondí con las manos en el pecho,
suspirando—. ¿Qué haces aquí?
—Lily me ha dicho que has llamado y he venido a ayudarte con las bolsas—me
explicó. Algo más calmada, miré a V3, la misma que, como yo, mantenía su cara
de circunstancia. No podíamos leernos la mente ni hablar con esta, pero
estábamos seguras de que las dos habíamos sentido lo mismo. ¿Qué? No teníamos
ni idea, pero todo en la vida ocurre por algo, y algún significado debería de
tener...
—Vale, cariño. Es, es que... —Me atropellaba a mí misma—. Estaba mirando,
nada más.
»Y tú, ¿V3?
—Yi-yio... Yo también, mami —respondió en varios tiempos.
La niña me miraba con esa cara de extrañeza que debía de tener yo.
—Vamos a por los churros —dije al fin.
—Sí, que las tatas tienen mucha hambre —comentó Luna.
Nos dimos la vuelta en dirección a la churrería de la matriarca. Nada más
dar un paso, giré la cabeza para mirar de nuevo hacia la nave de
telecomunicaciones. El chico ya no estaba en el aparcamiento. El ulular del
viento convirtió las puntas de mi cabello en látigos dañinos. Me zurcieron el
rostro, pero quizá para que espabilara y no volviera a perder la noción del
tiempo parada como si fuera estúpida. Miré a mi derecha; allí, V3, intercambió
conmigo una mirada bastante sentida.
—Vamos, mi amor.
La besé en la frente antes de cogerle de la manita y hacer lo mismo con Luna.
4
Desayuno en
familia.
Si te soy sincera, nunca he sido mucho de comer churros (si piensas mal
dirás que los como mucho, así que no vayas por ahí), pero ver a mis niñas
engullirlos como auténticas glotonas me abrió el apetito.
—V3, despacio, mi amor —le dije al ver que mojaba lo que quedaba de churro
en chocolate sin haber tragado—. Hay para todas, no te los van a quitar.
—Ez que tengo muxa hambre, mami —me dijo con la boca llena.
Su carita parecía una paleta de pintura acrílica bañada en marrón líquido.
—Come despacio, por favor —ordené—. No quiero repetírtelo, ¿vale?
Serió el rostro y bajó el ritmo.
—Ese es mío, ¿eh? —le dijo Lilian a Luna señalando el churro que quedaba en
su plato.
—Vale, yo con estos tengo suficiente —respondió.
A su lado, la pequeña Nala sostenía un churro que abultaba más que ella y a
Iris le hizo mucha gracia. Empezó a carcajear con la boca llena.
—¡Otra igual! —intervine. Me senté entre Alex y Sherezade—. Sabéis todas
que no me gusta que habléis ni riais con la boca llena, es muy peligroso,
niñas.
—Lo siento, mamá —se disculpó Iris.
—Reid y pasadlo bien —añadí—, pero nunca con nada en la boca, por favor. No
me asustéis.
»Espera, Nala, mi vida. Mamá te ayuda. —La pobre era tan chiquitina que no
podía manejarse bien. Los churros son blanditos para masticar pero duros al
mismo tiempo, y hay que estar con cien ojos para que no ocurra ninguna
desgracia en niñas tan pequeñas—. Te lo parto en cachitos.
Eso, Jezabel. Haz de buena madre.
—Iris, te cambio lo que me queda de chocolate por uno de tus churros —le
dijo Sherezade.
—Sí, claro, con todas tus babas —contestó—. ¡Quita, qué asco! —Puso cara de
repugnancia. Tenía menos berretes que V3, pero casi casi. Miré a esta última y
seguía engullendo un churro detrás de otro. Su cara era más chocolate que niña.
—¿Tanta hambre tienes, mi amor? —le pregunté. Asintió con la cabeza sin
dejar de masticar. Se había comido sus cuatro churros y media taza de
chocolate.
—¿Puedo darle este mío, mamá? —me preguntó Luna—. No quiero más.
—Hay de sobra para todas —le dije—, pero vale.
—Toma, peque. —Luna se lo dio.
—¿Cómo se dice? —le pregunté a V3.
—¡Gracias, tata! —contestó. Acto seguido cogió el churro y lo hundió en la
taza. Luna y yo reíamos.
—El último de hoy, ¿eh? —le advertí a V3. Asintió con la cabeza sin
mirarme. Toda su concentración estaba en el desayuno.
Alex y Jenny emitieron un quejido en sus sillitas de bebé.
—¿Qué os pasa, chiquitinas? —les dije. Cogí la manita de Alex y la metí en
mi boca. Me encantaba jugar con sus deditos, tal y como había hecho con todas
mis hijas a su edad (y de recién nacidas)—. ¿Quién os quiere más que mamá?
—Besé a Jenny—. Preciosas mías, que os como... —Besé a Alex.
—¿A mí no me quieres, mami? —preguntó V3.
—Ya saltó la peque... —masculló Lily.
—¡Claro que sí! —le dije a V3—. Os amo a todas, a las diez. No tengáis
dudas nunca.
—Y nosotras a ti, mamá —contestó Luna.
—Lo sé, mi peque-grande —La besé en la frente—. Lo sé, mi amor...
»¿Solo has comido dos churros?
—Sí, mamá. No me gustan mucho —respondió—. ¿Puedo tomar unos cuantos
cereales?
—Sí, cielo, claro que sí.
—¿Y yo, mami? —preguntó Sherezade.
—Tú ya estás comiendo los churros —le advertí—. Luna tomará un puñado de
cereales porque apenas ha desayunado.
—Jo... —protestó—. ¿Y otro churro? V3 se ha comido uno de más y es más
pequeña que yo.
—No me seas envidiosona. —Toqué su naricita con la yema del dedo y
luego le di un mordisco. Ella rio—. Coge otro, anda, aunque no te lo mereces
por desobediente. —Miré a Iris, quien agachó la cabeza. Todavía le duraba el
susto matutino.
—Mamá, va a empezar Dragon Ball —me dijo Lilian—. ¿Vendrás al salón a verlo
con nosotras?
—Por supuesto —contesté—. Gohan está a punto de acabar con Cell y necesito
verlo por vigésimo quinta vez. Ponlo en la tele de aquí en lo que acabamos de
desayunar, pero en cuanto termine salimos a ver la feria, ¿vale? Solo Dragon
Ball, hoy no habrá más dibujos.
—Yo me monté en un caballito, ¿verdad, mamita? —dijo V3.
—Sí, cariño.
Lilian encendió el televisor de la cocina.
—¡Hala, yo quiero, mami! —gritó Nala.
—Tú eres muy chiquitina —le dije—, pero mamá se montará contigo, ¿vale, mi
amor?
—¡¡Síiiii!! —me cogió la cara con sus manitas manchadas de chocolate. Me
dejó huellas escurridizas.
—¡Ya empieza, mami! —gritó Lilian.
Escuché el opening sin llegar a verlo. Tuve que lavarme la cara. La hija del mal llamado "Rey de chocolate" por Luna en sus viejos tiempos me había embadurnado con cacao líquido.
En lo que vimos a
Gohan acabar con Cell y recogí el desayuno nos dieron las 12:30, buena hora
para pasear por el pueblo. El sol empezaba a acobardarse, y no solo al caer la
tarde, sino también durante el día. Nada más salir a la calle, Iris me dijo que
la tenue luminosidad que plasmaba en lo alto y envolvía la atmósfera se parecía
al resplandor del Kamekameha (cosas de niñas, pero la culpa era mía por
hablarles tanto de Dragon Ball). Podría serlo, pero en este caso, lo sería de
Goku niño cuando quiso imitar a Mutenroshi y lanzó un pequeño Kamehame
contra el coche; más no porque como te digo, el sol tenía miedo de mostrarse al
mundo. La estación marcaba su habitual timidez por esas fechas, lo que hacía
que el frío le ganara la batalla hasta un nuevo asalto para el que pasarían
meses.
Nala quiso quedarse a ver Pokémon, pero ya les advertí a todas de que no,
que solo Dragon Ball y a pasear.
—¡¡Mira, mamita, mi caballito!! —dijo V3 señalando el tiovivo donde se
subió—. Me lo ha quitado un niño... —Entristeció.
—No te lo ha quitado, enana —le dijo Sherezade—. No es tuyo, ¿sabes?
—Shere, que sea la última vez que contestas así a tu hermana pequeña,
¿estamos? —reprendí.
—Vale, mamá —respondió con voz apagada.
—Vale no —insistí. Me detuve y frené a las niñas. Llevaba a las dos gemelas
en su cochecito doble y a Jenny en mis brazos. El resto de mis hijas iban
delante de mí, salvo Lilian y Luna, quienes llevaban a Alex de la manita y muy
despacio—. Ya van dos veces que te veo palabras feas para con tu hermana, y eso
no me gusta nada.
—Perdón, mamá —insistió. En el azul de sus ojos refulgían gotas de
arrepentimiento, pero también de contrición.
—Parecemos mamis, ¿verdad, mamá? —me dijo Lilian sonriendo mientras Luna y
ella reían junto a la pequeña Alex.
—Sí, mi amor. —Sonreí forzadamente. Sherezade me preocupaba, por ello,
insistí—: ¿Ocurre algo, cariño? ¿Algo más que no le has contado a mamá? —La
niña negó con la cabeza, pero yo sabía que sí, que algo le ocurría, y no me
gustaba nada—. Vale, mi vida. —Le di un beso en la frente—. Dale un besito a tu
hermana y pídele perdón.
Se acercó a V3, la
abrazó y besó.
—Yo también quiero darle un besito, mami —dijo ella.
—Pues dáselo, cariño, claro que sí —le dije—. Los besos son maravillosos y
no cuestan nada.
—¡¡Toma mi beso, tata!! —gritó y se lo dio. Ambas empezaron una guerra de
besos mientras se desternillaban de risa.
Eso estaba mucho mejor.
Jenny emitió un quejido gutural en mis brazos.
—¿Tú también quieres beso, cosita? —Aún no hablaba, pero sentir los labios
de su mamá en la carita le hizo sonreír.
—¿Puedo montarme en los coches de choque, mamá? —me preguntó Iris.
—Te prometo que sí, pero esta tarde, tesoro —le dije—. Depende de cómo
vayamos de tiempo. Ahora no quiero estar mucho porque se nos ha hecho tarde,
tengo que hacer la comida y Leia y Padme empezarán a dar guerra.
—Vale —respondió.
—¡Mira, mamá! —V3 señaló el escenario que habían montado al lado de la nave
de telecomunicaciones. Los feriantes le daban los últimos retoques para dejarlo
bonito, y se veía realmente precioso—. ¿Qué es, mami?
—Creo que quieren representar una función, cariño —le expliqué—, una obra
de teatro.
—¿Cómo la que hizo Lilian en el cole?
—Sí, mi amor. Eso es. —V3 se refería a una función teatral que, los peques
de primaria, de la clase de Lily, hicieron en base a las obras de «Cervantes».
Lilian interpretó a Dulcinea, pero se pasó la obra preocupada de salir bien en
las fotos, no en si hacía bien su personaje (ya se sentía modelo desde bien
pequeña).
—Aaaah... —respondió V3—. ¡Qué grande es la casa de los cascos! —gritó
refiriéndose a la nave. Muchos días veía salir a chicos y chicas con cascos
parecidos a los que le había comprado y a ella le llamaba mucho la atención. Se
refería a la nave como "La casa de los cascos" y siempre me pedía
entrar en ella. Otra que, al igual que su hermana Lilian, ya llevaba la
vocación por dentro: futuras modelo y coordinadora comercial.
—Y así, esta niña tan preciosa, va a ver cómo la magia se hace realidad
ante sus ojos... —Miré en dirección al dueño de la voz. Era un chico guapísimo,
y también de etnia gitana, como todos los feriantes. Tenía en su mano una
baraja de cartas y hacía una serie de movimientos lúdicos e hipnotizantes para
mi pequeña Nala—. Sopla, cielo lindo —le dijo. Cuando la peque sopló, los
naipes pasaron a ser de dibujos infantiles.
—¡¡Halaaa, mami!! —gritó Nala, y no me extrañó nada puesto que a mí también
me dejó con la boca abierta.
—Para ti —El chico le regaló una carta con dibujos de corazoncitos.
—¡¡Graciaaaas!! —Era la primera vez que veía feliz a mi pequeña Nala. La
carta del joven mago, hoy en día, permanece enmarcada en un portarretratos. Por
tercera vez, al igual que Lilian y V3, la futura ilusionista tenía su futuro
claro desde bien pequeña. El mago de la feria fue su ejemplo a seguir.
—¿La mamá me permite hacerle un juego? —me preguntó sonriente. He de decir
que aparte de guapo era un chico muy agradable. Daba gusto escucharlo y verlo
actuar.
No sé qué hizo,
pero en unos segundos revolvió mi carta elegida, y ese as de corazones que cogí
al azar, terminó siendo una rosa de verdad.
—¡Madre mía! —Ni las niñas ni yo dábamos crédito—. ¡Muchísimas gracias! —le
agradecí cuando me entregó la flor—. No sé qué más decir...
—Nada, mujer. Es magia... —Me guiñó un ojo.
—Mira, mamá —Iris me enseñó una bolsita con gominolas.
—¿De dónde has cogido esto? —le pregunté.
—Se lo he dado yo —me respondió una gitana tan joven como preciosa. Tenía
el cabello moreno y larguísimo, y se la veía rebosar en simpatía.
—Es mi cuñada, mujer —me dijo el chico—. Las hace ella. Prueba, pruébalas.
Comí una, y es
verdad que sabían exquisitas.
—Muy ricas, sí —respondí—. ¿Qué te doy?
—Con las gracias nos vale —respondió la chica —. Bienvenidas a las fiestas.
—Y salud para gastarlas… —añadió el joven mago haciéndome una reverencia.
Realmente dos personas maravillosas.
—Mamá —me dijo Luna—. V3 ha entrado en la nave.
—¿¿Cómo?? —pregunté extrañada.
—Es que no me ha hecho caso —me explicó.
—A mí tampoco, mamá —añadió Lilian.
—Ay, esta niña... —mascullé—. Qué pesada está...
»Vale, vamos un momento a casa y entro a buscarla. —Nos hallábamos a quince
metros de mi hogar. No podía entrar en la empresa con un cochecito de dos bebés,
y tampoco quería que las niñas esperaran en la calle. En casa no habría
peligro—. Ayúdame, Luna, cariño —le entregué a Jenny—. Lilian, Iris y
Sherezade, agarrar a Alex de la manita. Ven, Nala, cariño.
Empujé el cochecito de las gemelas y, con ayuda de las mayores, echándome
una mano para trasladar a sus hermanas, llegamos a casa en dos minutos.
6
Dejé a Luna a
cargo de sus hermanas pequeñas (como siempre, y no sé qué habría sido de mí sin
ella),
Sabes que te amo, cariño mío
y salí en busca de V3.
La Plaza del Cañón empezaba a llenarse de habitantes y curiosos con
necesidad y ganas de divertirse. Las atracciones sonaban con fuerza. Dentro de
los coches de coche se escuchaban golpes acompañados de risas. Vítores y
aplausos cobraban fuerza entre las casetas de juegos; los niños corrían
soltando carcajadas en muestra de su felicidad infantil; yo corría a prisa en
busca de mi hija rebelde.
—¿Ande vas tan sola, preciosidad? —Delante de mí, una sombra
enlutada que, acto seguido se convirtió en persona, me escaneaba de arriba
abajo con unos ojos tan endiablados como terroríficos—. Te vas a romper, y se
te ve mu valiosa.
—Y tanto que sín —añadió otro. Se colocó a mi lado sin que lo viera
venir.
—Tengo prisa, por favor —contesté con miedo.
—Qué prisa tienes tú… —me dijo el primero y se acercó a mí—. Te vas a
quedar con nosotros un ratito.
—Dejadme pasar, tengo que encon...
—La paya de las tetas gordas... —anunció el otro antes de echarse a reír—.
No puedes pasar.
—Y vaya raja…
—¡Mi hija se ha...!
—¡Dejadla! —escuché a mi espalda—. ¿No escucháis que tiene prisa? —Se trataba
de un joven más o menos de mi edad. Su rostro era tan bonito que parecía
artificial. Me quedé eclipsada. Había visto a un montón de gitanos guapos, pero
este era «Míster Calé 2003».
—Calma, tú, que no íbamos a hacerle na a la paya, ¿verdá,
Julito? —dijo el primero que me cortó el paso. El otro negó con la cabeza—.
Claro, hombre. Era broma, Manuel.
—Malas fatigas paséis los dos... ¡Largaos de aquí! —Ambos desaparecieron
como si no hubiera un mañana. Mi héroe, además de guapo, era poderoso y
respetado.
—¿Estás bien? —me preguntó. Debí de responder que sí, o no me acuerdo. Es
que vaya morenazo, de verdad. ¡Increíble, lector/ora! —. Perros ladradores poco
mordedores. No son na, no temas. —Me acarició el brazo. Sentí chispitas
recorrer mi estómago. No eran mariposas, sino chispas. ¿Ves cuando se te ha
dormido una pierna y va recuperando su normalidad?, pues algo así.
—Gracias —le dije después de media hora en Babia.
—No hay de qué, mujer —respondió sonriendo—, aunque he de decirte que me
has llegao, niña, me has llegao. No veas si sí.
El a mí también, y bastante.
Jezabel, ¿puedes deschocharte y despertar, por favor? Te recuerdo que una
de tus hijas se ha colado en una empresa.
—¡V3! —grité. El tal Manuel se estremeció.
—¿Qué pasó, criatura? Esos prontos... —me dijo totalmente sorprendido.
—Perdóname, pero es que tengo que ir a bus...
—¡Manuel! —Una voz grave pero femenina se nos coló entre medias—. Vente ya pa
ca, que empieza el ensayo. —Era una gitana joven y preciosa. La verdad es
que todas las gitanas son una preciosidad de nacimiento, bonitas, bonitas.
Esta, vestía ropajes antiguos y maquillaje de época, pero se veía perfectamente
que era una caracterización. Se trataba de una de las actrices de la obra, y al
parecer, Manuel formaba parte de ella.
Normal, ¡está buenísimo!, me dije.
—¡Ya va, mujer, ya va! —gritó—. Anda, si es que no le dejan a uno ni
respirar...
»Tengo que irme, niña, pero mi corazón te necesita pa seguir
latiendo —empezó a decirme. Yo seguía en ese mundo donde solo los hombres sabían
y saben llevarme—. No querrás que me muera, ¿no?
—¡¡Manuel!! —insistió la joven—. ¡Niño, deja ya a la paya y vente pa ca!
—Me..., me ten, meten... —No arrancaba—, me tengo que ir también. —Era
incapaz hasta de construir una frase correcta.
—Mi corazón te espera —insistió—. No me dejes morir.
A mí ya me has matado, me dije.
Lo vi marcharse como si sintiera partir al amor de mi vida, y eso que solo
lo conocía de dos minutos.
Mi héroe,
Mi gitano bonito,
Mi precioso...
Tú hija, Jezabel.
—¡V3! —grité antes de cruzar la verja.
7
Crucé la verja a
toda prisa. Había visto el aparcamiento desde fuera un millón de veces,
prácticamente a diario cada vez que pasaba por allí, pero nunca le presté tanta
atención a los coches como en ese instante. Había cinco, lo recuerdo de
memoria. Para marcas soy penosa, pero juro que miré bajo cada uno de ellos por
si a mi hija le hubiera dado por esconderse, aunque no era su objetivo. Quería
entrar dentro de la nave sí o sí.
Mi respiración ajetreada era fruto del nerviosismo. Quizá me preocupaba en
exceso puesto que a V3 no podía ocurrirle nada. Se había colado en una empresa
en plena jornada de trabajo, sí, pero los jefes y trabajadores verían a una
niña y enseguida le preguntarían por sus padres, nada más. Más de lo que le
reñí después no iba a reñirle nadie.
Ay, Dios mío. Esta niña, de verdad, me dije. Qué
perra le ha dado con conocer la nave por dentro.
Subí la rampa que daba a la puerta de entrada, pero también a una especie
de caseta estilo rústico y de amplios ventanales. Quizá mi hija estuviera allí,
pero también lo puse en duda. Bajé los escalones de madera y crucé la sala.
Había como unas cuatro mesitas de madera pero una sola persona: una chica,
bastante guapa y muy morena. Sus rasgos faciales no parecían españoles; su
pulsera con la bandera de Bulgaria me lo confirmó. Llevaba un maquillaje
perfecto, sobre todo la máscara de pestañas. Le hacía unos ojos realmente
preciosos. Me sonaba muchísimo, quizá me había cruzado con ella alguna vez por
el pueblo. Interrumpí su tentempié cuando me vio entrar, pero su sonrisa,
amable y cordial, me hizo saber que no pasaba nada.
—Perdona que te moleste —me disculpé. Creo que hablaban mis pulmones por
mí—. ¿Has visto a una niña por aquí?
—No, no la he visto —respondió con cara de preocupación—. ¿Por?
—Mi hija, que está empeñada en conocer esto y se ha colado —comenté—.
Supongo que estará en el interior.
Se echó a reír.
—¿Quieres que entre contigo y la buscamos?
—No, no, muchas gracias —agradecí—. No quiero molestarte más. Ahora entro y
la bus...
—¡Hola! —Miré en dirección a la voz y vi que bajaba las escaleras otra
mujer, también muy guapa y morena, con el cabello recogido en una cola de
caballo y una amplia sonrisa, una de las más reales y bonitas que había visto
en veintiún años. Su lápiz de ojos había dibujado una fina pero bien marcada
línea negra que le daba un brillo especial a la mirada—. ¿Eres nuestra nueva
compi? —me preguntó.
—¿Eh? —me salió de pronto, aturdida. También me sonaba mucho, como la otra.
—Su hija se ha debido de colar dentro de la centralita —dijo la chica de la
mesa.
—¡Hala! —comentó la recién llegada. En su pecho brillaba un colgante con la
medalla de “Santa Teresa”, y creo que en esos momentos le recé para que me
ayudara a encontrar a V3 lo antes posible.
—Os dejo, chicas —comenté—. Encantada.
—Luego vienes con la niña, que nosotras tenemos veinte minutos de descanso
—comentó la chica de la mesa—. Ahora salen compis más: Eva, Cristina y
Jacqueline, Bea y Saholy, así las conoces.
—Claro, mujer —convino la otra.
Varias personas bajaban la rampa comentando:
—Noe: Sandra, Mila y Estefanía se han hecho cinco cada una, y creo que Silvia P también.
—¿Y Pedro, Marta y Bea R.?
—Otras cuatro o cinco, como Isabel y Sheila. Y me parece que
Iván y Rubén casi casi.
—Joder, pues sí que ha sido una mañana productiva, sí, porque Liliana,
Edison, Clara y Jaime se han salido, igual que Javi y Desireé.
—No teníamos unos resultados así desde San Valentín…
—Ni que lo digas, Leti.
—Hablan de ventas —me dijo la de la medalla de Santa Teresa—. Vienes luego,
¿vale?
—Hecho —respondí. Sonreí a ambas, subí las escaleras y crucé la puerta—.
Uy, perdón —me disculpé al chocarme con una mujer que salía en ese momento.
—Nada, tranquila —me dijo amablemente—. Hasta mañana, Andrea.
—Hasta mañana, María José —respondió una voz femenina desde el interior.
—Yo también me voy —añadió otra antes de salir.
—Buena tarde, Mariluz. Chao, Adri.
Al entrar, vi una especie de comedor muy chulo. Contaba con barra de bar,
aunque tapada. Sería por las fiestas. Los trabajadores de telefonía no se
libraban puesto que trabajaban para toda España, pero los del bar debían correr
mejor suerte…
Creo que había como ocho mesas (no recuerdo exactamente), en cambio, guardo
con nitidez un cartel en A4 donde se leía: "No cambiar ni mover las
sillas". Bajo este, una chica también muy mona, como las de la caseta, con
gafas y cabello rojizo recogido, comía una bolsa de Jumpers tranquilamente. Era
Andrea, la misma de la que se había despedido la mujer contra la que choqué.
Levantó la cabeza nada más verme entrar. Me sonaba muchísimo. La habría
visto alguna vez por la zona, seguro, igual que a las otras.
—Perdona, ¿has visto pasar por aquí a una niña de cuatro años?
—No —respondió muy amable. Me dije que todas las chicas de esa empresa eran
majísimas—; de todas formas acabo de sentarme hace un minuto.
»¿Quieres? —me ofreció la bolsa que comía.
—No, no, muchas gracias —respondí—. Voy a ver si veo a la peque. Es mi
hija, y se os ha colado sin permiso —sonreí.
—Cosas de niñas, mujer. Estará con mis compis, no te preocupes —comentó
sonriendo—. Oye, me suena tu cara.
—Hasta mañana.
—Quizá sea por…
—Perdona —interrumpí—. Ahí está la trasto. —Señalé a mi hija.
—Espero volver a verte por aquí —me dijo.
—Seguro que sí —Hice un guiño y entré en el interior.
—¡¡Mami, mira!! —gritó la niña señalando unos cascos que llevaba puestos.
Abultaban más que ella, pero no era lo único que le quedaba grande. Llevaba una
camiseta blanca cuatro tallas más grande que ella, y una chaquetilla muy chula
pero también enorme—. Son cascos de coordinadora, y se escucha muy alto,
póntelos. —Hizo amago de quitárselos para que me los pusiera, pero la frené.
—Vicky, cariño, no podemos estar aquí —le dije muy seria.
—¿Por qué, mami? —me preguntó completamente entristecida.
—Porque aquí se trabaja, y no es lugar para niños. ¿Y esta ropa?
—La chaquetilla me la ha regalado Aída, esa chica de allí. —La señaló. Otra
chica guapísima, como todas. Nos saludó—. ¿Te gusta?
—Es muy bonita, cariño, pero…
“Pilas, chicos, pilas… Venta de cada uno sí o sí, vamos.
Venta hora sí o sí”.
La coordinadora recorría el pasillo dando órdenes a su equipo mientras yo
me moría de vergüenza.
—Y la camiseta me la ha regalado Carol, que está allí. —La señaló. Otra chica
muy mona de cabello rizado que nos saludó enseguida—. Quiero estar aquí, mami —insistió—. Y hasta he escrito las ventas en la
pizarra con esto. Mira. —Me enseñó un bolígrafo rosa adornado con un
pompón y la cabeza de una zorrita. Era una preciosura—. Me lo ha regalado Ana,
la chica de allí. —La señaló. Como habrás adivinado, era otra chica guapísima y
muy simpática. Nos saludó mientras la mirábamos—. Mira qué pizarra más bonita, mami.
Miré lo que me parecía una pizarra enorme y con cuadrícula. Había dieciséis
nombres debajo del de su coordinadora. Se leía:
«Equipo de Raquel»
Almudena Quique
Albert Víctor
Manu Andrea
Aída M. Jesús
Diego Silvia
Carol Ana
Arantxa Lucía
Raquel
era la coordinadora y yo estaba en medio interrumpiendo con una niña antojada
que se había colado. No sabía dónde meterme.
—Vale, cariño —añadí—. Ahora, vámonos.
—Jope,
quiero quedarme un rato más. —V3 empezó a llorar. Daba saltitos mientras
lloraba a lágrima viva—. ¡No quiero irme, mami! ¡No
quiero, jo! ¡No quierooo!
—Ay,
mi amor, no podemos estar aquí —insistí—. ¿No ves que están traba…?
Me
detuve cuando la vi salir corriendo. Atravesó el pasillo con los brazos en
cruz; después, aunque me tocó parpadear para cerciorarme de que era cierto, saltó
a los brazos de un chico llena de alegría.
—¡Mira,
mami, es mi jefe! —gritó.
¿Tu
jefe?, me pregunté.
Me
quedé apijotada porque era el chico de camiseta negra y pantalón vaquero
que vi entrar por la mañana, aquel con el que V3 y yo parecimos quedar
hipnotizadas intercambiando miradas que lo decían todo sin saber por qué.
—¡Hola!
—me saludó. No sé si tragué saliva, si me moví o si quedé en silencio esbozando
una sonrisa nerviosa. ¡Ni idea! Era la misma sensación que había vivido al ver
y hablar con las chicas de la empresa, pero aún más fuerte, y seguía sin saber
el motivo.
—¡Es
mi jefe, mamita! —V3 seguía tan contenta mientras yo miraba al chico sin decir nada—.
El que te quedaste mirando esta mañana con cara de tonta. ¿Te acuerdas, mami?
La
madre que te parió…, me dije. Creo que carraspeé, y ahí sí que sí estaba
completamente ruborizada.
—Cuéntale
a tu mamá lo que has estado haciendo con Lucía —le dijo. Era majísimo y muy
agradable, pero yo no sabía cómo reaccionar. Tampoco podía. Había algo que me
cortaba—. Lucía es esta chica. —La señaló. Vi a una joven preciosísima de
cabello castaño. Era una de las caras más bonitas y bonachonas que había, y
mira que todo el mundo era supermajo. Daba gusto estar ahí.
—He
escuchado su venta con estos cascos de coordinadora, mami. —Señaló los cascos
una vez más. Cabían dos V3 en ellos.
—Eso —confirmó
el jefe—. ¿Qué más?
—He
estado tarmintando
—Tramitando
—corrigió él entre risas.
—¡Y también una
fibra, mami! —gritó—. Una fibra de 300mg. —Prorrumpieron carcajadas en medio
pasillo; hasta a mí me hizo reír, ya algo más yo misma, no tan abobada (aunque lo
seguía).
—Eso, una fibra de
300mg —dijo el chico sonriendo—. Ya podían venderla estos mañana, tarde y
noche, como los comprimidos.
»¿Cuántas llevas? —le
preguntó a Lucía.
—Tres líneas y esa
fibra —respondió.
—Muy bien. Tres
portas y te vas a ver la feria —añadió él—. ¡Quien se haga tres portas se va a
ver la feria! —gritó en sala.
—Y nosotras nos
vamos ya, V3, cariño. Venga —le dije.
—Mira, mami. Mira
qué estampita me ha regalado Lucía. —Me enseñó una imagen tamaño calendario de
El Sagrado Corazón de Jesús. Era preciosa.
—¡Hala, qué
bonita! —dije, y de verdad lo era—. ¿Le has dado las gracias? —Asintió con la
cabeza. Casi se le caen los cascos—. Vale, pues ahora, vámonos.
—Aún no puedo,
mami. —Me estaba poniendo de los nervios—. Soy la coordinadora, y no puedo
salir hasta esta tarde.
—Ahí está —El
chico me guiñó un ojo para que siguiera la corriente—. Hasta las 18:00 no
salimos, así que no puede irse. Porque no quieres irte, ¿verdad? —V3 negó con
la cabeza, y de nuevo, casi se le caen los cascos—. ¡Pues hala, a coordinar! —La
dejó en el suelo y se fue directita hacia la pizarra—. Ya no la sacas de aquí —me
dijo. Yo seguía mirando como si fuera tonta además de serlo.
—Vamos a ello —le
dijo Raquel, la coordinadora.
V3 lo consiguió.
Dentro de la centralita yo era invisible para ella, como si no tuviera mamá.
Lo que te
ocurre a ti cuando estás con chicos y no te acuerdas de tus hijas, me dijo mi interior.
Dejé que V3
cumpliera su sueño con tan solo cuatro añitos y salí de allí dirección a casa.
Recuerdo que, mientras salía de la nave, me detuve unos instantes para mirar atrás y ver a V3 por la cristalera. No acostumbro a que me llamen buena mamá, sino mala madre, por ello, mi conciencia no estaba tranquila dejando a la niña allí. Lo hice porque algo dentro de mí, algo muy destacable y llamativo me dijo que adelante, que dejara disfrutar a la pequeña porque no le ocurriría nada; algo que me hacía saber que estaría horas rodeada de personas maravillosas que le darían cariño y calor humano. Solo era una cría desconocida de cuatro años que había irrumpido en la sala sin miramientos y la trataban como si formara parte de la familia.
Minutos antes, nada más cruzar la verja, mi personalidad cambió bajo el influjo positivo de algo esperanzador que me empujaba a continuar. Era como si caminara por un lugar hechizado con ternura y buena vibra, un espacio rectangular donde unas veinte o veinticinco personas de cara conocida pero origen intrigante, arropaban a mi hija dejando que disfrutara con lo que parecía ser un capricho de la infancia; pero no, se lo tomó tan en serio que, hoy en día, es ella la que dirige el departamento donde absorbió tanto ternura como conocimientos.
Y lo consiguió.
Como te digo, me era muy difícil abandonar el lugar sabiendo que la dejaba allí, pero sentía la garantía de que estaría protegida y muy bien cuidada.
Hasta a mí misma me costaba dar el paso que me sacara totalmente del recinto. Era como si poner un pie en la calle deshiciera la magia positiva que se respiraba en el ambiente, pero lo hice, ya que tenía nueve hijas más que me necesitaban.
No quería cambiar de postura, me sentía bien.
Mucho más que bien.
Le miraba atolondrada, ¡ida! Mi cabeza ni siquiera vivía esa dualidad entre eludir el bien y aprovechar el mal como tenía por costumbre hacer en brazos de un hombre, sino que la tenía en blanco, totalmente embelesada bajo su embrujo cautivador. Lo deseaba. Mi apetito de la hora de comer se cambió por apetito sexual. Ya no me acordaba de V3 ni del resto de mis hijas, solo tenía ojos para él.
¡¡Qué hombre, por Dios!!
Bésame. No me preguntes nada y hazlo. Me da igual lo que me digas, solo dame un beso.
En medio del deseo, de esa imperiosa necesidad de juntar mis labios con los suyos y saborear nuestra pasión, me saltó el clip de emergencia cerebral y aparecieron mis hijas.
—Es una pena, pero tengo que irme —le dije muy a mi pesar.
—¿Qué tienes más importante tú que estar conmigo, eh? —me preguntó, desilusionado (o lo parecía). Me apretó las manos entre las suyas pero sin hacerme ningún daño—. Te veo y me se para el corazón, por mi padre que sí. —Cada una de sus palabras hacía que me derritiera. En ese momento no sabía si era todo un truco, pero de ser así, me ofrecía cómplice—. El Señor me ha traído al mundo pa conocerte a ti. Tolo demás me da igual.
—Es que... —Entristecí.
—Yo también quiero, lo que pa...
—Sí. —Fue más un siseo, pero estaba completamente segura de que lo quería igual que él.
—¿Tonces? ¿Te da miedo estar a solas con un gitano? —preguntó—. Los payos nos temen dándonos fama de ladrones y peligrosos, pero no hay payo que sepa tratarte como se le debe tratar a una mujer: con respeto y pasión.
—No te tengo miedo, todo lo contrario —respondí—. Todo eso son etiquetas, habladurías, "chismes". Cada persona es un mundo. Yo he robado, y no soy gitana.
—¿Qué has robao tú, mi niña? —preguntó ceñudo. Le extrañaba.
—Tengo un pasado muy turbio, bastante oscuro.
—Vente pa ca a contármelo. —Me cogió de la mano y me llevó a una caseta. Olía a guiso, y muy agradable, por cierto. Estaba muy oscura pero se veía, lo justo para que nos viéramos el uno a la otra—. Aquí mejor. Las ratas con piernas son mu malas.
»Di, venga. Sigue.
—Fui adicta al alcohol y a las drogas desde adolescente, y como no tenía dinero para consumir, se lo robaba a mis padres y a mi abuela. —Se lo dije sin mirarle. No me gustaba hablar de ello ni me sentía nada orgullosa de lo que fui ni de lo que hice.
—Eso está mu feo, corazón mío —advirtió—. ¡Un padre es sagrao! Robar es mu malo, pero la sangre es cosa de Dios, ¡y eso no se toca por na del mundo!
—Lo sé... Me equivoqué —comenté arrepentida.
—Solo te se permite robar corazones... —Me cogió de la mano. Su cara era todo ojos: unos globos de visión penetrantes, profundos. Se clavaban en mí como dardos envenenados, pero en este caso cargados de deseo, no mal. Los míos debían de refulgir como los de esa adolescente de la que te hablé hace un rato, que no conoce más amor que el platónico y lo idealiza—. Mas robao el mío. —Me colocó la mano en su pecho. Su motor cardíaco latía acelerado, sí, pero no tanto como el mío—. No te denunciaré pa que asín no puedas devolvérmelo.
—Si lo tengo yo, entonces tú debes de tener el mío, por eso late tan deprisa —contesté—. El tuyo late así. —Coloqué su mano en mi pecho. Manuel lo sintió vibrar como si su palma fuera un fonendoscopio con capacidad para escuchar mi interior. Dejó escapar un suspiro cálido que golpeó en mi rostro.
—Qué locura de mujer, mi señor —exclamó excitado. Entre suspiros, sus dedos bajaron por mi seno izquierdo—. Qué locura... —insistió. Lo acariciaba con suavidad, en círculo y aplastándolo. El pezón no tardó en salir y marcarse bajo la camiseta con un tamaño similar al de una avellana deseosa de ser comida. Lo deseaba. Él debía de tener la sangre concentrada en su pene y yo en mi clítoris, por lo tanto, no existía terapia ni voces pacíficas que intentaran controlarme. Me acordaría de mis hijas después (siempre después), pero en ese momento mis cinco sentidos miraban, escuchaban, olían, tocaban y deseaban a Manuel.
El beso de pasión que me daba era algo ignoto para mí a pesar de ser madre de diez hijas y haberme besado con un centenar de chicos, incluido el padre de Nala, quien se acercó más a ese tal “amor” pero terminó jugándomela. Ni siquiera los primeros besos cuando tenía once años y Trini hizo de Celestina para decirle a un chaval del barrio de al lado que si quería rollo conmigo. Ese beso me lo dio un niño de doce primaveras que empezaba a saber lo que era subir el mástil varias veces al día por orden de unas hormonas tan alocadas que, en vez de sangre, parecían alimentarse de LSD. No significó nada. Junté mis labios con los de un chico, sí; nuestra lenguas se entrelazaron unos segundos, también; pero hasta ahí. Ni amor, ni deseo, ni pasión ni nada. El beso de Manuel era totalmente diferente. Era un beso suave, muy tranquilo. Sus labios recorrían los míos como si no quisiera perderse ni un solo detalle de estos, con suma precisión y minucioso cuidado. Me conocía de unas horas y parecía estar besando a la mujer de su vida, un tesoro recién hallado y del que no querría desprenderse jamás.
Su aliento olía a café, y la sensación era muy agradable. Las lenguas empezaban a conocerse en una cita a ciegas donde se imaginaban la una a la otra gracias al tacto. Fíjate si me parecía precioso, que de los chicos barbados con los que me besé anteriormente ninguno me hizo las cosquillas que me hacía Manuel mientras movía los labios. Sentía los pelillos de su bigote como un extra de placer, un pro con lo que podía hacer maravillas no solo en los labios de mi cara, sino también en los de mi vagina...
—Válgame el Señor, Manuel... —Di un respingo al escuchar aquella voz no invitada a la fiesta. Ambos miramos. Una anciana blandía su bastón como gesto acusatorio. Sus ojos apuntaban a Manuel como dos misiles.
—Ahora voy, madre —respondió. La mujer, después de mirarme de arriba abajo y suspirar, dejó caer la cortina de mala gana y desapareció.
—Puff... ¡Qué susto! —grité cubriéndome el rostro con las manos.
—Es mi señora madre, no pasa na —me tranquilizó.
—Tengo que irme, no puedo esperar más —anuncié.
—Vente pa la caravana esta noche —rogó—. Una cita, solos tú y yo. Mañana ya marcho, y no quiero morir sin estar contigo. —Lo miré, y creo que me mantuve así varios segundos, quizá un minuto—. Vente, niña. Vente.
Salí de la caseta. Mis hijas me esperaban.
10
La bronca que le eché a V3 fue monumental, ¡de
campeonato! Pero se me pasó enseguida. Esa niña me podía, y mira que te he
dicho muchas veces que quiero a cada una de mis hijas por igual (lo mantengo), sin
embargo, Vicky era Vicky, y tenía un algo con lo que aparte de conectar muy bien
entre las dos, reitero que me podía.
A las
18:00 salí a recogerla, y aunque no te lo creas, a pesar de que los
trabajadores se iban a sus casas, insistía en querer quedarse. Le había dado pero
que bien fuerte. Sus hermanas se montaron en los coches de choque y en los
caballitos; comieron algodón de azúcar y manzanas de caramelo. V3, en cambio,
se pasó las dos horas que estuvimos por la feria jugando con los regalos que le
dieron sus futuras coordinadoras. Ya no insistió en subir al caballito como había
hecho por la mañana, ni siquiera quiso más churros aunque viera a sus hermanas
comerlos de chocolate con lo mucho que le gustaban y siguen gustando. Era feliz
con su camiseta blanca cuatro tallas más grande que ella, su chaquetilla
gigante, su estampita de Jesús y el boli rosa con pompón.
No insistí.
Me tenía contenta, sin embargo, lo dejé estar.
No vi
a Manuel en toda la tarde, pero horas después, ya de noche y en el momento
exacto que te cuento, aproveché que las niñas dormían para abrir la puerta de
la calle muy muy despacio. Escuché unos segundos para ver si alguna de ellas
decía algo (por si acaso se habían despertado), pero no, vía libre.
«Vente
a la caravana esta noche. Una cita, solos tú y yo. Mañana marcho y no quiero
morir sin estar contigo. Vente, niña. Vente», recordé.
Lo deseaba
tanto o más que él, por ello, a pesar de hacer un frío de muerte, me vestí lo
más sexy posible; y ya sabéis: tres horas de ensayo para diez minutos de
función (siempre será así).
La Plaza
del Cañón estaba a oscuras, tan solo me guiaba por el tenue halo de luz que
proyectaba la cancha de pádel situada en lo alto del pueblo. Las casetas,
alegres y resplandecientes por el día, en aquel momento se antojaban como lápidas
dentro de un camposanto a altas horas de la madrugada.
Mientras
caminaba, abrazándome a mí misma de tanto frío como sentía, dos manos taparon
mis ojos por la espalda. Di un respingo al mismo tiempo que profería un alarido
que, décimas de segundo después, calmó la voz de Manuel.
—Aunque sea de noche no hay luna, sigue resplandeciendo el sol… —me dijo. Me
había dado un susto terrible, pero como ves, su labia lo arregló enseguida—.
Pero mira que eres bonita… —Quise quitarle las manos, pero no me dejó—. De eso na.
Yo te guío.
—¿Qué quieres hacer? —pregunté sonriendo, aunque muy muy nerviosa. Parecía una
chiquilla impaciente.
—De to, te voy a hacer de to, niña —respondió—. Déjate llevar
por mí.
—Ay, me da
mucho miedo —comenté—, ¡a ver si me caigo!
—Mi arma bonita, ¿crees que lo permitiría
yo? —No, no lo haría, pero una siempre tiene miedo. En aquel momento me sentía
como una artista que debe dejarse caer de espaldas en lo alto de un escenario
para que su compañero de número la recoja antes de estamparse contra el suelo.
Estas personas ensayan y practican horas a diario durante años, pero la
sensación que vive tu cuerpo al desconocer el final al que lo expones se
alimenta de un nerviosismo y una inquietud que no te deja confiar en el otro al
100%. Confiaba en Manuel, por supuesto. Sabía que no me haría nada malo ni
dejaría que me pasara algo; aun así, tenía miedo.
—Sé que no, pero me da mucho miedo —insistí. Mi
corazón latía a mil, y no solo por la preocupación. Barruntaba la sorpresa.
Había que ser muy tonta para no darse cuenta de que íbamos a acabar lo que no
nos dejaron terminar, pero jamás en mi vida me habían preparado un encuentro
sexual tan intrigante. Terminaríamos follando, sí, era el plan, pero Manuel se
lo curraba bastante y me hacía sentir especial.
—Claro, niña —medió—. Si ya está, mira. Ya estás
pasando.
Así fue. La puntera de mi zapato tanteaba para
cerciorarse de que pisana el suelo de la caravana, y sí, tras unos instantes de
incredulidad, mis pies se adentraron en ella. Manuel, una vez que cruzamos la
puerta, se colocó detrás de mí y, mientras yo avanzaba como las muñecas de
Famosa, me agarraba de la cintura. Noté los pelillos de su barba en mi hombro
desnudo y su melena acaracolada sacudir mi rostro con delicadeza. Olía a gomina
o espuma, uno de los dos productos, y era tan agradable como todo él. Sus
labios se acercaron a mi cara con la calidez que denota una pasión a punto de
desatarse.
—Manuel... —exclamé.
Me calló a través de un siseo resonante instantes
previos a besarme la mejilla con dulzura y suavidad. Giré la cabeza lo que pude
para que nuestras bocas se encontraran. Mis ojos tiritaban y él debía de sentir
el temblor en la yema de los dedos. Acercó sus labios a los míos. Sus pelillos
los rozaron como si me embistieran de pasada para después desaparecer; pero no,
se entretuvo con mi labio inferior, al que mordió con cariño y después tiró
antes de besarme de verdad.
—Eres un regalo vivo de la naturaleza —me comentó
jadeando. El siseo de su voz resultaba orgásmico para mi cerebro. Empezaba a
experimentar esas cosquillitas escalofriantes pero placenteras que te hace
sentir un susurro—. Una niña de bandera, preciosa mía...
Me cubrió los ojos con una mano y echó mi cuello
hacia atrás para besarme la garganta e ir bajando en pequeñas dosis de besitos
tiernos. Sus labios eran como una gasita húmeda que golpeaba mi piel a través
de ligeros toques, y en este caso, en vez de curarme una herida con intención
de cerrarla, me abría la imperiosa necesidad de tenerlo dentro de mí.
Me tensé. Recuerdo que flexioné una de mis
piernas e hice mención de llevar una mano a mi vagina, pero me la retiró.
Quería tocarme o que me tocara él, lo necesitaba. La humectación que recorría
mi sexo excitado lo aclamaba. Se colocó detrás de mí una vez más. Mis pies
caminaban despacio, en completa penumbra pero total lucidez. Mis ojos sin
función en esos instantes recreaban maravillas por dentro. Veía estrellitas,
formas que culebreaban por un espacio en blanco, carente de vida pero impregnado
de pasión. Manuel le daba luz a la oscuridad provocándome placer; también voz
al silencio sacando jadeos de mi interior. Sus muslos golpeaban los cachetes de
mi trasero en pompa, y noté que, por fin, el amigo que tanto esperaba sentir en
mi interior se unía a la fiesta. Su pene, de momento aprisionado por la ropa,
empujaba entre las paredes de mi glúteo como algo gordo que abre camino en
continúas sacudidas, y en cada una de ellas, más rígido y caliente. Sí, lo
notaba cálido y bastante excitado, pero su dueño no quería avanzar tan pronto.
Su intención era jugar conmigo, hacerme rabiar y, después, matarme de placer.
Ojalá…
—Manuel... —exclamé sumisa. Me dejaba y dejaría
hacer de todo, pero que fuera cuanto antes.
El calor de su aliento sacudió mi rostro en forma
de nube mentolada; después, mientras me mordía los labios y juntaba las
rodillas notando fuego en mi cueva de placer (quería que su cirio me diera
luz), su dulce voz me susurró al oído.
—Aún no puedes abrir los ojos, reina.
Apreté las paredes del trasero al notar que su
maquinaria se endurecía más. Revoltosa, muy inquieta, me mordí los labios y,
gesticulando, tanteé con las manos en busca de...
La quiero toda para mí, ¡la
quiero dentro!
Estaba muy nerviosa. El corazón se antojaba
desbocado, ¡Indomable! Su latir repercutía en mi garganta y vibraba como si
fuera la de una rana a punto de croar. Mis pezones, duros como huesos forrados
en piel, rozaban la camiseta y me dejaba esa tirantez que provoca una herida
abierta con cualquier roce.
—Manuel... —dejé caer una vez más. Mi cuerpo era
la pantalla del Buscaminas: necesitaba que repartiera banderitas por las zonas
de mi cuerpo con peligro de explosionar; después, que hiciera juramento de
bandera, bien izada antes de metérmela.
—Quitaré las manos, princesa —me anunció. Su
timbre de voz era precioso bajo el embrujo de ese susurro tan sensual y
tentador, pero la palma se la llevaba su polla: un arma robusta, dura y
penetrante desde el inicio. Las paredes de mi trasero la envolvían cuan perrito
caliente entre dos piezas de pan. Manuel era de los buenos, de los que por más
que le aprietes la salchicha, la mayonesa no salpica si antes no ha estado
dentro—, pero no hagas trampa, ¿eh? No vale mirar hasta que yo no diga.
Retrasé las manos hacia sus piernas una vez más.
Quería agarrársela, sentirla y tenerla conmigo. ¡Estaba histérica! La demora
podía conmigo. Empecé a moverlas arriba y abajo dando bandadas al aire. Se me
escapó un gemido incontrolable, tanto de gusto como desesperación.
—Estoy muy nerviosa, ¡superexcitada! —Lo
dijo mi jadeante respiración, no yo. El corazón no solo latía en mi pecho y mi
garganta, también en las sienes, en las muñecas y hasta entre las piernas,
donde ese sinvergüenza y descarado al que llamamos "clítoris" se
abría paso entre los labios menores para rozar la braga como algo vasto pero
altamente sensible. Notarlo gordo y saliente me hacía encoger la pelvis como si
quisiera retener la orina; pero no, era exceso de placer. Lo sentía a él y la
humectación que rezumaba por mi ropa interior.
—No te muevas —me ordenó instantes previos a
dejar mis párpados en libertad—, y sé niña buena y no los abras, ¿eh? —Debió
mirarme para cerciorarse de que obedecía. No me había fiado de él subiendo las
escaleras de la caravana y él no se fiaba de mí, pero ambos fuimos obedientes y
cumplidores. Noté una vez más la calidez de su aliento golpear mi rostro como
una dosis refrescante dentro de mi arrobo y embelesamiento.
Me jode mucho poner ejemplos relacionados con
alcohol, pero sentía mi interior igual de ardiente que si hubiera tomado tres
copas de cava, aunque debieron de ser bien frías. Sí, porque acto seguido,
colocó sus manos en mi tripa medio desnuda, lo que hizo que me estremeciera
como si en vez de estas me hubiera colocado cubitos de hielo. Gemí, y más aún
cuando una vez encariñada con su temperatura, la delicadeza y suavidad de sus
dedos fue bajando como el cauce de un río dispuesto a desembocar en un mar de
lujuria y perversión.
Tiene los dedos muy suaves y…
—Me (pausa) gus… (pausa) ta.
Megus... (pausa) ..., gusta mucho.
Me desesperaba gracias a lo que sentía, o por
culpa de ello
(de él).
Me ponía malísima, y en todos los sentidos. Crucé
las piernas por desesperación, y ya sabes lo que pasa cuando las cruzo, aunque
esta vez es obvio para ti.
—Ya
puedes abrir los ojos –me susurró.
Lo hice.
Después de un rato en penumbra, no viendo más que
las propias estrellitas y el juego de luces que creó mi cerebro, levanté los
párpados y, dentro de mi vista obnubilada, procesando la carga de luz que
llegaba a mis órganos de visión, empecé a divisar lo que parecían pequeñas
llamas; y en efecto, tras varios parpadeos, ajusté el enfoque y vi una serie de
velitas rojas que titilaban igual de nerviosas que yo. Recorrían un camino
recto desde nuestra posición hasta el cabecero de un viejo pero pulcro camastro
adornado con pétalos de rosa.
—¿Y esto? —pregunté sin dar crédito. Había
retrocedido diez años, volvía a ser adolescente y vivía lo que el alcohol y las
drogas no me dejaron vivir durante la edad del pavo. Esa noche con Manuel fue
mi primera cita romántica, mi primer encuentro sexual con atmósfera y más
sentido que el del gusto. Por fin una de mis escenas pornográficas tendría
argumento inicial, no solo sexo como deseo y alivio mutuo. Mis ojos llenos de
lágrimas debían de copiar el movimiento de las llamitas—. Es precioso,
¡precioso, Manuel!
Qué mono...
—La preciosa eres tú —me dijo antes de besarme en el cuello
una vez más, aunque lo sentí como si sus labios fueran un sello y los hubiera
estampado contra mi piel. La sensación cosquilleante fue maravillosa, y crecía.
Su pene seguía duro, erguido y rebelde. Lo notaba empujar entre las paredes de
mi trasero cada vez con más sangre alimentándolo.
—Te como...
Mientras pensaba si comérmelo a besos o acostarme
con él de una vez por todas, entrecruzó los dedos de sus manos con los míos
para acto seguido abrirme los brazos. Solo faltaba la proa del barco para
homenajear a Titanic.
—Estás crucificada —susurró en mi oído. Instantes después
continuó con los besos por el cuello.
Ay…
Esto ya no. ¡¡Es demasiado!!
De un arrebato, cerré la cruz intentando llevar
las manos hacia mi sexo. Mi cueva de placer necesitaba a un salvaje de las
cavernas, y el elegido era él.
Tócame.
Tó...
—No,
no, no —Me frenó—. No tan deprisa, mi reina. Estoy bastante juguetón.
¡¡Yo no!!
Siguió besándome el cuello. Eché la cabeza hacia
atrás con todo el cuerpo arqueado. Notaba como babas escurriendo entre
mis muslos. Doblé las piernas llevada por la excitación; él empezó a subir
las manos. Sus dedos rozaban mis
(más arriba)
Costillas, para después, lentamente, subir
hasta...
(Tócamelas, sí. Vamos. ¡No te pares!)
Estaba preparada y deseosa de recibir sus manos
en mis senos, por ello me estremecí adelantándome a lo que sentiría cuando me
los tocara. Debía de tener sonrisa de estúpida, la cual se borró en el acto
cuando no me los tocó.
¡No me ha tocado! Jum. ¡Está
guerrero!
Coloqué mis alocadas manos en su cabeza. Le
agarré el cabello dando suaves tirones.
Si tiro más te haré daño,
cariño, ¡¡pero es que no lo resisto!! ¡¡HAZME EL AMOR YA, POR
DIOS!!
Bajó las manos. Le sentí atrapar la gomilla de
mis bragas y bajarlas. Al deslizarlas por mis muslos noté algo de frescor en la
zona ardiente.
Pero quiero
que siga quemando; quiero que tu arma se enfríe dentro de mí. Vamos, juguetón.
¡¡VAMOS!!
Subió las manos hacia mis senos una vez más.
Nada, ¡lo sabía!
Le sentí bajarlas hacia...
(cómo me estás poniendo, nene)
mis caderas, y de ahí...
(tócame. ¡Tú también lo deseas!)
hacia…
¡Aggg…! ¡No me toca!
Pero noté que se excitaba más. Su miembro
parecía estar hecho de hierro, y necesitaba por todos los medios que me
lo...
¿Qué hace ahora?
Me bajó la cabeza, retiró mi melena a un lado y…
—¡Oh,
sí! ¡Me encanta!
Me
besó a la altura de los senos, muy muy despacito. Tenía la piel de gallina y
empezaban a temblarme las
(lo quiero ya)
piernas.
Vamos.
No quieras ser más malo… ¡Casi lo consigues!
Un beso en la espalda hizo que me
tensara aún más. Mis pezones apuntaban hacia el infinito tan duros como
piedras.
Y ahí ya sí.
Primero fueron sus labios y su lengua. Me
los chupaba y succionaba como si yo fuera un helado al que sorber y lamer, pero
uno que se derretía con cada uno de sus movimientos. Tenía los pezones tan
duros y agrietados que daba la sensación de que se me petrificarían los senos, de
que se disecarían para ser reliquias con las que disfrutaba él y me hacía
disfrutar a mí.
Me escurría de gusto.
Mordía mis labios ladeando la cabeza a un lado y
a otro. No sabía lo que hacía.
—¡Me encanta! —grité retorciéndome de placer—.
¡Me encanta!
A él se le puso aún más dura.
Esta es la mía, guapetón.
Le solté las manos y me di la vuelta con rapidez.
Nuestros alientos se mezclaban como si fuera una competición para ver quién de
los dos ganaba jadeando más; su torso endurecido rozaba mis pezones erectos en
un ritmo de respiración descompasado. Nos mirábamos con ansia asesina. Ambos
queríamos comernos, devorarnos cada parte de nuestro cuerpo antes de morir
unidos, fundidos en una fusión creada entre hombre y mujer: el vivo deseo de la
locura carnal.
Un pecado delicioso.
Sus ojos me penetraban.
(Penétrame).
Los míos lo decían todo sin hablar.
(Mis labios esperan que lo hagas).
Llevé mi mano hasta su paquete y lo agarré. Pareció
saludarme con un vibrar al que Manuel acompañó entre suspiros. El bulto
creciente palpitaba en mi mano y él ardía en deseo.
—Ahora seré yo la juguetona... —anuncié—. Vamos a
ver qué tal se porta esto.
Me agaché y le bajé los calzoncillos. Su miembro
vibró de la misma forma que lo haría una espada de esgrima antes de regresar a
su firme posición una vez blandida. El soldado de Manuel me esperaba firme pero
nervioso. Lo subía y bajaba haciendo que su cabecita pelada se escurriera entre
mis dedos. Él miraba al techo, tenso y tembleteando de gusto. Su nuez subía y
bajaba como un ascensor que ascendía y descendía por los pisos del placer al
son de mis movimientos.
—Joer, niña… —se quejó de gusto.
Empecé a recorrer su escroto con mi lengua. A sus
huevos les encantaba, pero no tanto como a él. Los chupé antes de meterlos en
mi boca con suavidad. Mis labios jugaban con ellos con el movimiento característico
de quien absorbe el interior de una breva para dejar vacía la piel. Pues así,
suavemente, llenaba de saliva unos testículos cada vez más contraídos y
dispuestos a vaciarse.
Di un pequeño tirón que le dejó K.O. Su gemido me
hizo dar fe, quizá por ello se apartó entre quejidos irresistibles.
—Vas
a ver tú lo que hace el Manuel —Me cogió en volandas. Caímos de golpe encima
de la cama en décimas de segundo. Boté sobre el colchón, pero cuando quise
darme cuenta, tenía su lengua jugando con mi sexo.
Recorría
(ah)
las paredes
(aah)
a lametones.
La movía como...
—¡¡Oooh, síiii!!
—Esto aún no es na —aseguró. Hablaba de
carrerilla. Ambos estábamos superexcitados.
Hice fuerza con los pies para impulsarme. Tenía
las piernas en tensión, como si estuviera haciendo el pino puente sin utilizar
las manos porque él me…
—No pares —rogué—. Ahora no. Da... (aá-ah) me.
Me chupó la bolita. Lo llamó “guisantito” con
ternura, pero lo único oral a lo que prestaba atención era a su sexo, ¡no a su
habla! ¡¡ME VOLVÍA LOCA!!
Le agarré del cabello y tiré bien fuerte. Emití
gemidos incontrolables mientras mis ojos se escondían dentro de los párpados
superiores.
Veía bla…
(Aaáh)
nco.
Veía el cielo.
—No pares. ¡No te apartes!
Cambió
la lengua por los dedos.
Los
introdujo muy despacio, pero me pilló tan cachonda y caliente que resbalaron
por un túnel humedecido en deseo.
—¡Aaah!
Gemí.
Sentía el clítoris hinchadísimo por dentro, y los
de…
(no)
dos
(pares)
de Manuel lo
(¡No pares!)
rozaban.
Empezó a moverlos.
Circulo, círculo y tiraba hacia arriba.
—Aaah-hi…hii-Aaah
—Circulo círculo y tiraba más—Aaáh…Hi-hii… —Me agarré a las sábanas. Moví la
cabeza bruscamente, como si en vez de Jezabel fuese Regan, la niña de El
exorcista que sentía al demonio dentro de su cuerpo. En este caso, la diabla y
pecadora era yo, pero si el castigo por ello era el infierno, no creo que
hubiera más ardor que el que lubricaba mi sexo acariciando las puertas del
clímax.
Los muslos me temblaban como si las rótulas
quisieran chocar una contra la otra y aplaudir entre ellas, pero antes de
tocarse se repelían para continuar tiritando.
¡CÍRCULO CÍRCULO Y TIRÓ OTRA VEZ MÁS!
Me incorporé haciendo una brusca abdominal antes
de sacudirme como si mi orgasmo llegara cargado de alto voltaje y repartiera
descargas por mi sangre. Mi uretra era un aspersor que soltaba goce líquido
mientras sufría una especie de ataque epiléptico. Me botaba el cuerpo, soltaba
sacudidas espasmódicas en unión a una sensación calórica y de asfixia por la
que cualquier ser humano se rendiría.
Firmo. Firmo la muerte si
respirar me quita esta droga tan deliciosa.
Las escleróticas destacaban por ser lo único
incoloro alrededor de la piel de un rostro a rebosar de sangre. Apretaba el
cabello de Manuel como si esa descarga me hubiera dejado pegada a él, en
tensión, agarrotada, momento en que el interior de mi pecho recuperó su
función. La respiración regresó a mí de la misma forma que vuelve para quien ha
tenido la cabeza bajo el agua más tiempo de los normal.
Y entonces...
¡BRUU-ÚUU…!
(Descanso)
¡AAÁAAAHH! —Los últimos estertores de esa gloria
que no puedo explicar con letras se fueron entre sacudidas menos intensas pero gozosas.
Me dejé caer de golpe, rendida. Volví a poner los
brazos en cruz, pero era el turno de Manuel. Acercó la cabecita pelada de su
pene para rozar la entrada de mi vagina; antes de penetrarme, se detuvo y me
miró. Su cara pretendía ser romántica, y el beso que me dio lo consiguió, pero
veía a un hombre deseando aliviarse.
Empezó a follarme.
Al meterla me sentí plena. La sensación de
rozarme el cuello del útero con su glande era riquísima, mucho mejor que al
masturbarme con sus dedos. Moví la cabeza a un lado y a otro sin parar de
gemir. Acababa de correrme pero necesitaba más. La reserva de sensaciones tenía
nombre, se llamaba Manuel y aún no había apagado todo el fuego que sentía mi
sexo perverso.
Lo abracé con las piernas apoyando las manos en
su nuca.
—Sigue...
—empecé a gritar—. ¡Sigue!
Aumentó
el ritmo. Mi rey gitano era la fiera que necesitaba en esos momentos, una
auténtica bestia. Sus movimientos eran incansables y nada agotadores; movía su
pene adelante y atrás a toda velocidad. El “glup, glup” al entrar y salir por
mi vagina empapada se mezclaban con los jadeos de mi acelerada respiración.
Era
imposible no quejarse
Era
imposible no gritar.
Era
imposible no aclamarlo.
—¡¡Me
corro me corro me corroooo!! —gritó segundos antes de bajar el ritmo, arquear
la espalda y mirar al techo parpadeando compulsivamente. Era el empuje de un
estoque de hierro, firme pero nervioso, que remataba con creces su final feliz a
base de abruptas sacudidas. Acaricié su torso mientras terminaba, algo que le
hizo encogerse y gritar aún más. Notaba cómo sus huevos se contraían y
relajaban al vaciar una muy buena carga de espermatozoides.
—Ya
está, cariño… —le susurré—. Ya está. —Juntó su frente con la mía, jadeando,
compartiendo el último aliento de disfrute; después sus labios sellaron mi
susurro por medio de un beso pasional.
—Juro
por mi sangre que no te he mentido, niña —confesó resoplando, agotado—. Me te
has metío aquí dentro y estoy loquito por ti.
Lo
besé dando a entender que el sentimiento era mutuo.
Me
hubiera quedado abrazada a él toda la vida, pero el clip de mala madre me
recordó que tenía diez hijas menores a las que había dejado solas.
Joder…
11
—Y si ha de ser asín, que sea, pues, pero vivir sin tu amor a mi lado... —Manuel hizo una pausa encima del escenario. De entre todas las personas asistentes, eligió mirarme a mí—, es firmar la muerte en vida pa los restos... —Se colocó la mano en el corazón, y te juro, lector/ora que, a pesar de haberte dado mi opinión respecto a lo que queríamos ambos (capricho, deseo, ganas de aliviar nuestro instinto sexual), y de que como buen actor, había fingido amor por mí para conquistarme, durante la ovación no me quitó ojo en ningún momento. Podía haberlo hecho, decir que ya se había acostado conmigo, que le di lo que quería y punto, borrón y cuenta nueva; pero me miró, lector/ora. Sus ojos mostraban lo que sentía interiormente a través de dos bolas perladas en lágrimas. Tenía los labios fruncidos, y no los separó hasta pasar la lengua por ellos, tragar saliva y suspirar.
No fue solo un polvo. Se portó como un auténtico caballero después de tener sexo. Me respetó y trató como a una dama.
Nunca te olvidaré…
Esa fue la última vez que vi a Manuel, pero como puedes imaginar, todavía vive en mis recuerdos. Su sonrisa no muere, sus caricias no terminan, sus besos aún me saben a él. Aquel día soplaba el viento, pero dejó sus palabras conmigo y muy dentro de mi corazón.
No se las llevó.
Nueve meses después nació Alba, mi decimoprimera hija. Una linda merchera bastante activa y espabilada, como su padre. Como dirían en el sur: "Tiene un salero de olé".
Por casualidades de la vida, es actriz de teatro (no me sorprende puesto que la mayoría de mis hijas heredan la profesión de su padre), pero sueña con llegar a salir en la gran pantalla.
Claro que sí, cariño. Lo conseguirás.
Al igual que les ocurrió a Sherezade y a Nala, la infancia no fue fácil para ella. No hasta el punto de sufrir acoso escolar como sus hermanas, pero sí algún que otro rechazo por esa sociedad que retrató su padre con toda la razón del mundo. Mi hija era la gitana, la ladrona, la peligrosa, la que no trabajaría porque su principal alimento sería delinquir... Pues no, mi hija no ha robado jamás en la vida, es inofensiva y trabaja como la que más haciendo lo que verdaderamente le gusta, y como ella, otras tantas gitanas y gitanos que viven su vida sin meterse en la del resto ni opinar sobre ella.
Nací en el siglo XX y vivo su involución en el XXI...








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