1
Iris, Sherezade y V3
chapoteaban como patitas en una bañera hasta arriba de espuma. Cada bola de
guerra sonaba como una cucharilla penetrando en mousse de yogur, pero no como
arma dañina, sino como entretenimiento infantil. Las peques jugaban felices y
sin preocupaciones. No eran más que niñas, criaturas inofensivas disfrutando
sin saber por qué. Esa noche era la guerra de bolas, al día siguiente se les
olvidaría y llegaría la competición por ver cuál de sus Barbies era más bonita,
quién la peinaba o vestía mejor; el resto de días serían azafatas de vuelo o cajeras
de supermercado con artículos de compra que, Iris, Lilian o Luna, recortarían
de folletos publicitarios... Cualquier cosa, porque cuando se es niña todo es
diversión, nada aburre y no se conoce la palabra «problema» ni su significado,
y es que la infancia no es más que el prólogo de una vida que carece de trama
hasta el inicio del primer capítulo.
Me
hacía inmensamente feliz verlas de esa manera.
Lilian
se cepillaba el cabello mientras Nala gateaba por la alfombrilla; yo, muy cerca
de ellas, aseaba a Alex utilizando el lavabo como bañera. Al ser tan chiquitina
parecía estar dentro de un jacuzzi.
—Tienes
que desenredarlo bien, mi amor —le dije a Lily, la misma que parecía estar a
punto de dormirse de pie—. Coge el cepillo grande del tercer cajón, te será más
fácil. —Me hizo caso y lo cogió.
—Uggg...
—protestó—. Mira, mamita, ¡está lleno de pelos negros de Luna!
—Son
cuatro pelos de nada, cariño —aseguré—. No exageres.
—Es
una bola enorme... —masculló.
—¡Jo,
mami! —se quejó V3 muy enfadada. Al ponerse de pie vi que era más espuma que
niña—. ¡No me de... —Antes de que terminara, Sherezade le hizo un placaje por
detrás y las dos acabaron cubiertas de jabón.
—¡Os
ganaré! —añadió Iris instantes previos a sumergirse en su busca.
—Niñas,
debajo del agua no —Me acerqué a la bañera con Alex en mis brazos mientras las
peques terminaban su guerra de espuma.
—Déjame
ganar, mami —me dijo Iris.
—Sí,
pero con la cabeza fuera del agua —ordené—, y nada de echarse pompas de jabón
en los ojos, ¿me oís? —V3 salía con la cara tan llena de espuma que parecía
tener la barba del abuelo de Heidi, serie que veían todas las mañanas
aprovechando las vacaciones de verano—. Y sin abusar, Iris. —Quiso esconderse
bajo el agua, pero la cacé—. Eh, eh-eh, señorita...
—¿Sí,
mami...? —Me miraba con carita de niña buena, pero todo cuento.
—Nada
de actuar, Iris —le advertí—. Pórtate bien y sé buena con tus hermanas
pequeñas.
—¡Te
ganaré, tata! —gritó Sherezade y le lanzó una bola de espuma. Acto seguido, las
tres reanudaron la guerra.
—Mamá
—dijo Luna entrando en ese momento—. Mira cómo ha quedado la bolsita de
manzanilla.
Era
verano. No puedo calcular los grados que habría, pero el día fue lo
suficientemente caluroso como para que a las 21:00 tuviéramos 28 o 30; no
obstante, uno de los escalofríos más intensos que recuerdo haber experimentado
en toda mi vida recorrió mi cuerpo esos instantes. Las venas parecían
transportar agua helada en vez de sangre; notaba la piel de mi rostro como la
de un melocotón, y con ese malestar estomacal que se vive instantes previos al
vómito. Me subió un regusto acre, como si en vez de un caramelo de menta,
minutos antes hubiera chupado una moneda y llegara a mi boca con retardo...
¿Por?,
te preguntarás, si la niña solo me mostraba una bolsita de manzanilla hervida. En
efecto, sí. Luna sostenía los restos de una infusión que, pese a tratarse de
manzanilla, parecía posos de café dentro de un pequeño filtro. En cualquier
caso nada de otro mundo; no obstante, mi mente se salió de mi cuerpo como en un
viaje astral, y aunque seguía en el baño con mis hijas, me veía con casi ocho
años menos, en casa de mi abuela paterna y con más ganas de fiesta que de
dormir.
—¿Buscas
algo, querida? —Yo no respondía, o quizá negué moviendo la cara, no sé decirte
porque de afirmarlo te mentiría, pero estoy segura de que mi vista parecía el
cursor de un ratón que se mueve alocadamente a través de la pantalla. Los
bronquios de la abuela sonaban con la aspereza y pitido de un globo que
protesta cuando es acariciado por una mano juguetona. Se medio ahogaba por
cúmulo de años y enfermedad, pero me importaba bien poco. En ese instante,
mientras mis ojos copiaban la función de pelotas saltarinas golpeando
incesantemente contra cuatro paredes reducidas, el silbar de su respiración
parecía marcar el ritmo—. Jezabel. —La miré, y eso sí lo recuerdo con nitidez.
Sus arrugados párpados, con forma de cáscaras de nuez a punto de secarse de un momento
a otro, medio sepultaban a unos iris achicados y de tono grisáceo; su pupila
tembleteaba igual que la llama de una vela con algo de corriente, y esa es la
imagen que me lo recuerda todo.
—Manzanilla abuela busco
manzanilla —espeté, de carrerilla y con el baile de San Vito dentro de mí. Cada
uno de mis pasos, dando vueltas en derredor y a un lado y a otro, llevaba
saltitos con ellos, sacudidas instantáneas pero repetitivas. Era incapaz de
estarme quieta, y barruntando lo que se avecinaba, mi inquietud crecía.
—Y...,
¿para qué? —preguntó en tono seco, no curioso. Su pitido también me preguntaba.
—Me
duele la tripa abuela —espeté al borde de la histeria. Mis pasos sin rumbo fijo
hacían de mis piernas las de la típica niña que se mueve de un lado a otro a la
espera de que acabe la persona que ocupa el cuarto de baño porque se orina con
sensación de reventar.
—Claro
—convino—. El período, supongo. —Tosió. Por su garganta subía mal mayor.
—¡Sí!
—afirmé. Me mesé el cabello alocadamente. Llevaba máscara de pestañas y lápiz
de ojos por las mejillas, pero me importaba menos que el quejido mortuorio de
la abuela. Todo me importaba un carajo excepto encontrar infusiones o hierba—.
Y me duele mucho mucho la barriga abuela mucho mucho muchísimo abuela te lo
juro de verdad que mucho abuela te lo juro que sí. —Me llevé las manos a la
tripa para simular que era verdad. Estas temblaban como si tuvieran Parkinson a
mis trece años.
—Es
la tercera vez que tienes la regla lo que llevamos de mes. —Creí que se me
paraba el corazón. Que una abuela sobreviva a su nieta es poco probable, pero a
veces ocurre (injusticias de la vida), y en ese momento creí que no escucharía
más su pitido, pero porque el motor se me paraba a mí, no a ella.
De nuevo, esos ojos vidriosos haciendo esfuerzo por levantar las cáscaras de
nuez que se los comían, se clavaron en los míos como si quisieran aniquilarme.
—Lo
necesito abuela de verdad que sí. —Mi temblor se acentuaba.
—He
tirado a la basura tanto plantas como infusiones.
—¿¿QUÉEEE??
—pregunté escandalizada—. ¡Las necesito abuela tengo que cogerlas! —Corrí a la
cocina.
—Te
estás matando, niña —empezó a decir. Yo rebuscaba en el cubo de la basura como
una loca, y como puedes imaginar, me importaba una mierda mancharme. Tenía que
encontrar hierba—, y vas a enterrar a tu padre de un disgusto.
Hacía caso omiso, pero mi abuela llevaba razón. Acababa de cumplir trece años y
parecía una yonqui de cuarenta. A los once, la facilona y fresca de Jezabel — y
no lo proclamo con aires de vanagloria, sino avergonzada—, o sea, una
servidora, tenía ya unas tetas que llegaban a los sitios diez minutos antes que
yo, y como ya te comenté, era guapísima. Salía de fiesta con chicos más
mayores. Fumaba porros, me mamaba y se la mamaba a ellos (por si no lo
recuerdas, aunque creo que sí). Con cada felación me llevaba una onza de costo
o unos cuantos cogollos de marihuana, y eso, a los once años, mezclado con
alcohol en una cabeza sin amueblar, es una bomba de relojería.
Fue la etapa en que papá se dio cuenta de que les robaba y escondió el dinero. Tener
las pupilas dilatadas veinticuatro horas, reírse de todo como una estúpida y tambalearme
de un lado a otro como los costaleros llevando a cuestas la talla de Jesucristo
o la Virgen en Semana Santa se lo puso en bandeja.
No
podía comprar tabaco, porros ni alcohol, y desde que me dejaba hacer de todo cada
vez había menos trueques con los chicos. Una papela sin sustancia para liar es
como un mando a distancia sin televisor; no obstante, todo vale para una adicta
descontrolada. No me quedaba más remedio que buscar una solución, y tenía que
ser ya. Se me encendió la bombilla y empecé a fumarme las infusiones de casa:
tila, manzanilla, té, valeriana, pasiflora... Al principio lo que pillaba, pero
después, las relajantes fueron todo un acierto (ahora ya sabes por qué no había
infusiones en casa).
Al igual que ocurrió con el dinero, me cazaron, por eso visitaba a la abuela
tan a menudo. Compraba manzanilla clásica o con anís, y a mí me servía. Le
dieron el chivatazo y ocurrió lo que acabas de leer.
Esa
fue la penúltima vez que vi a mi abuela paterna. La última, un día después de
lo que acabo de contarte, repetí la misma operación. Quizá por tozudez, por ser
una niña inmadura o antojada, o por cabezonería al no darme por vencida: tenía
que encontrar las infusiones, mi abuela no las había tirado (no podía ser). Le
robé la llave a papá (eso sí que pude) y entré en casa de su madre. Las
cáscaras de nuez de las que te hablé habían desaparecido; esta vez, eran sus
ojos los que se las comían. Vi dos esferas sobresaliendo entre las cuencas, dos
órganos de visión apagados, tan redondos y opacos como la clara de un huevo
recién cocido. Unas cuantas venillas, lánguidas y sin nada de fuerza, se
repartían por ellos como un mal trazo de un bolígrafo desgastado. La abuela
tenía el cuello hacia atrás, la boca abierta y una lengua amoratada y retorcida
que parecía una culebra capturada en pleno acto de asfixia. Descansaba sobre la
parte inferior de su dentadura postiza como si esta fuera un cepo sin cerrar.
Su pecho se había inflado sin opción para desinflarse. La garganta era un
tobogán de piel en colgajo que se detuvo instantes previos a vomitar su propia
muerte: un coágulo tan abrasivo que podía respirarse la calidez de su humillo
mortal.
Mi
cabeza lo recuerda como si hubiera sido ayer. La abuela sigue muerta, pero a
pesar de ello, gira la cabeza, su dentadura postiza cae y, mientras sus ojos
sin vida explotan en silencio y vuelan en partículas como plumas de ave, la
lengua retorcida se hace a un lado para escupir un: “mala madre” entre pitidos
bronquíticos.
—Mamá,
¿estás bien? —Regresé al presente. Luna me llamaba sin bajar la mano que
sostenía el sobre de manzanilla. Alex seguía en mis brazos, Nala gateando, Lilian
luchaba con el cepillo y, Sherezade, Iris y Vicky, peleaban entre ellas.
Me había alejado de la realidad un par de minutos, pero todo seguía igual, todo
menos yo. No estaba bien, cada vez peor. Aun así, le dije a Luna que todo ok.
—Sí,
cariño, estoy bien. Cansada y con mucho sueño, eso es todo.
»Salid
de la bañera, chicas. —Luna no me quitaba ojo. No estaba muy convencida. Me
acerqué a ella y le di un sonoro beso en la frente—. Todo bien, mi peque
grande. Todo bien. —Sostuve a Alex con un brazo y abracé a mi primogénita con
el otro—. Estás creciendo mucho, mi vida.
—¡He
ganado, mami! —gritó Iris.
Luna me devolvió el beso antes de irse, pero no me respondió.
2
Logré dormir cerca de tres horas (y si llegó a ellas). Las peques no tuvieron ninguna
culpa, fue mi cabeza. Dentro de ella, seres diminutos repiqueteaban con
martillo y cortafríos cada uno de mis pensamientos, y a cuál de estos más triste
y agónico. Me veía igual que cinco años atrás, cuando estando embarazada de
Iris, mi padre decidió dejarme desamparada en afecto (no en dinero) para ver si
entraba en razón y mi madre me hizo la trece catorce jugándomela con el
psiquiatra. Recuerdos y pesadillas invadieron mi subconsciente como si por una
parte añorara ese momento; sí, volver a tener a mis padres conmigo y a sus
nietas con ellos, y así, ser la familia de sangre que no llegamos a ser. Quizá
porque antes de madre era hija, y una hija necesita mucho a su madre, como te
he comentado en alguna ocasión. Si miraba a mi alrededor era madre, pero si
hacía introspección era hija, una que había madurado a la fuerza después de haberse
torcido, y que cuando quiso darse cuenta, tomar aire y respirar, la ansiedad y
la sobrecarga le dijeron (me dijeron): "No puedes más".
Y no podía.
Después
del ataque de pánico del que te hablé en el capi anterior pasé el embarazo de
Jenny prácticamente drogada, y esta vez por ansiolíticos, no por hierba. Llevo
capítulos hablándote de ellos, y aunque me los tomaba por prescripción médica,
como bien sabes, el abuso corría de mi cuenta. El psiquiatra me mandó tomarlos
como ayuda contra el síndrome de abstinencia, aquello a lo que conocemos como
"mono" tanto de droga como de alcohol. Dejó que siguiera fumando como
mal menor y se despreocupó del sexo. Claro, iba a consulta y le hablaba de las
drogas, de lo que hacía para conseguirlas, de que me tomaba cervezas como vasos
de agua, que de dos pasaba a tres, de tres a cinco, de cinco a siete y de siete
a jarras y pintas. Llevaba litronas a dos manos mientras hacía de medio puta
chupando rabos sin conocimiento para que me llenaran los bolsillos de hierba o
billetes con los que comprarla.
El psiquiatra siempre lo vio como la desesperación de una adicta que, o bien
hace felaciones, o deja que abusen de ella con tal de conseguir lo que desea
por desesperación, y era cierto, tanto, como que robé a mis padres y a mi
abuela. Primero dinero, y después todo lo que pudiera fumar o beber.
Cuando
me quitaron la paga y escondieron el dinero, y las infusiones de casa y las de la
abuela, hubo un momento en que llegué a beber tragos de colonia, pero me
provocó tanto ardor estomacal y aliento a perfumería mezclada que solo lo hice
una vez.
Te
cuento esto porque el tratamiento durante esos casi seis años que relato tuvo
su parte positiva y su parte negativa. Había dejado de beber y también eso que
conocemos como droga de calle, pero no la otra droga, que también es química y
se adquiere con receta. Lo que en el pasado fue una cerveza tras otra durante
el embarazo de Jenny era una pastilla tras otra, y todo, como te he indicado,
por no estar bien, por vivir saturada y por tener un vicio mayor a todos los
descritos y tratados, ese que el psiquiatra había pasado por alto: el vicio
sexual.
Tenía veinte años y ocho hijas.
Algo hacía mal, ¿no crees?
La última vez que
recuerdo haber tomado medicación moderadamente fue durante el viaje a Turquía.
El sexo con Tremu fue jodidamente delicioso, y creo, y no exagero, que el polvo
del que nació Sherezade me liberó del mal una buena temporada. Sí, como si el
orgasmo que sentí hubiera soltado vicio y necesidad en forma líquida y me
tranquilizara por un tiempo, pero solo unos años; después, una vez asentada en
«Arroyo lo Recomienda», paz por el maravilloso lugar, sí, pero solo un
espejismo ante los problemas. Trini se alió con mis padres y me abandonó cuando
más la necesitaba, tanto ella como el resto del grupo. Era una madre
adolescente acompañada por hijas maravillosas pero sin uso de razón, y
dependían de mí. Eran Ocho, ocho hijas hasta el momento que te cuento.
Necesitaba ayuda, retomar las consultas con el psiquiatra y contarle toda la
verdad, no parte de ella.
Alcohol
y drogas habían pasado a la historia, pero el tabaco y los fármacos no, por
ello, a la mañana siguiente de la guerra de espuma y mi recuerdo tabú con la
manzanilla, después de tomar un Diazepam salí a la terraza para fumar un cigarrillo
tranquilamente. Serían cerca de las 8:15. Podía respirar después de una semana
con casi 40°; las niñas seguían durmiendo pero no tardarían en despertarse para
desayunar y ver Heidi.
—Buenos
días, mamá. —Si más pronto lo digo tenía a Luna a mi espalda.
—Buenos
días, cariño —respondí mientras se acercaba a mí. Apagué el cigarrillo. No me
gustaba fumar delante de mis hijas—. ¿Qué haces despierta? Aún queda casi una
hora para que empiece Heidi.
—Me
desperté. —Seguía seria, algo seca y cortante. No era la Luna alegre de
siempre.
—¿Qué
ocurre, cielo? —Me coloqué en cuclillas para estar a su altura. Mis manos
acariciaban sus bracitos a la espera de una respuesta—. Estás muy seria.
—Coloqué su cabello despeinado detrás de las orejas. Le tapaba su preciosa
carita y no la veía—. Así mejor.
—No
me gusta el olor del tabaco —respondió. Solo eso, sin alegar nada más.
—Lo
he apagado, mi amor.
—Pero
hueles a tabaco —puntualizó. Me lo dijo con gesto acusatorio—, y tu ropa, y me
da tos. —Tenía dos cosas: siete años y razón. Podía ir unido perfectamente
aunque solo se tratara de una niña—. No me gusta que fumes, mamá, y lo haces
mucho.
Agaché la cabeza. La bajaba porque sentía demasiada vergüenza como para mirarle
a los ojos.
—¿Sabes
qué pasa, pequeña? —La miré. Debía hacerme la fuerte. Ella negaba con la
cabeza—. A veces los mayores cometemos errores, o el mismo error una vez tras
otra, y nos ayudamos de lo que no debemos ayudarnos. El tabaco me ayuda, mi
amor.
—Pero
la profe dice que el tabaco es malo. ¿Cómo puede ayudarte algo que es malo,
mamá? —No sabía qué contestar a eso. Hacía nada era una bebé, la primera que
cogía entre mis brazos; en ese momento veía a una niña a la que le quedaba un
año para hacer la comunión y reprendía la mala conducta de su madre. No solo me
veía fumar a escondidas y olía mi adicción, sino que en ciertas ocasiones me despertó
al encontrarme completamente dormida, bien en la cocina con el fuego encendido
o con un cigarrillo humeando entre mis dedos. En ambos casos a punto de
provocar una desgracia.
—La
profe tiene razón, cariño —empecé a decir —, por eso los mayores hacemos cosas
que no están bien. Pero... —La abracé y besuqueé dirección al interior de la
casa—, ahora vamos a desayunar y ver Heidi tranquilamente, cambiando el olor
del cigarrillo por el aroma de un buen croissant. ¿Te parece?
Luna asintió sonriente. Fuimos riendo dirección a la cocina.
Mi risa era forzada, mi estado preocupante. Bastante serio.
3
—Buenos
días, Alfonso. Soy Jezabel, Jezabel Losada. Me gustaría concertar una cita
contigo para revisión. Llevo..., digamos que una temporada no muy bien. Te dejo
este mensaje en el buzón porque no logro contactar contigo. Igual estás de
vacaciones, no lo sé. Por favor, llámame cuando lo escuches.
Un saludo.
Le
había llamado tres veces pero saltaba el buzón al quinto tono. Era pleno mes de
agosto, con lo cual, deduje que estaría de vacaciones. La consulta me urgía, y
alimentar ese pensamiento provocaba mayor ansiedad en mí. Necesitaba otro
cigarrillo y una nueva dosis de Diazepam.
Las
peques, menos Alex y Jenny (esta pobrecita no tenían más que mes y medio de
vida), veían Heidi en el salón. Durante el verano les entretenía hora y media:
tres episodios más sus intermedios, donde veían anuncios de juguetes que
después le pedían a los Reyes Magos. Luna había dejado de referirse a Baltasar
como el rey de chocolate desde el nacimiento de Sherezade.
Me
hallaba en el pasillo de entrada. Acaba de tomarme otro Diazepam de 10mg y
rebuscaba por los cajones en busca de tabaco. Juraba tener alguna cajetilla allí
para casos de fuerza mayor, pero no encontraba ninguna.
—¡Joder!
—protesté cerrado uno de los cajones con brusquedad. Respiré profundamente con
las manos en la cabeza. Mientras intentaba relajarme sentí que algo sonaba bajo
la puerta y después se deslizaba por el piso. Miré y vi un panfleto,
propaganda—. Publicidad, ok. ¿Y el buzón? —me pregunté extrañada pero dando a
entender que si lo tenía de adorno.
Me agaché y recogí el papel.
«Clases
de aeróbic para pasar un verano en forma», decía. «C/Clavo 32B 26679 (junto a
la plaza de toros). Arroyo lo Recomienda».
Debí
observar el anuncio como tonta durante unos minutos; después, haberme visto en
ese instante debía de ser como ver el rostro de una escritora en pleno proceso
creativo: ajena al mundo, sumida en mis conjeturas y elucubraciones.
Quizá…
No
me lo había planteado hasta el momento, pero tal vez, hacer un poco de
ejercicio me ayudara a despejar la mente y calmar mi ansiedad como parche de
emergencia hasta mi consulta con el doctor.
Era temprano, no habría mucha gente y las niñas veían televisión. La verían
toda la mañana hasta la hora de comer. El gimnasio estaba a unos quince minutos
caminando, así que pensé en ir, apuntarme, estar una hora y regresar. Las
peques no estarían más que hora y media solas, o ni eso, ya que Heidi,
Campeones, Pokémon y Dragon Ball (entre otros muchos) les haría compañía.
—Luna,
mi vida —empecé a decirle. Me senté al lado de ella con cuidado de no aplastar
a la despatarrada de Sherezade, la misma que ocupaba buena parte del sofá como
si fuera para ella sola. Si se me ocurrirá hablar muy alto Iris me mataría.
Heidi era más importante que su madre—: mamá tiene que salir un par de horas,
quizá menos. Te quedas a
cargo de las tatas como hermana mayor, ¿vale?
—Vale,
mamá —respondió, ya sonriente como la Luna que era.
—Gracias,
tesoro. —La besé.
—Yo
también quero un besito, mami —me dijo Vicky.
—A
ti voy a comerte la tripita —le dije instantes previos a hacerle cosquillas y
pedorretas. Las carcajadas molestaron a Iris.
—¡Parad!
—protestó.
—Gruñona
—le dije antes de besarla igual que a sus hermanas. Repartí besos para todas—.
Portaos bien, niñas. Nada de revolver ni intentar salir a la calle, ¿vale?
—Sí,
mamá —respondieron casi al unísono.
—Vais
a estar encerradas de todas formas...
—¡Copito
de Nieve! —gritó Lilian entusiasmada.
Estaban a lo suyo, con lo cual, podía proceder.
—No
le deis guerra a Luna. Vuelvo en un rato.
4
—¿Puedo ayudarte en algo, preciosidad? —Estaba de
espaldas a la voz; cuando me di la vuelta, miré su rostro pero mis ojos automáticamente
bajaron como si tuviera sueño pero con efecto contrario: ¡Bien despierta!
Madre de la Virgen Santísima..., me dije. El calor veraniego no era más que una
temperatura agradable al lado de la que empezaba a recorrer mi cuerpo.
Definitivamente tenía dioptrías (sí), muchas (bastantes), puesto que veía un
bulto...
Gordo…
Levanté la vista muy a mi pesar. Era agradable
verlo de los pies a la cabeza, pero es que... La última vez que vi a un chico
en mallas tenía seis o siete años, en el cole, y porque hicimos una obra de
teatro. Los niños a esa edad la tienen encogida, pero delante de mí, con un
grado más de calor por segundo, tenía al rey de los paquetes (y además de
izquierdas, así que mejor). No me hacía falta desnudarlo para saber lo que
había debajo, ¡aunque quería quitarle la ropa! ¡Y YAAAA!
Toc, toc, toc... Jezabel, que te pierdes.
Reacciona. ¡Te están hablando!
—Vengo a..., eh... —Subía y bajaba la cabeza.
Jugaba con el cabello mientras formaba un lazo con mis piernas cruzadas. Me
entraba la risa tonta. Debía de tener el rostro como si hubiera estado tomando el
sol un día entero.
—Hasta las ocho de la tarde no cerramos, así que
tienes tiempo para responder. —Rio, y eso me puso más nerviosa aún. El chico
era un morenazo guapísimo, de ojos negros muy vivos y rasgos filipinos (o eso
me parecía). En su torso cabían dos Jezabeles, en sus brazos también, y en sus
piernas.
Y entre estas últimas…
¡Vaya paquetón!
—Quería inform... —Su risa me interrumpió—. ¡No
te rías, joder, que me pones más nerviosa! —contesté por medio de mi risa
floja, tonta y alocada.
—Vale, vale. No me mates. —Levantó las manos como
si yo fuera una poli y quisiera detenerlo. Lo que mis ojos hacían con su
paquete los suyos lo hacían con mi pecho. El que me mirara me excitaba
muchísimo más, y al parecer, a él le ocurría lo mismo. El bulto que veía empezó
a crecer y endurecerse. Durante unos segundos se hizo el silencio, ni él ni yo
decíamos nada, solo nos mirábamos. Segundos después la calma se convirtió en
gemidos recíprocos dentro de los vestuarios.
5
Cuando quise darme cuenta los brazos de Conan el
Bárbaro subían mi culo hacia arriba estilo Push Up, solo que un sujetador no te
masajea los cachetes del glúteo como lo hacen las manos de un hombre (gloria
bendita). Mis brazos rodeaban un cuello del que podía quedar perfectamente
colgada sin que se doblara. El tío era duro como una roca, por ello, mi cabeza
pensó automáticamente en su arma mágica: el espadón. Si verdaderamente era como
Conan y lo tenía todo como una piedra la fiesta sería de celebración mayor
(esperaba que sí).
Nuestras lenguas
retorcidas se abrazaban como un suplemento casi calcado a nosotros mismos. Su
boca olía a chicle de clorofila fresca, y me supo agradable porque era como
besar el olor a limpio de una dentadura recién cepillada. Su polla, con la
fuerza y grosor de un puño, golpeaba bajo el pantalón pidiendo auxilio. Era un
"necesito salir para entrar dentro de ti". Pocos segundos después el
monitor me quitó el top. Relamía mis senos desnudos como algo delicioso a lo que
saborear sin descanso. La dureza de mis pezones cristalizaba mi piel, pero me gustaba,
¡me encantaba! El orgasmo de senos es algo desconocido e ignorado pero
realmente delicioso. Lo sentía como cuando se te duerme una parte del cuerpo y
un montón de estrellitas crepitan en silencio pero con la esencia de unos
cuantos Peta Zetas cosquilleando en la lengua. La sensación era parecida pero
alrededor de las mamas, algo que repercutía en mi sexo y lo bañaba de
lubricante natural.
Mi hombre duro se
quitó la camiseta. No pude resistirme y llevé mis pequeñas manos a su torso.
Es recordarlo y
ponerme cachondísima...
Tenía delante a un
culturista de película, a un guerrero de acción cuyo tronco era tan fuerte y
duro como el de un árbol. Mis dedos recorrían su pectoral y los cuadraditos
abdominales con necesidad imperiosa de que me penetrara, ¡rápido y de una vez!
Me volvía loca solo de tocarlo,
de imaginarlo.
¡De soñar con
sentirlo!
Le bajé los
pantalones de deporte. No había calzoncillos pero sí una reliquia demasiado
valiosa como para solo mirarla.
Es...
La agarré. Vibró
en mi mano con todo su esplendor. Era algo enorme e inquieto que embestía y me
arrastraba hacia ella como un corcel imposible de domar. La polla más rígida y
perfectamente erecta que había agarrado en mi vida estaba entre mi mano.
Soy tu
dueña, pensé.
Necesitaba tenerla
dentro, ¡y tenerla ya!
El clon de Conan
me cogió en brazos dirección a las duchas. Activó el agua caliente y, mientras
apoyaba mi espalda en la pared, introdujo su pieza de museo dentro de mí. Mi
primer quejido se llenó de líquido. Mi boca, por la que salía voz quejumbrosa y
la calidez de mi aliento, recibía chorros de agua en lo que el chico hacía de
ese instante una vida de ensueño con opción a reencarnarse en ella toda la
eternidad. El cable veinte del cerebro se entrelazó con el trece y el diez con
el dos; y así, un montón de ellos más, en un batiburrillo como colofón, me
provocó un cortocircuito cuyo efecto secundario fueron la sinrazón y la locura
desmedida.
Empecé a cabalgar
sobre lo que creía ser un pene artificial, un pedazo de carne único, sin copias
ni más miembros viriles de saldo que estuvieran a su altura. Estaba tan tieso
que no parecía real, por ello, completamente ida, llevada por la reacción
placentera de mi cuerpo, saltaba en vertical sobre una pica de acero
indestructible, funcional pero impávida, petrificada como una muy buena chica
obediente y formal. No se bajaría por nada del mundo hasta finalizar su
objetivo, y moverme sobre algo tan bien preparado era para morirse de placer.
—¡¡Oooh,
DIOOOOS!!, me quejé, y de seguido. Imposible no expresarme. Era una loca de
manicomio con la cabeza en el cielo y el coño entre las brasas del infierno. La
espalda del monitor era como tres veces la mía. Mis uñas con manicura francesa
le dejaron rasguños a la española. Se las clavé totalmente fuera de mí.
¡¡No sabía lo que
hacía!! ¡Había perdido el juicio de tanto como sentía!!
El agua caliente
que caía sobre mi cuerpo no era ni la mitad de ardiente que el líquido que
salía de mi sexo. Podía cocerle el pene y ni aun así se ablandaría hasta
terminar.
Poco después lo
hizo. No sé cuánto tiempo me mantuvo en un mundo paralelo, en un lugar donde el
placer del momento tenía edición limitada y sin opción de reproducirse. Ese
instante, solo ese. La cabeza lo olvidaría pronto.
Todo lo llena y
satisfecha que me sentí se hizo realidad. El doble de Conan dejó una buena
carga de semen dentro de mi vagina; quizá (sin exagerarte), una de semanas sin
haber eyaculado. Su cara mientras se corría era la de un demonio tan fuera de
sí como lo había estado yo durante el tiempo de disfrute que viví, una cara
cambiante de roja a pálida, con muecas de expresión viva y apagada a la vez;
sus ojos se abrían y cerraban mientras sus labios, ajenos también a la
realidad, no sabían si tiritar o abrir una boca descomunal por donde aliviar el
clímax que sentía.
Después de follar
con él supe quién había empotrado la mesa de la entrada...
Acudí con
intención de hacer ejercicio, y bien mirado lo hice (y sin pagar). Aparte de
dar clases de gimnasia o aeróbic, también las daba de taekwondo, por eso estaba
así de buenorro.
Madre
mía...
Sí, demasiado.
Y cuando digo
demasiado me refiero a "demasiado".
Quedé plenamente
satisfecha, muy lejos del planeta Tierra. Me mantuve ajena a la realidad hasta
que me cambió el chip y me di cuenta de que era madre de ocho niñas a las que
había dejado solas.
—Joder...
6
—Luna, cariño, soy mamá. Voy de camino a casa.
¿Cómo estáis?
—Iris se ha peleado con Lily porque la pelirroja
dice que Copito de Nieve es más bonito que Niebla, y le ha tirado del pelo.
—Madre mía... —exclamé aprisa. Intentaba ir lo
más rápido posible.
—V3 se ha caído de bruces y sangra por la nariz.
—¡¿Qué?! —pregunté alarmada—. Co..., ¡¿cómo que
sangra?!
—No sé, mamá —respondió la pequeña—. La he lavado
la cara y le he puesto una gasita en el agujero por el que sangraba. Se lo he
visto hacer a la seño cuando algún niño se cae jugando al fútbol.
Respiré hondo, muy profundamente antes de decir:
—Vale, mi amor. Lo has hecho muy bien. ¿Ella cómo
está?
—Ya no llora.
—Vale. ¿Y tú, mi vida?
—Asustada —me dijo con un hilillo de voz. Parecía
estar a punto de echarse a llorar—. Salió mucha sangre. Luego Alex se hizo caca
y Jenny no deja de llorar.
¿Algo más?, me pregunté al borde del colapso.
—Llego en diez minutos, cariño, ¿vale? Estate
tranquila.
—Vale —respondió.
—Te quiero, mi amor.
Me detuve unos segundos para colgar y
reflexionar.
Había sido por mi culpa. Las niñas eran mi
responsabilidad, yo su madre y Luna la hermana mayor, tan solo una niña de
siete años. Le hice cargar con el peso de sus hermanas porque se me antojó acudir
al gimnasio de la noche a la mañana, sin meditarlo bien, por egoísmo y sin haber
avisado a la canguro como opción correcta dentro de mi imprudencia como madre
incompetente.
—Joder, joder... —rezongué—. ¡¿Qué he hecho?!
El amor. Había hecho el amor, y como siempre, sin
acordarme de mis hijas durante esos minutos. Acudí para destensar, para
desestresarme y darle tregua a mi nerviosismo; quería por todos los medios
prescindir de los ansiolíticos a los que me había enganchado sin ningún tipo de
control, pero en vez de eso, preferí pasar de todo y abrazar cara a cara a mi
vicio favorito: el sexo.
En ese instante, mientras regresaba a casa con
mis hijas en la cabeza, completamente arrepentida y muy asustada, saqué dos
tranquilizantes y me los coloqué bajo la lengua; es decir, que mi salida por
capricho en busca de una solución urgente acabó en urgencias y con dosis doble
de lo que quise evitar. Tuve que llevar a V3 al médico porque no dejaba de
sangrar. Afortunadamente no fue grave, solo un golpe cuya hemorragia no pude
frenar. De haber estado en casa no habría pasado nada. Y, de haber estado en
casa, no habría vuelto a tener sexo con un desconocido, no me habría tomado dos
pastillas a mayores cuando quería evitarlas por todos los medios y tampoco me
habría tomado una más de camino a urgencias. Con lo cual, todo fue un desastre
que, quizá mi Dios, me puso en el camino para que no dejara de repetirme:
Eres una mala madre, Jezabel.
7
Esa misma tarde las niñas me ayudaban con la
colada. Debían darse prisa porque en nada empezaría El Chavo del 8, y no se
perdían ni un solo episodio. Cuando regresábamos a casa después del cole
prácticamente tiraban de mí para llegar cuanto antes. En verano, sin clases, se
lo grababa en vídeo mientras lo veían; luego, más tarde, volvían a verlo de dos
a tres veces más.
—¿Así, mamita? —me preguntó Lilian enseñándome el
trapo con el que había repasado las gotitas de agua que escurrían por el tambor
de la lavadora.
—Sí, pequeña, pero tienes que hacerlo después de
que saquemos toda la ropa. —Su cara cambió a un rostro triste—. No pasa nada,
mi amor —seguí diciendo—. Si lo limpias ahora, aún con ropa mojada en el
interior, cuando la saquemos se volverá a manchar y tendrás que limpiarlo más
veces.
—¡Jopetas! —masculló antes de cruzarse de brazos.
—No te preocupes, cariño —Me acerqué a ella y la
besé en la cabeza. Su cabello pelirrojo olía a frescor recién limpio—. Lo haces
después y ya está. Lo importante es que lo estás haciendo muy bien.
Sherezade y Luna entraron con el cesto vacío.
Regresaban de tender ropa en el jardín.
—Ya está, mamá —me dijeron.
—¿Habéis sacudido la ropa antes de tenderla?
—pregunté. Asintieron con la cabeza—. Muy bien, amores. Tenderé la ropa que
falta. Id al salón a ver la tele.
—¿Y yo, mamita? —La cara de Lilian era una mezcla
de pena, deseo e incertidumbre.
—Ains... —dije antes de abrazarla—. Mira...
—Saqué la ropa que faltaba del tambor—. Repásalo ahora, venga. Lo harás en un
minuto. Luego ve con tus hermanas a ver la tele.
—Vale.
Iris separaba las pinzas de tender por grupos de
colores. Le había dicho que contara como unas treinta, pero lo de separarlas
fue cosa suya.
—Hoy te ha tocado el trabajo fácil, ¿eh? —le
dije.
—Sí. ¿Hay más, mami?
—No, cariño, ya está —respondí—. Ahora tiendo
este grupo que falta. Ve con tus hermanas a ver la tele.
—¡Gracias! —gritó entusiasmada de camino al
salón.
Sentada junto a la mesa de la cocina,
prácticamente a mi lado, mi pequeña V3 coloreaba el dibujo de Pitufina
que había dibujado su hermana Iris. La pobre, aún dolorida a causa del golpe,
no hablaba nada, solo movía los lápices de colores en unas manitas tan pequeñas
que, estos, al lado de ellas, parecían enormes. La gasa que sobresalía del
agujero de su nariz era tan vasta que se antojaba como un trozo de coliflor. Me
emocioné, tanto por verla así como por la culpa que me carcomía por dentro. V3
tenía tres añitos, y aunque solo había sido un golpe en la nariz me repercutía en
el alma.
Me coloqué de cuclillas para estar por debajo de
ella. Merecía estar por encima de mí.
—¿Qué hace mi cosita? —pregunté con la voz
tomada. Mesaba su cabello rizado con muchas ganas de abrazarla. Me enseñó el
dibujo. El interior de Pitufina parecía estar compuesto por paja azul puesto
que Vicky la coloreaba fuerte y a rayas. Como añadido, le dibujó dos círculos
rosas en las orejas con una especie de diadema—. Y..., ¿esto, mi amor?
—Cascos —respondió—. Pitufina lleva cascos
para escuchar a sus tatos.
—¿Escucha a sus hermanos? —Se me saltó una
lágrima al verla asentir con la cabeza. Esa gasa en la nariz me taladraba por
dentro. Ni siquiera su lacito o el vaivén de sus piernitas bajo la mesa me
tranquilizaba—. Ya. Y... —Me enjugué las lágrimas—. ¿Quieres que mamá te compre
unos cascos?
—¿Para escuchar a las tatas? —me preguntó.
—Para que escuches a quien quieras, mi amor. —Le
cogí uno de sus mofletes con dulzura—. ¿Me perdonas? —añadí—. ¿Perdonas a mamá?
—No sé la cantidad de lágrimas que afloraron sin que yo quisiera, pero dado el
hipo que sufría, debieron de ser bastantes.
—¿Por? —me preguntó extrañada—. ¿Por qué lloras,
mami?
—Porque no estuve contigo cuando te caíste
—respondí—, y una mamá debe estar siempre. Cuando seas mayor lo entenderás.
—Si te compas cascos puedes eschucharnos
a las tatas y a mí cuando no estés.
—No, cariño. Los cascos son para que escuches tú.
—La abracé. Seguramente lloré mucho más, pero la vi bien, y algo en mí, aunque
no todo, se tranquilizó—. ¿Quieres ir a ver la tele junto a tus hermanas y
luego terminas de colorear a Pitufina? —Asintió con la cabeza—. Pues
vamos, mi amor. Mamá te lleva.
Tarde, Jezabel. Eso no te hace
mejor madre.
Correcto. Mi cabeza tenía toda la razón, más aún,
cuando después de dejar a V3 en el salón junto al resto de mis hijas, regresé a
la cocina para coger el cesto de la ropa y, también, tomarme un nuevo Diazepam.
Llevaba cinco en pocas horas.
8
Si no había mirado el móvil sesenta veces no lo
había mirado ninguna. Era la mañana siguiente a mi encuentro sexual con el
monitor del gym. Desbloqueaba continuamente el teléfono para ver si el
psiquiatra me llamaba o me había escrito. Nada, sin noticias.
—¡Joder! ¿Para qué se paga una santidad privada?
Había desayunado un café con leche, tres
cigarrillos y un Lorazepam de 2mg. Combinaba ansiolíticos como ingredientes en
un plato estrella.
Necesitaba desconectar, liberar tensiones o, de
lo contrario, una nueva ambulancia aparcaría en la puerta con los rotativos encendidos;
quizá me atendiera el papá de Jenny y, bajo los efectos de la lujuria, me lo
volviera a tirar encima de la camilla.
No, eso no puedo pasar.
No debía pasar. Tenía que evitar todo ataque de
ansiedad o pánico como fuera, y lo único que conocía eran técnicas de
relajación (efectivas durante diez minutos), sobredosis de ansiolíticos
(problema base en proceso de solución) y hacer deporte (opción apropiada).
Acudir al gym, apuntarme y tomármelo en serio sería lo mejor, pero me
era imposible quitarme al monitor de la cabeza. El sexo con él había sido
increíble, algo por lo que matar con tal de repetir, pero hacerlo sería un
error aún más grande que haberlo hecho por primera vez.
Ya está, Jeza. Te gustó, y
mucho (muchísimo). Lo pasaste bien, te corriste y
ya. ¡Cambia el chip! Mira lo que le pasó a Vicky por dejar a tus hijas solas.
—No me lo recuerdes —comenté en voz alta y con el
corazón encogido.
Sí te lo recuerdo, sí. Lo hago
para que te centres, para que acudas al gimnasio (porque lo necesitas) como una
persona normal, una mujer más que paga para utilizarlo, y acudir como una mujer
más que paga el gimnasio para utilizarlo sígnica ir, hacer deporte, ducharse y
volver. ¿Lo entiendes?
—Sí.
Olvida al monitor. Es un
profesor de gimnasia y tú su alumna.
—De acuerdo.
Respiré hondo, conté hasta treinta y llamé a la
canguro para que se hiciera cargo de las niñas.
Esta vez sí, Jeza. Has hecho lo
correcto.
—¡Buenos días, mami! —me dijo Sherezade antes de
abrazarme.
—Buenos días, amor mío —respondí—. ¿Cómo es que
estás despierta tan pronto con lo dormilona que eres?
—Porque tengo hambre —respondió.
—Pero aún queda rato para desayunar, mi vida
—respondí.
—Es que tengo muchísima hambre, mamá —insistió
con cara de pena. Tenía hambre de verdad.
—Voy a darte un vasito pequeño de leche para que
te sujete el estómago hasta la hora del desayuno, ¿vale?
—¡¡Sí, mami!! —respondió contentísima.
—Ve a la cocina. Mamá va enseguida.
Sherezade obedeció.
Cogí la cajetilla de tabaco y, cuando me disponía
a sacar un cigarrillo, me detuve ipso facta tras el pensamiento fugaz que
atravesó mi mente.
—¡Cariño, espera! —le dije—. Mamá te acompaña y
te da el vaso de leche.
Eso está aún mejor, Jezabel.
Primero la obligación como madre, y después la devoción como adicta. Hoy lo
estás haciendo mejor.
Carmen llegó pasada una media hora, la saludé y
salí camino del gimnasio.
9
Después de diez o doce minutos frente al gimnasio,
fumando, dando vueltas y con un Lorazepam bajo la lengua, respiré hondo, conté
hasta treinta una vez más y crucé la puerta.
Me saludó la mesa empotrada, algo que no hizo
sino recordarme que en breve vería a mi empotrador.
Lo sé, no hace falta que me lo
jures.
No sentía jaleo en su interior. En el recinto
reinaba silencio sepulcral.
—¿Hola? —pregunté mientras me adentraba.
Crucé el recibidor y abrí la puerta contigua,
precavida y con sigilo.
Estaba vacío.
—La reina malvada ha vuelto. —Di un respingo al
escuchar su voz a mi espalda.
Me giré para decir:
—¡Joder, qué sus...! —Me detuve. Quería cambiar
las últimas palabras de "susto" por "alegría". Mi Conan el
Bárbaro apareció ante mí con el torso desnudo, mojado y con una toalla
alrededor. La herramienta con la que tanto me hizo disfrutar el día anterior se
marcaba golosa bajo una capa de tela azul. Me giré de nuevo dándole la espalda.
Parecía una niña de cinco años que ve a un hombre medio desnudo por primera vez
y se asusta.
—¿Qué te pasa? —me preguntó riendo—. Si ya me lo
has visto todo. —Mi corazón acelerado discutía en discordancia con mis
pensamientos. Los malos me decían que le quitara la toalla y pasara un buen
rato (de nuevo); los buenos, que siguiera a lo mío como alumna, solo como
alumna. El monitor se acercó y me agarró—. Estás helada. —Aparté su mano
bruscamente y por instinto—. ¡Qué haces! ¿Qué te pasa? —Me miró extrañado. Yo
miraba con la cabeza gacha, pero mis ojos veían la protuberancia de la toalla,
mi mente recordaba esa arma que tenía ahí y, por ello, aparté la vista. Mirarlo
a la cara o al torso tampoco es que evitara el problema.
—Na..., nana na-da —conseguí decir—. No me pasa
nada. —Mi pecho se infló y desinfló como un fuelle. Los senos parecían explotar
de lo prietos que estaban bajo el sujetador deportivo —. So..., solo quería
hacer algo de ejercicio, eso es todo.
—Hay muchas formas de hacer ejercicio —Rio—. Ayer
sudamos bien.
—Ejercicio sin contacto —corregí.
—¿Por? —Empezó a acercarse a mí. Mi ritmo
cardíaco aumentó—. ¿Acaso no te gustó? —Retiró uno de mis mechones y lo colocó
detrás de la oreja. Después, se acercó a mi oído para susurrarme. Olí ese
aliento mentolado tan característico y empecé a derretirme como un helado fuera
de la nevera—. Ayer me parecía que sí. —Colocó sus labios en mi cuello. Me daba
pequeños besitos que surtían leves pero placenteras descargas eléctricas. Mi
piel de gallina parecía un sarpullido alérgico y mi motor cardíaco la batería
de un grupo de rock en pleno concierto. Me contoneaba entre suspiros y lucha interna
por resistir—. Y ahora me parece que también te gusta.
Por no caer en la tentación.
—Tus pezones erectos te delatan.
Por librarme del mal.
—Y esta parte tan mojadita también.
¡AMÉN!
Cuando el monitor tocó mi sexo húmedo se me
disparó el seguro de mis armas de mujer y el que me sostenía para no pecar. Le
quité la toalla enloquecida, agarré su pene y lo chupé. En un primer momento sostuve
un arma flácida pero pesada que, segundos después y una vez que empecé a
estimularla, aumentó su tamaño y grosor para poco a poco endurecerse dentro de
mi boca. Le correspondía con los mismos besitos que me había dado en el cuello,
pero en este caso, sobre una polla de acero cubierta de piel en relieve. Era de
carne y sangre al mismo tiempo. Conseguía la erección más tensa y vertical que
había visto nunca (¡¡tengo que repetírtelo porque verla y sentirla era
alucinante!!). La tenía igual de ejercitada que el resto de su cuerpo.
¡¡Increíble!!
Uno de sus brazos, con tantos músculos repartidos
que desconocía su existencia, me cogió en volandas y la mano del otro me quitó
los leggins y la braguita. Lo siguiente que recuerdo después de abrazarlo con
mis piernas es una penetración dura y profunda, como si en vez de un pene me introdujera
una barra de hierro con su forma, y eso, si te ha ocurrido alguna vez, seas
chico o chica, sabes que es para rendirse ante el placer, dejarse hacer y pedir
la muerte con tal de escalar el nivel máximo de cielos posibles. El séptimo se
queda corto, ¡te lleva a más!
Y es que una penetración tan rica tampoco es el
límite del disfrute, ¡sino los movimientos en su punto! Una pasta no es pasta
si no está al dente; un polvo no es un polvo sin sus buenos movimientos:
rápidos, duros, que te hagan sentir y ver cómo ambos sexos se compenetran en un
ritmo trepidante y sin botón de apagado.
On forever. Batería al 100%.
Carga rápida pero consumo inagotable.
El monitor me hacía gritar de placer. Los labios
de mi vagina abrazaban a un miembro tieso y robusto que los rozaba entrando y
saliendo como un auténtico depredador sexual en el mejor de los sentidos. Según
dicen, el arco iris solo cuenta con siete colores. Yo, juro y perjurio que,
gracias a mi Conan, veía una paleta con decenas de ellos.
—Me..., me corro. —Y no lo dije gritando. Mi voz
no era la de esa chica excitada a la que pueden los nervios y anuncia su clímax
a los cuatro vientos, sino la de una muchacha que moría de placer, con el
rostro al rojo vivo, sensación de asfixia y rendida ante lo que un goce
indescriptible hacía con su cuerpo. Era sumisa. Mi vagina escurría lo que mi
cabeza era incapaz de procesar. Mi cuerpo se sacudía entre saltos espasmódicos
encima de una polla triunfadora, pero no podía moverlo. Parecía tener un
vibrador dentro de mí que me provocaba una delicia imposible de calificar. Era
como vivir una parálisis del sueño, donde abres los ojos (consciente, sí), pero
no puedes mover ni un músculo. Ahí se pasa fatal pero follando acaricias las
puertas de la gloria y te cuelas en ella sin saber que segundos después te
sacan a la fuerza.
Eso
era lo que vivía.
El monitor se corría dentro de mí. Lo sentí
calentito y muy agradable. Su pene latía inquieto y se encargaba de anunciarlo
con quejidos guturales de goce al máximo; pero luego lo sacó, momento en que me
puse de rodillas y dejé que terminara de aliviarse en mi boca.
Si te dijera con cuántos tíos he estado
probablemente te mentiría, y no a lo alto, sino a lo bajo. Centenas de ellos
sería una buena respuesta, pero en el fondo es irrelevante, solo lo expongo
como dato de experiencia puesto que desconozco el interior masculino al ser
mujer y me es imposible saber qué siente el hombre durante el sexo, sea del
tipo que sea, pero todos con los que he estado (todos) siempre han disfrutado
más con el oral que durante la penetración.
Todos.
Y no solo eso, sino que la forma de acabar es más
escandalosa durante el sexo oral o eyaculando encima de mi boca, cara o tripa,
que durante la corrida interna.
(Cuento mi experiencia, no sé cómo será la tuya y
si estarás o no de acuerdo conmigo).
Como acabas de leer, quise darme una oportunidad a mí misma y volver al gym para hacer ejercicio y calmar mi ansiedad; debía centrarme y mantener los pies en la tierra, sin embargo, acabé en el séptimo cielo y alguno más por dejarme llevar y tirármelo de nuevo. Da la casualidad de que el monitor es el único hombre con el que he repetido sexo, y nueve meses después, el destino quiso que nacieran Leia y Padme, dos gemelas preciosísimas y sanotas.
El paquete del padre aparte de premio gordo lo traía doble...
Se lo dije. Desde ese segundo encuentro no volví por el gimnasio para nada,
si lo hacía podría tener quintillizas perfectamente porque no dejaría de
tirármelo; no obstante, cuando supe del embarazo me personé para decírselo.
No quiso hacerse cargo, pero no te relato la escena porque esa persona no
merece ni un minuto más. Me dijo que estaba loca, que era una guarra que quería
cargarle a él con el embarazo de otro (sin más). Desapareció de mi vida, pero Leia
y Padme están presentes. Dar a luz a dos gemelas fue una sorpresa mayúscula,
sobre todo cuando contaba con la novena hija y resultaron ser diez. Veintiún
años y diez hijas (casi nada).
Ya te hablaré de ellas, lector/ra, pero para que te hagas una idea, Leia
(la primera en nacer de las dos), es monitora de aeróbic en un gimnasio del
centro, y da clases a personas mayores para mantenerlos jóvenes. Desde bien
pequeña quiso apuntarse a gimnasia rítmica como extraescolares, y hasta tal
punto de competir en ciertas ocasiones. Al igual que sus hermanas Nala y Alex,
fue muy mala estudiante, y es algo con lo que no comulgo, pero como dije con mi
otra hija, siguió los pasos de su corazón, apostó y ganó.
Padme llegó a
bachillerato, pero solo para hacer la presentación el primer día y no volver
más (otra igual). Como su hermana gemela, también quiso clases extraescolares, aunque
en vez de gimnasia —y eso que tenía bastante que ver—, las quiso de Taekwondo.
Pasó infancia y adolescencia encima de un tatami, hablando en coreano y
repartiendo leña a diestro y siniestro. Con quince años ganó un torneo de artes
marciales y ahora acaba de examinarse una vez más de tantas para ser cinturón
negro segundo Dan.
Lo es, y también maestra de Taekwondo.
Mis dos gotitas de agua convertidas en mujeres adultas y responsables. En
cambio, yo soy madura pero jamás maduré...







