sábado, 27 de septiembre de 2025

Las hijas de Jezabel: Capítulo 2 -Lilian (+18)

 

1

 

Madrugada del 01/05/1995, noche del famoso eclipse de Luna, y ese que España esperaba impaciente como si de nuevo, treinta años después, tres astronautas pusieran sus pies sobre ella por primera vez en la historia. El país sentía la imperiosa necesidad de ver el fenómeno de cerca y yo de tener cerquita a una fenómena, en concreto, entre mis brazos. Mi hija Luna, mi primogénita, estaba a punto de llegar. El eclipse me importaba lo mismo que todo en la vida. Mientras abuelos, padres, hijos, sobrinos y demás familia, se asomaban a los balcones con la radiografía de un húmero roto, un páncreas bilioso perdido entre negrura, o el huevo colgón de un octogenario con el tamaño de un aguacate de dos kilos como protección para sus ojos, yo me retorcía de dolores, con la espalda y la frente empapadas de sudor, los mechones de mi cabello —húmedo y alborotado—, adheridos al rostro igual que pegatelas estampadas al vapor, y con las hileras de dientes tan prietas la una contra la otra que parecían estar a punto de hacerse astillas de hueso. Lloraba a lágrima viva. Las contracciones se intensificaban con el paso de los minutos, cada vez más fuertes, rápidas y dolorosas. Resoplaba ansiosa al mismo tiempo que clavaba las uñas en el camastro donde sufría abandonada. Mi padre me había retirado la palabra meses antes y mi madre parecía no querer saber nada más de mí. Estaba sola, con trece años largos a punto de cumplir catorce, sin padres, sin familia, sin amigos. Madre soltera y adolescente con un futuro prometedor...
        Para que los hombres me entiendan, empujar para dar a luz es como sufrir estreñimiento por delante, solo que con el conducto salvajemente dilatado y, en vez de soltar un regalito que no quiere nadie, sacas un regalazo que amas para siempre. 
         Sentía la corona de Luna estancada en la entrada de mi vagina. Su cabecita pedía a gritos salir, pero yo me cansaba de empujar, ¡no podía más! Permanecer calmada con los tranquilizantes que tenía en vena era como querer emborracharme a base de cerveza sin alcohol: eso y nada era lo mismo. Mi hija salía, estaba a las puertas, y era ya, esa noche y en ese instante.
        Entre gritos, a punto de perder la consciencia, dejé de apretar los dientes para hacerlo con los párpados; resoplando, con la cabeza en beligerante lucha por quedarse en un lado o en otro, abrí la boca todo lo que pude y, sosteniéndome a los bordes del colchón —donde dejé sangre y un par de uñas—, proferí el mayor alarido que recuerdo hasta entonces: feroz, desgarrador; al mismo tiempo, saqué fuerzas de donde solo una madre sabe sacar en esos momentos y empujé por última vez. Enseguida escuché el sonido más bonito de mi vida, aunque se tratara de un llanto.
           Mi niña estaba aquí, ¡por fin!
           Reí y lloré a la vez antes de desmayarme.


2


Escuché un estrépito que me despertó sobresaltada. La puerta de la habitación se abría después de que una mano accionara el pomo como si en vez de bajarlo para abrir, hubiera utilizado las dos manos para hacer fuerza y clavar una grapa con una grapadora gigante. El corazón latía en mi garganta. De la noche a la mañana había tenido una hija y también nuez, ya que algo en mi tráquea bombeaba igual que ese bulto duro que tienen los tíos y sube y baja cuando tragan.
        Con las manos en el pecho, después de hacer una abdominal forzada y por instinto (casi se me saltan los puntos), miré hacia la  causante del susto y vi que se trataba de mi madre. No puedo decirte con exactitud el tiempo que nos miramos la una a la otra sin decirnos nada, lo que sí sé, es que ella, pese a su dureza, movía los labios con intención de sonreír, y sus ojos llorosos secundaban la propuesta. Yo, sin embargo, dejé caer la espalda en la cama y aparte la vista.
        —Has tenido una niña preciosa —escuché que me decía. Yo hacía caso omiso; por fuera, ya que mi interior se quedaba con la copla y, tal vez, mi lenguaje no verbal se contradijera con mi intención de aparentar—. ¿Cómo estás? —No tenía ganas de contestar, lector/ara, estaba muy dolida con mi madre. Era una irresponsable, sí, pero el tiempo me hizo saber que a una hija nunca se la abandona. Tengo muchas, muchas hijas y remordimiento individual por cada una de ellas—. Veo que no quieres hablar —continuó—, ni siquiera mirarme. —No lo hacía. Le daba la espalda—. Espero que esto te sirva de lección y que cambies. —No quería escucharla—. Eres madre, Jezabel, y aún no has cumplido ni catorce años... —Parece una historia de ficción que solo aparece en las películas o en la mente de alguien que la crea como fenómeno literario, pero es mi historia, y es real. Era mamá, una mamá de solo trece años—. Céntrate y asume tu responsabilidad. Deja de meterte mierda en el cuerpo de una forma u otra, deja de robarnos y de mentirnos, a mí, a papá y a la abuela. —Lo había hecho, sí, y varias veces. La adicción me perdía—. Quiero que regrese mi niña, la que hasta hace dos años jugaba con muñecas e ideaba historias fantásticas para jugar con sus amigos en un tablero, con fichas o dados. —Mamá se refería a los juegos de rol. A partir de los diez años, muchas tardes después de hacer los deberes un par de niñas y un par de niños venían a casa y jugamos a ser héroes y heroínas de un mundo irreal, ficticio, uno envidiado por la cruda realidad—. Ya no tienes amigos, Jezabel —No los tenía, cierto, solo sexo a cambio de "tal", siempre "de tal". Mi cuerpo era un pecado y yo una pecadora insistente y lujuriosa que incumplía los mandamientos de la Ley de Dios—, y ya que tu vida no será nunca la misma por la responsabilidad que te toca asumir pese a ser una cría, haz el favor de cambiar y mirar por tu hija y por ti.
        Pero no cambié, me entró por un oído y me salió por el otro.
       A mi padre no le quedó más remedio que hacer de tripas corazón y tenerme en casa. ¿Dónde iría si no una cría de trece años con una bebé recién nacida?
     No me dirigía la palabra, tampoco mi hermano; mamá y Celia (mi hermana) sí. Esta última casi nada, y con el tiempo cada vez menos, pero un poco de vez en cuando.
      De pequeña había tenido bebés de juguete, y mi habitación en casa de mis padres donde dormíamos Luna y yo tenía un montón en las estanterías, por ello, no me fue nada difícil cambiarle los pañales, darle el bibe o salir con ella a pasear dentro de su cochecito. Tenía un biberón de juguete que, mientras se lo dabas a la muñeca, la leche se escondía como si de verdad se la bebiera. El pecho me costó más. De por sí, con trece años usaba la copa C, y recién cumplidos los catorce, recuperándome de haber dado a luz a Luna, la D. Pensé que tener la boquita de una bebé en los pezones sería muy parecido a la de los chicos del barrio cuando me los chupaban (nada que ver).
      Al principio fue todo bien, pero en cuanto pasaron los días y empecé a encontrarme mejor, el llanto de la niña se me hacía insoportable. A esto se le juntaba mi síndrome de abstinencia. No era severo, pero el cuerpo me pedía alcohol y algún tiro de hierba. Escuchar llorar a una bebé cada dos por tres se hace desesperante por momentos para una madre normal, así que imagínate para una incompetente como yo que solo pensaba en que se callara para salir a fumar, echar un trago y algún que otro polvo como modo de evasión.
      En casa no había bebidas alcohólicas ni infusiones (ya te contaré por qué), pero tenía algo de tabaco guardado y una pequeña bolsita con restos de marihuana. Cuando mis padres no estaban en casa, abría la ventana de la habitación y fumaba a escondidas. Luna, en su cunita, no se enteraba de nada pero lo absorbía todo, así que no es de extrañar que, después, con los años, las voces de "mala madre" repiquetearan por mi cabeza a modo de tortura psicológica.
      Cuatro meses después de tener a Luna regresé al instituto (no quedaba otra). Mi madre se encargaba de ella hasta que regresaba, pero había días que no pasaba por casa hasta que llegaba la noche, fumada, riendo como estúpida, sudando el alcohol consumido y sin acertar a abrir la puerta de entrada.
       Y no podía ser.
       Mis padres discutían por mi culpa mientras me tapaba los oídos con los cascos. Ponía mi casete favorito de Camela en el Walkman, la música a tope y,
    —¡Que no puede ser, Encarna! —vociferaba mi padre—. ¡Has parido a un peligro de hija! ¡Puta y sinvergüenza!
       Discutid a gusto...

 

3

 

Llevaba menos de un mes desde mi regreso al instituto (justo en septiembre, al inicio de curso) y ya había faltado varios días por fumarme clases y porros. El recibimiento inicial no fue nada bueno por parte de chicos y chicas: burlas, gestos obscenos y algún que otro gilipollas que se metía un balón de fútbol bajo el jersey cuando pasaba, pero a decir verdad, tampoco tanto. Era, por decirlo así —aunque con connotación negativa y no como creía por aquel entonces— una chica respetada y admirada, y no por haber sido madre adolescente, sino porque todos los alumnos con hormonas andantes querían acostarse conmigo. Sus pililas en crecimiento, tiesas la mayor parte del día, tenían hambre y sed de la voluntad de Jeza (entre mis piernas hallaban la gloria).
        Las chicas de catorce llegábamos al nuevo curso con más volumen de pecho, más culo y la piel más suave y bonita. Los chicos con la voz más grave, haciendo gallitos además de intentar ser uno, y un poco de pelusilla en el labio superior. Se rascaban el proyecto de paquete y tiraban de él como si quisieran agrandarlo. Miraban tetas de todos los cursos y soñaban con tocarlas. Yo, sin embargo, llegaba siendo madre: la única mamá adolescente de todo el barrio. Dar a luz no me cambió ni para bien ni para mal. Regresaba la más popular, "la hija de la Encarna", esa que la comía que daba gusto, por eso, en optativas para ese año todos habían marcado "Jezabel".
        Queremos un rato con Jezabel.
        Corto, siempre corto para mi desgracia, pero poco más podía pedir siendo la cría que era.
      Recuerdo que una mañana, mientras colocaba las cosas en la taquilla, unos nudillos llamaron a la puerta de esta. Asomé la cabeza con intención de llamar imbécil al o la que fuera, pero cuando vi el rostro del culpable, se me cortó la respiración.
       No puedo creerlo... ¡Está guapísimo!, me dije hasta el punto de ponerme cachonda. Me entraron los nervios tontos y olvidé por completo cerrar la taquilla.
      —¿Qué tal, Jeza? Me alegra tenerte de vuelta. —De vuelta quería que me pusiera él, a cuatro patas y mirando hacia Cuenca y el resto de comunidades autónomas, así conocíamos Geografía, nos dábamos un repaso de Lengua y practicábamos Anatomía sin necesidad de asistir a clase.
      Era Dani, un chaval de dieciocho años (repitió sexto de primaria y tercero de E. S. O) que había evolucionado de patito feo a guapo en un abrir y cerrar de ojos. Hasta donde yo sabía se le conocía como «El Zanahorio» puesto que tenía el cabello del color de un puré de zanahoria, ¡¡pero ahora estaba guapísimo!! Había crecido un poco más, llevaba el pelo con una melenita que le favorecía y no tenía apenas pecas alrededor de la nariz. Sus ojos verdosos me escrutaban de arriba abajo como la luz de un escáner que no pierde detalle del cuerpo que analiza. Dani me analizaba con precisión, con descaro (cómo había espabilado y qué bueno estaba), y mi coño empezaba a pedir fiesta.
      Mi conejo quiere tu zanahoria, larga y hasta el fondo, no cortita y al pie. Hay que meterla, los toquecitos no valen para nada si no termina dentro.
      —Bi-en —respondí en dos tiempos y después de unos minutos. Había una gran diferencia entre el sexo por intercambio de droga al de cuando me gustaba un chico. Parecía dos Jezas diferentes.
      —¿Te hace que vayamos a dar una vuelta? No me apetece aguantar el tostón de clase, ni creo que vuelva más.
        «Espero que te sirva de lección, que te centres y...»
        Dejé de escuchar a mi madre en la cabeza y accedí con muchísimo gusto (vaya que sí).
      Lo de zanahorio era cierto. Dani tenía una pija estrecha empezando por la punta, pero luego engrosaba de tal forma que me hizo ver el arcoíris antes y después de llover. Quizá fuese por ser el más mayor de los chicos con los que había estado hasta el momento y su cuerpo estuviera más desarrollado, o tal vez por genética, pero era la primera polla grande que me comía y sentía dentro de mí con plenitud.
        Los labios del coño me escurrían como si fueran una nariz que no dejara de moquear. El Zanahorio de antaño, carne de bullying varios cursos seguidos, no tenía nada que ver con el chico que sostenía mis caderas mientras cabalgaba salvajemente encima de él. Saltaba sobre una dura barra cubierta de carne, de menos a más, como ya te he dicho, y una penetración de semejante grosor, en una posición tan libre de profundidad como esa, hace que, tras un rato en la gloria, termines acariciando las puertas del cielo cuan amplio es. Me corrí como si se me hubiera roto la vejiga por culpa de los meneos y un montón de orina saliera disparada. Al principio, con la cara a cuadros, entre mezcla de placer ignoto hasta el momento y desconocimiento absoluto, seguí moviéndome encima de su polla hasta que lo vi tensarse, apretarme contra él y calmarse con la cabeza entre mis tetas. Las embestidas finales de Dani mientras se corría fueron la guinda final de un más que delicioso postre, nada que ver con el repostero que me preñó: el merengue de Dani ganaba con creces a la crema de su abisinio precoz...
        Mi Zanahorio cumplió su palabra y no volvió más, ni siquiera supe de él. No era del barrio y jamás lo vi. Tengo un bonito recuerdo, tanto en mente como vivo, ya que nueve meses después de nuestro encuentro, nació Lilian. Lilian, sí, otra hija más. Y, ¿qué puedo decir de mi pequeña Lily? Que estoy orgullosísima de ella puesto que es todo un ejemplo de superación. Gracias a Dios no ha tenido ningún problema grave (nada de eso, no), sino que le aplaudo, porque un día, recién empezada la adolescencia, poco después de su primera menstruación, me dijo: —Mamá, quiero ser modelo, y necesito convertirme en una chica superguapa, más que Poison Ivy (su ídolo femenino). Ahora no lo soy.
      Eso de que no lo era... Estaba en su cabecita, nada más que ahí, en la de una niña en la edad del pavo (como yo cuando la tuve) que experimenta cómo va cambiando ese cuerpo que el día anterior no era más que algo de carne con lo que mamá le vestía y le hacía cosquillitas en la tripa; juntas nos reíamos delante del espejo mientras contábamos sus pecas de una en una. Siempre lo hice para quitarle hierro al asunto, para que las burlas e insultos de sus compañeros de clase no surtieran efecto. De peque no le decían nada, pero nada más empezar la E. S. O aparecieron pintadas en su pupitre: 
       «LILIAN SE TIÑE EL PELO CON SU PROPIA REGLA», o «EN LA CARA DE LILIAN ESTÁN LOS GRANOS PAJEROS DE TODA LA CLASE».
      Cuando el desarrollo se acentuó, los comentarios destructivos pasaron a la historia dando paso a otros que, aunque a ella le agradaban puesto que necesitaba sentirse querida y deseada (también como yo en mi adolescencia), tampoco eran correctos, pero en casa no la veíamos tan afectada como en el pasado.
      Dejó de comer chocolate (le encanta, sobre todo los Pepitos con crema, y cuanto más grandes, mejor. No sé a quién habrá salido...). Se lo propuso como reto para conseguir su objetivo, y a base de lucha y genética, lo consiguió.
       Se ha convertido en una pelirroja preciosa y admirada, tan bonita como yo a su edad, y también como su padre, sí (¿por qué no decirlo?). Dani no me hizo nada malo, todo lo contrario. Me dio el mejor orgasmo que había tenido hasta el momento (creo que el primero) y una hija maravillosa. Le guardo mucho cariño.
Desapareció, pero mi hija está aquí presente.
    Toda una moza, y tanto ella como yo estamos ilusionadísimas porque ha empezado a posar en estudios fotográficos.
    Casi lo tienes, cariño. Serás una modelo admirada. ¡Brillarás! 
    Dicen que es la más guapa de todas mis hijas —y quien no vea que se ha convertido en una preciosidad necesita gafas de bastante aumento—, pero para mí es igual de bella que las demás. De pequeña creyó no serlo, y ya lo era igual que sus hermanas, por mucho que les faltaran varios dientes de leche o les salieran torcidos.
       Para una madre, ¿existe alguna hija que sea más guapa que las otras? ¿Una que valga más o menos que las demás? Imposible.
    Lilian es la Hiedra venenosa que carece de veneno. ¿Presumida? Quizá un poco, pero se lo ha ganado, y los logros de la vida están para disfrutarlos.

       PD: me consta que vuelve a comer Pepito. Su madre (una servidora) ya ni Pepito ni Gusanito...

 

            Dedicado con cariño a todas las modelos del mundo (un sueño sin cumplir)

                                                              Jezabel Losada.

 



























2 comentarios:

  1. ¡Estupenda segunda entrega, Jezabel! La narración engancha con las peripecias de esta protagonista tan díscola como divertida, pero de buen corazón. Se lee de un tirón. Logras una narración cercana y llena de humanidad, y eso es todo un logro. ¡Muchas felicidades!

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    1. ¡¡Muchas gracias, Jorge!! Me alegra un montón que te haya gustado, y que le dediques a esta historia parte de tu tiempo; te lo agradezco mucho,💋🤗

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