1
—Vale,
Fidel —intervino mi madre.
—¿Acaso
es mentira lo que digo, eh? ¡¿Es mentira?! —Ni mamá ni yo respondíamos—. ¡Esta
cría es una vergüenza para la familia! ¡El hazmerreír del barrio! —Golpeó la
mesa del salón. Un cenicero de cristal se hizo añicos contra el suelo. Hasta mí
llegaron pequeñas partículas tan brillantes como trozos de sal solidificada—.
¡Tengo que agachar la cabeza cuando voy por la calle porque me señalan como el
padre de la puta quinceañera!
—Basta
ya, Fidel —intervino mamá una vez más —. Cálmate.
—Cómo
quieres que me calme... —Ya no fue una pregunta, sino el tono de voz de una
persona abatida, rota; pasó de odio profundo hacia mí a derrumbarse
completamente—. Nos la cambiaron, Encarna, nos la cambiaron al nacer... —Se
dejó caer en el sofá. Levanté la cabeza y lo vi medio llorando. Tiraba del poco
pelo que tenía, y no por alopecia, sino porque papá siempre fue de llevarlo muy
corto y con raya a un lado. Mantenía un tono negro muy bonito. Mamá se sentó a
su lado para consolarlo—. No la quiero en casa, Encarna —anunció—. Esta vez sí
que no.
—No
puedes echarla, Fidel.
—¡He
dicho que la quiero fuera de mi vida! —insistió. Se incorporó bruscamente y
vino hacia mí. Ambos nos mirábamos cara a cara, y los dos con lágrimas perlando
nuestros ojos llorosos—. Te quité la paga por ladrona —empezó a decirme—, por
robar a tus padres, a tus hermanos y la anciana de tu abuela. ¡A mi madre!
—vociferó—. Lo hice por tu bien, para que no te metieras mierda en el cuerpo y
salieras adelante como la niña que eras y sigues siendo, pero no hay nada que
hacer contigo. Eres imposible, por lo tanto, ya que tenemos dinero de sobra y
por desgracia sigues siendo mi hija, voy a darte la parte que te corresponde y,
cuando terminen de construirnos la nueva casa, mamá tus hermanos y yo nos
iremos y tú te quedas aquí, sola y con tus tres hijas. —Lo espetó de
carrerilla, prácticamente sin hacer una coma. Hacía tiempo que papá no me
quería en casa, y al parecer, lo había estudiado todo con detalle. Se lo sabía
de pe a pa y de pa a pe—. ¿No eres tan mayorcita para ser madre? Entonces asume
tu responsabilidad, cuida de tus hijas tú sola, y si quieres tener más y
utilizar el dinero para beber y drogarte, allá tú. Por desgracia eres
millonaria, algo que no mereces, y podrás gastar lo que quieras en los vicios
que te dé la gana.
»
Mantendrás mi apellido, pero ya no tengo hija menor. —No le quité ojo en todo
su discurso. Creo que, pese a ser su hija, papá dijo lo que realmente sentía y
quedó bien a gusto—. Tus hermanos son mis únicos hijos. No quiero saber nada
más de ti.
—¡Fidel,
por el amor de Dios! —suplicó mi madre.
—Déjalo,
mamá —intervine—. Tiene razón. Cuando tengáis las llaves de la nueva casa, mis
hijas y yo nos iremos a otro lugar.
—Mañana
mismo te abriré una cuenta en el banco —añadió mi padre—, y cuando la tengas en
tu poder, ya sabes que a la vuelta de la esquina venden esa hierba que tanto te
gusta fumar.
—¡Vale
ya, Fidel! —gritó mi madre. Nunca en la vida la había visto así—. ¡Lo estás
mezclando todo! ¡Jezabel lleva meses sin drogarse! Hablamos de su embarazado
presente, ¡no del pasado!
—Para
mí su pasado está siempre presente —respondió él—, y puede dar gracias de ser
menor y que me toque mantenerla como mi responsabilidad, si no, ahora mismo
estaba en la calle con una mano delante y otra detrás. Y tampoco, ya que no usa
las manos para tapar sus orificios...
—¡¡Fidel
YA!!
Mi
tercer embarazo tuvo su parte positiva y su parte negativa. Como bien insinuó y
dijo mi padre, en un abrir y cerrar de ojos me vi con varios millones de
pesetas en la cartera, y como ya sabes, no tenía más que quince años. El poder
de la adición, aunque varios meses en pausa, afloró de repente como una llamada
inesperada para despertar a un muerto que no había terminado de enterrar.
«Cuando
la tengas en tu poder, ya sabes que a la vuelta de la esquina venden esa hierba
que tanto te gusta fumar».
—Bueno,
bueno, bueno… ¿Qué ven mis ojos? —Fueron las palabras de Iñaki, uno de los yonquis
con los que intercambiaba hierba por sexo oral—. Si está aquí la muñequita
chupona… —Nunca he entendido a los tíos (nunca), y creo que no los entenderé
jamás. A ellos debe ocurrirles lo mismo con nosotras (con las mujeres), y tal
vez es algo imposible de solucionar puesto que el ser humano, a lo largo de la
historia, ha ideado la manera de cortar la cadena de la vida, o en concreto, la
de la procreación. Hoy en día el sexo y la cópula van por separado aunque
parezcan lo mismo, y todo gracias a la retorcida mente de las personas:
condones, píldoras…, todo vale, absolutamente todo para que el placer esté a la
orden del día, en todo momento y en cualquier lugar (y lo dice la que fue
ninfómana en nivel Dios). El hombre, con solo imaginar, es capaz de convertirse
en el velocímetro de un coche y que su aguja creciente pase de 0 a 100 en
décimas de segundo. Iñaki, nada más verme y recrear en su mente lo que le di en
su día y lo que le gustaría que le diera, se acercó a mí con una erección que
le impedía caminar con normalidad. Tampoco era muy extraño puesto que siempre
acudía a clase de empalmada y empalmado. Tanto chutarse caballo le hizo tener una
testosterona como este animal… —¿Qué
dice la zorrita? —Intentó acariciarme pero aparté la cara. Rio mirando a los dos
toxicómanos que estaban con él. César, alias “El Chusta”, se desabotonó el
pantalón llevado por la costumbre y sacó la polla.
—Guárdatela,
no vengo a chuparos nada. —Los tres rieron entre
accesos de tos. El tercero de ellos, un tío que no me sonaba de nada y al que
solo veía enseñarme unos dientes tan negros que parecía tener grumos de brea
por las encías, se sostenía el brazo izquierdo mientras una jeringa pesarosa en
sangre oscilaba a un lado y a otro como una banderilla debido al ajetreo de su
risa—. Quiero comprar. —Rieron una vez más; El Chusta lo hacía mientras sacudía
su pene sucio y semi erecto.
—¿Comprar? —rio Iñaki—. ¿Tú? —Continuaba
riendo. El Chusta me rodeaba; sus ojos me comían con unas pupilas tan dilatadas
que se fusionaban con sus iris. Parecía un dibujo Anime—. Pero si tú solo pagas
de rodillas… ¡Zorra! —Agarró mi cabeza con fuerza para obligarme a flexionar
las piernas. Proferí un grito entre dolor y miedo. Mis rodillas rasparon contra
el empedrado del suelo y me hice un corte poco profundo. Mientras la mano de
Iñaki sostenía mi cabeza la polla de El Chusta se acercaba a mi boca.
—¡Traigo
dinero! ¡Traigo dinero! —grité a voz en cuello.
—Que
sí, que vale… ¡Chupa, marrana! —Agarré el pene de El Chusta y le clavé las uñas
con todas mis fuerzas. Varias de sus venas en relieve explotaron en sangre
mientras aullaba de dolor. Aproveché para incorporarme. Iñaki continuaba
riendo, y más al ver a su amigo dando saltos de dolor.
—¡He dicho que traigo dinero! —Saqué varios
billetes de 10.000 ptas. enrollados y los tiré al suelo.
—Coño… —Los
afectados ojos de Iñaki hicieron chiribitas. El yonqui de la banderilla bailona
hizo amago de incorporarse mientras El Chusta me llamaba zorra, puta, pelleja y
un montón más de piropos por el estilo—. Y…, ¿todo este pastizal, periquita?
—No te importa —espeté—. Dame algo de hierba,
el resto te lo quedas de propina para pagarte a una profesional que te la chupe,
yo estoy fuera de servicio. —Empezó a carcajear una vez más. Miró a su
compañero colocado, el que por la expresión de su rostro no debía haber visto
tanto dinero junto en la vida; después, me observó de nuevo de arriba abajo con
ganas de fiesta sexual—. Solo hierba, Iñaki —puntualicé. Durante unos segundos,
entre quince o veinte, me miró de la misma forma y yo con el rostro cada vez
más serio. Finalmente, aunque muy a su pesar, me lanzó una bolsita de marihuana
que atrapé al vuelo antes de abandonar el lugar.
—Que
buena está la cabrona… —le escuché decir mientras me iba—. Y tú, ¡guarda esa
chorra!
3
La
palma de mi mano izquierda sostenía una papela mientras los dedos de la otra
sacaban trozos de hierba de su bolsita como quien extrae tabaco picado. El
miedo, unido a la sugestión, hizo que ambas manos me temblaran como si volviera
a experimentar la tiritona del síndrome de abstinencia, y todo porque mi mente
lo quería así. Al contrario que hacía dos años, e incluso meses, ahora sabía
que no debía fumarme el canuto, que al hacerlo rompería mi lucha y ese eslabón
de la cadena que tanto me costó soldar. Retrocedería rodando por los peldaños
que había construido de camino hacia la cima, y después tendría que volver a subir
estos y los que me quedaran para llegar.
Las
voces invadían mi cabeza. Mi padre dormía plácidamente, sin embargo, lo tenía
conmigo en la habitación, a mi lado, impertérrito, cruzado de brazos y a la
espera de que terminara de liarme el canuto.
—Adelante,
hija. Líalo y dale una chupada. Eso te encanta...
El
montoncito agrupado de marihuana se desintegraba bajo la papela que sostenía mi
temblorosa y sudada mano. Sudaba copiosamente por casi todo el cuerpo. El
filtro, atrapado entre mis dientes, apuntaba al techo como si sufriera una
pequeña erección de todo él. Mi tensa mandíbula parecía estar a punto de
apachurrarlo y convertirlo en dos mitades de algodón. Lo coloqué en el extremo
de la papela y empecé a enrollarlo como mi temblor lo permitía.
Como
buena adicta al sexo, necesitaba conocer todo lo que abarca: posturas,
utensilios, límites... Nunca me habían follado la mente, y debe ser algo
delicioso porque intervienen los sentimientos y la razón, pero en ese instante,
mientras el holograma de mi padre me incitaba a cometer mi pecado y me disponía
a hacerlo, la voz del psiquiatra penetró muy hondo en mi martirizada cabeza.
Penetración
+ cabeza = follada de mente, sí, pero más bien una violación
puesto que se metió sin mi consentimiento.
«Somos
dueños de lo que alimentamos, no de lo que pensamos»,
recordé poniéndole rostro.
Si
me piensas, eres completamente consciente de lo que haces, me
dijo mi interior con su tono de voz.
Pasé
la lengua por la papela para sellar el canuto.
Ahí
lo tienes: tu verdadera vocación. Tu lengua es la reina del disfrute masculino.
Las consultas te saldrán baratas.
Sosteniendo
el porro entre mis dedos, los cuales hacían que bailara como uno de esos
bolígrafos modernos que cada vez fabrican más pequeños, miré hacia el holograma
de mi padre. Sus ojos eran los cañones de un revolver que no dejaba de
apuntarme. Papá me asesinaba con la vista, pero como diciendo que no le haría
falta disparar.
Tú
solita te estás matando.
Me
giré y coloqué el canuto en mi boca. Mi ataque de nervios lo soplaba en vez de
aspirar, y además con descontrol absoluto puesto que aún no lo había encendido.
Cogí el mechero. Accionar la rueda en mi estado, entre sudor y tiritona, era
como retroceder millones de años atrás y no obtener más que chispitas
fulminantes de lo que posteriormente se convertiría en llama. Era una
adolescente neandertal incapaz de hacer fuego.
—Con
calma, perrita. Tu suicidio está en camino —dijo el holograma de papá—. Y el de
ellas. —Mis párpados dejaron al descubierto dos portones inyectados en venas
combinando con la tétrica expresión de mi aterido rostro. Conseguí encender el
mechero, la llama se mantenía viva pero no me importaba, no porque mi padre
sostenía a mis dos hijas entre sus brazos, y ambas me miraban. Luna y Lilian
derramaban lágrimas como si fueran adultas, de hecho, sus labios se movieron para
hablarme como verdaderas mujeres.
—Eres
una mala madre —dijeron dos bebés al unísono.
Asustada,
quise apartar de mí tan terrible visión, pero a través de la llama,
bailoteando, emergió el cálido rostro de El Chusta, quien sostenía su pene
herido con ambas manos ensangrentadas. Esbozó la más macabra de las sonrisas
que recuerdo haber vivido. De entre sus podridas encías salieron palabras
hirientes.
—¡¡Putita comepollas!!
Escupí
el canuto, me incorporé y empecé a pisotearlo entre gritos y sollozos. Lo había
destrozado a la primera, pero insistía, y no con saña, sino fuera de mí.
Pisoteaba los restos de un asesino de inocentes al que un día di mi mano y no
cogió el brazo, sino todo mi cuerpo, el mío y el de cientos de personas que lo
prueban por gusto y se lo paga con disgusto.
Jadeando,
incapaz de controlar mi agitada respiración, miré en derredor y solo estábamos
mis hijas y yo. El saquito de hierba descansaba cerca del borde de la cama. Sin
pensarlo dos veces, abrí la ventana y lo lancé al exterior.
—Que
aproveche...
Cogí
a mis hijas en brazos y las abracé y besé como si no hubiera un mañana.
4
El 15/07/1997 mi hija Iris vino al
mundo. Fue, hasta la fecha, la más regordeta de sus hermanas. Nada más y nada
menos que casi 4kg de peso. Nació sana y fuerte, que era lo único importante.
Creo
que pasamos tres días ingresadas antes de regresar a casa (ya mi casa). Mis
padres, cumpliendo lo prometido, abandonaron su hogar de toda la vida para
empezar una nueva en uno de los barrios más lujosos de la ciudad, con casa
recién construida y completamente despreocupados de su hija pequeña y las hijas
de esta.
No
tengo nada que añadir al respecto. Insisto en que mi padre quiso apartarme de
su vida prácticamente desde que me quedé embarazada de Luna, y al final lo
hizo. Dentro de lo malo, su decisión me dejó muy bien parada: dinero de sobra,
casa propia con solo quince años y libertad absoluta. Mis tres hijas y yo
viviendo a gusto, sin dar explicaciones a nadie y ya con una cabecita por mi
parte algo más centrada.
Di
carpetazo final tanto al alcohol como a la droga, y lo hice para empezar a
vivir y darle vida a las niñas que había traído al mundo.
—Desconecta
—dijo mi psiquiatra—. Olvida lo último que ha pasado. Te mereces un descanso
después de pelear y haber vencido. Coge a tus hijas y haced un viaje. Id a ver
mundo, lejos, a vuestro aire. Viviendo vuestra vida, Jezabel.
Lo
hicimos. Dos meses después de dar a luz a Iris, compré billetes de avión y nos
fuimos a Turquía por prescripción médica y por propio antojo. Al ser menor mamá
tuvo que firmarme un consentimiento. No se opuso porque se lo ordenó el
psiquiatra como bien para mí, y al que desde ese momento empecé a pagar yo
misma. El dinero de mi herencia anticipada no volvió a ver ni un duro ni un
céntimo por parte de mis padres.
5
Y
cuando llegó la primera noche…
Después de casi quince horas de
vuelo, las peques y yo aterrizamos en el aeropuerto Ataturk, Estambul. Luna
pasó media parte del viaje llorando y la otra media dormida, y fue lo poco que
logré pegar ojo pese a ir puesta de ansiolíticos hasta arriba. Me hacía
muchísima ilusión el viaje, conocer Turquía, tomar montones de fotografías y
ver mundo. De la noche a la mañana, y gracias a la diosa fortuna, mis padres se
habían hecho millonarios, sí, pero papá siempre tuvo buen sueldo y nunca se
aprovechó de ello para llevarnos de vacaciones fuera de España, y jamás en
avión, solo en tren; por ello, pese a la euforia de salir del país por primera
vez en mi vida, a mi aire, totalmente independiente —como si ya fuera adulta—, y con mis tres soles, mi miedo
por volar podía llamarse “pánico” por más raro que parezca en una cría que
había pasado años en las nubes…
Lilian e Iris lloraron de vez en
cuando, pero no con tanto escándalo como su hermana mayor. La pelirroja era un
calco de Maggie Simpson: chupete sinónimo de paz. Pasaba horas chupando sin
cansarse (algo normal llevando mis genes). Con la tetilla del biberón le
ocurría lo mismo, y se lo di tanto a ella como a la pequeña. Aunque a esta
última le tocaba el pecho, por aquel entonces se consideraba escándalo público.
Los tíos podían sacarla en mitad de la calle para mear a gusto, pero una mujer
no podía alimentar a su bebé…
Bajaba del avión drogada, pero
dicho de forma políticamente correcta y legal, no como en el pasado. Llevaba a
Iris colgando del portabebés, a Lilian en brazos y a Luna agarrada de la mano
para ayudarle a bajar las escaleras. Un hombre muy amable me ayudó con la
maleta y el cochecito de las niñas. Había comprado uno doble para trasladar a
las mayores, uno como el que se utiliza para gemelas.
Había elegido la mejor estación
para viajar: ¡6º! La niebla al amanecer era tan densa que parecía una cortina
de humo, entre clima natural y condensación algo viciada por el tabaco. Al parecer,
allí se fumaba bastante. Llevaba casi veinte horas sin fumar un cigarrillo y el
cuerpo me lo pedía, pero delante de las niñas no podía, era algo que me propuse
y conseguí cumplir.
La humedad viajaba con nosotras
como acople de última hora. Daba la sensación de que los aviones estaban
envueltos en capas de vapor bajo la débil fuerza del sol, y el deshielo hacía
mella provocando que escurrieran goterones similares a los de un alimento fuera
del congelador. El olor a café calentito me devolvió la alegría que empezaba a
perder, y eso hizo que tomara uno urgentemente.
—Mamá necesita tomar un café
antes de ir al hotel —les dije a las niñas creyendo que me entendían.
Me lo bebí en apenas dos tragos, el
taxi esperaba para llevarnos al Pera Palace, en Beyoglu, y según pude informarme,
estaba como a tres cuartos de hora del aeropuerto.
Los taxis eran de color amarillo-crema,
y bastante viejos, la verdad. En el que subimos las niñas y yo tenía taxímetro
analógico que no tardó en marcar cuatro dígitos. Asusta, pero era muy normal
tratándose de lira turca.
El taxista, un hombre campechano,
enjuto, y que no callaba a pesar de que no le entendía nada de lo que me decía
(las niñas menos), entró directo por la D-100, una autopista, al parecer,
bastante rápida. No me entretendré en detallarte el recorrido con pelos y
señales porque te aburriría y es irrelevante para mi historia, solo destacar,
por si quieres saber un poco de tan magnífico país, que le tomé varias
fotografías al muro de Teodosio, como primera señal histórica que encontré;
después, al cruzar el puente de Galata, pude ver la amplia mezquita con el
Palacio de Topkapi y Santa Sofía a lo lejos. Las calles de Beyoglu eran el corazón cultural
de la ciudad, pero con signos de decadencia de épocas pasadas.
Cuando quise darme cuenta, vi de
lleno una imponente fachada de estilo neoclásico y con seis pisos de altura. Era
mi hotel, mi lujoso lugar de residencia los próximos tres días. Bajé la ventanilla
como si no fuera a salir nunca del vehículo y pude respirar el aire salobre del
Bósforo con ruido de tráfico citadino, una combinación perfecta entre Oriente y
Occidente.
El viaje me costó 1400 liras turcas,
algo más de 6.000 ptas. de entonces y 40€ de ahora.
Cruzamos la puerta del hotel
directas a descansar, ni las niñas ni yo podíamos con el alma. Nos recibió una
amplia y sofisticada cúpula de vidrio, y la verdad es que a simple vista se le
veía un lugar bastante acogedor: mármol, relucientes mesas y sofás, alfombras
rojas…
Tiempo después, ya en España, me
enteré de que había sido el lugar de residencia de Agatha Christie, quizá por
ello, a pesar de ser un lugar de lo más tranquilo, tiene su puntito de misterio…
6
Y cuando llegó la segunda noche…
Viví
el Gran Bazar como un torbellino de emociones. Nada más cruzar sus puertas, mi
pituitaria topó de lleno con una bocanada acre, nada desagradable pero muy
cargada. Era el olor de la comida exótica mezclado con el del cuero nuevo. Luna,
cogida de mi mano, señalaba con su pequeño dedito todo lo que veía como si
tuviera poder en él para modificarlo a su antojo. Sus hermanas dormían protegidas
del frío dentro del cochecito. Bajo la cúpula, oro y plata relucían con mucho
más valor del que tienen en sí y le damos las personas. Eran piedras preciosas
refulgiendo en mis ojos, los mismos que, ensimismados bajo el embrujo del poder
que se respiraba en el ambiente, se antojaron como calidoscopios proyectando la
misma imagen en un prisma octogonal y en 3D; la seda pendía como en una especie
de cascada vibrante que le daba frescor a la que ya de por sí se antojaba como tarde
bastante gélida. Dos hombres (mercader y cliente), debían discutir por algo, o
así me lo hizo saber su timbre de voz y la forma en que gesticulaban.
—Vamos a
mirar dulces —les dije a mis hijas.
—¿España?
—escuché preguntar a mi espalda. Me giré y vi a un hombre tan guapo que mis
ojos creyeron envolverlo en un halo de luz resplandeciente. Tenía hambre de por
sí, pero nada más verlo, también me entró apetito sexual.
¿Qué
ven mis ojos?
Algo
bárbaro, ¡tremendo!, eso veían mis ojos.
Un
morenazo corpulento, alto y de ojos azules, parecía entender mi idioma entre el
bullicio de lo que para mí, pese a estar en Turquía, me parecía chino.
—Sí
—respondí bastante nerviosa y ruborizada. Empezaba a cruzar las piernas, y
cuando hacía eso, terminaba por abrirlas de par en par—. Me alegra encontrar a
alguien que sepa hablar mi idioma, estás bue…, es bueno, quiero decir. —Me
ruboricé más.
—A
mí también me alegra ver a un ángel caminar, creía que eráis propiedad del
cielo… —Me mató, y ahora sí que sí iría al cielo—. Bien hermosa desde
jovencita. —Miró a los lados antes de añadir—: Y, ¿tus padres?
—No están, he venido sola —respondí. Toqueteaba
mi cabello con la mano libre—, y con mis hermanas, claro. —No podía decirle que
era su madre. Difícilmente fuera a ser el hombre de mi vida (imposible). Países
distintos, diferencia de edad… De ser, sería un polvo (ojalá bueno) de una
mentirijilla piadosa.
Bueno,
una mentira.
Vale,
¡una gran mentira!, pero cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi situación.
—Habéis venido por placer, supongo. —Vengo
en busca de él, estuve a punto de soltarle, y quiero sentirlo contigo.
No fui capaz de articular palabra, así que me limité a asentir. Sus ojos, tan
azules como el mar bañado por el sol, me observaban con detenimiento, muy
sereno, sin nervios aparentes, pero conocía esa estrategia desde que me
salieron las tetas—. ¿Os alojáis en algún lugar?
—En
el Pera Palace —le dije. Ceñudo, como diciendo que era un lugar bastante lujoso
para cuatro niñas, respondió:
—Está
anocheciendo, y tenéis un largo camino hasta llegar allí. Las calles de noche
son peligrosas, sobre todo para las mujeres. Os llevo, ¿sí?
No,
Jezabel, di que no, me dijo mi cabeza. Tienes que centrarte. Míralo como
una persona, no como un hombre que pueda darte placer. Agradéceselo, coge a las
niñas y regresa en taxi. Dile que no.
—Te
lo agradezco. —Eso es, Jezabel—. Sí, me parece bien.
¡No,
Jeza! ¡Te lo agradezco y punto, no te lo agradezco y “sí”!
Dejé
que mi mente discutiera sola, vacía. Mi cabeza la llenaba él.
Pedazo
de turco buenorro.
7
Timur, que así se llamaba mi hombre,
me contó que era turco de nacimiento, pero que había estado varios años en
España, por eso se defendía tan bien con el idioma. Trabajaba en Estambul impartiendo
clases de escritura, pero después, enseñaba a niños huérfanos sin ánimo de
lucro ni remuneración económica. Le oía, pero le escuchaba bastante poco. Su cara
me entró por la vista, su olor por la nariz y su pene quería que me entrara por
el coño, así, directa y a lo grande (deseaba que sí).
—¿Has
entrado alguna vez? —le pregunté delante del hotel. Negó con la cabeza, y mi
lenguaje no verbal daba a entender lo que decía mi cabeza: pues ven conmigo
y entra dentro de mí—. Si quieres… —Hice una pausa picante—, puedes
venir conmigo y…, te lo enseño. Todo, te lo enseño todo, y tú me enseñas a
mí como buen maestro.
—¿No es muy
tarde? —preguntó—. Tus hermanas y tú tendréis hambre.
¿Hambre?
¡Te la voy a comer enterita!
—Están
dormidas —aseguré—. Mañana por la tarde-noche cogemos el avión de vuelta a
España. Poco más puedo ver ya, así que… —Otra pausa picante por mi parte—,
quédate un rato conmigo.
Mis
tetas y yo lo convencimos.
Subimos
al dormitorio, acosté a las niñas en la habitación contigua y regresé con
Timur, pero para su sorpresa (tampoco tanta porque no creo que fuera gilipollas
y que hubiera subido para jugar al parchís), entré desnuda. Se levantó de la
cama como una escopeta y con la suya a punto de cargarse. Me acerqué a él
contoneando mi cuerpo de la manera más sensual que conocía. Enseguida nos
besamos y acariciamos apasionadamente. De espaldas a mí, sus dedos, largos y rollizos,
acariciaban suavemente la entrada de mi sexo. Dejaba que la yema se deslizara
con dulzura por mis labios menores como si estos fueran las cuerdas de un arpa
con las que quisiera hacer música, suave, muy, muy delicadamente, arriba y
abajo. La melodía que obtuvo como respuesta fue una serie de gemidos por mi
parte, intermitentes pero abruptos. Me estremecía de tal manera y con tanta
tensión que la carne de mi abdomen parecía ser absorbida por unas costillas
prominentes, marcadas como a fuego sobre unos pechos pesarosos pero con los
pezones tan gruesos y erguidos que hasta me dolían. Las paredes de mi glúteo
emparedaban a un pene juguetón que parecía crecer y menguar estrangulado por la
ropa que prohibía su libertad. Llevé las manos a mis senos.
Necesitaba las dos para acariciar cada uno de ellos, pero en esos instantes me
bastaba darles un repaso descontrolado, sostener mis pitones endurecidos y
gemir, dejar escapar suspiros de cálido aliento ante el ardor creciente de mi
interior.
Mi vagina se refugiaba entre mis
muslos con una pelvis escondida y el glúteo en pompa como protagonista a
destacar. Tenerlo detrás, apretarme junto a él y sentir que su miembro erecto
se moría de ganas por entrar dentro de mí era super excitante; pero no bastaba,
necesitaba verlo con mis propios ojos.
Me
giré. Su torso desnudo repercutió en mi clítoris, el cual empecé a notar algo
basto, como si asomara entre unas puertas muy finas cuando era todo robusto
pero muy sensible. La extraña sensación de su salida me convertía en una salidorra
de campeonato.
Necesitaba
saciarme, ¡y hacerlo ya!
Mis
finos dedos, de uñas perfectamente manicuradas, se deslizaban por la
dureza de sus pectorales. Temur era duro en sí. Sus brazos en tensión,
sosteniendo mis anchas caderas, dejaban en relieve el sacrificio por mantener
un cuerpo escultural y dueño del pecado.
No
pude más, así que como una loca (lo que realmente era) bajé mi lengua por sus
abdominales, la cual se deslizaba como tropezando por escalones que, ante la
jadeante respiración del turco, jugaban al ahora sí, ahora no,
escondidos o dispuestos a recibir un erizar de piel terriblemente placentero.
Le
bajé los pantalones. En sus calzoncillos asomaba una herramienta palpitante y
retorcida como una anaconda. La creciente erección empujaba la prenda y pedía a
gritos desaprisionarse. Lo hice, calmé su tortura y vi un miembro oscuro,
grueso y con un glande tan brillante en excitación que provocaba tirantez
visual. Tenía el tamaño de una ciruela, y quizá por ello lo metí en la boca de
un bocado. Temur se estremeció al primer contacto. Quejándose de gusto, se
tensó con las manos en mi cabeza. La saliva se fusionó con el líquido
preseminal que escurría por mi lengua, la cual, movía como una culebrilla
mientras mi boca succionaba su pene y mi mano lo movía. Si seguía así se
correría, y no podía permitirlo puesto que no era más que el principio. Temur
tenía las pelotas encogidas, gordas pero a media altura. Su escroto las
oprimía, y eso ocurre cuando un chico está a punto.
Saqué
su polla de mi boca para besarle los testículos. Eran huevos XL creados para
vivir ese momento, y lo sé porque le hice gritar. Empecé a pasar la puntita de
mi lengua por ellos para ir subiendo muy muy despacio. El tronco de su pene
sobresalía bien marcado como la carótida a un lado del cuello. Lamí la venilla
lateral, una que se retuerce en forma de relámpago y que chuparla hace que cualquier
hombre enloquezca a gritos (todos, sin excepción). Temur escupió una gotita
mientras mi lengua subía hasta morir en su frenillo, punto clave donde la moví
como si fuese una culebrilla acelerada. Él se retorcía de placer, gimiendo y
pidiendo más y más. Su polla se convertía en una pieza rígida y completamente
en vertical. Nunca había visto semejante erección, pero la tenía delante de mis
ojos (y era real).
Alocado,
me cogió y tumbó encima de la cama. Pensé que iba a penetrarme llevado por la
euforia, pero no, por el contrario, me sorprendió gratamente.
—Estás presa —anunció mientras acercaba
su cabeza, frente con frente, nariz con nariz—. Puedes gritar de auxilio o de
placer, tú decides —Me dio a elegir por medio de un cálido y jadeante susurro.
El timbre de voz vibró como el crepitar de una chispita compuesta de dulzura.
Su aliento mentolado escalaba mis fosas nasales, así como el frescor de su
fragancia y el aroma de su piel. Dejó que sus labios rozaran suavemente los míos
en una especie de ligera embestida, como el saludo cariñoso de una mamá leona a
su cachorro. Eran suaves y carnosos, y además, tenían poder para erizarme el
vello y dejar mi piel de gallina; acto seguido, lo repitió añadiendo un beso
corto. Apoyó la frente en la mía, ambos intercambiando el calor de nuestros
alientos en crecientes jadeos de pasión. Me mordisqueaba ligeramente el labio
inferior en lo que mi pecho subía y bajaba como un fuelle alimentándose del
mismo ardor sexual que desprendía. Mis senos rozaban con su torno musculado y
la sensación era riquísima. Sentía aspereza placentera, la grata sensación de
que algo jodidamente agradable me succionaba la sangre para dejarlos tiesos
hasta nueva orden. Temur esbozó una sonrisa frente a mis labios, los que ya,
después de amagos traviesos, besó apasionadamente. Ambos nos besamos presas del
calor que escalaba por nuestros cuerpos excitados. Bajó a mis senos, me chupó
los pezones y después sopló.
—¡Oh, Dios! —grité instantes
previos a tensarme y dar un bote. Me lamía y succionaba el pezón izquierdo al
tiempo que jugaba con el otro. Mi vulva pedía a gritos aliviarse de una vez por
todas. El corazón se me salía mientras los dedos y la lengua de Temur entraban
por mi conducto de placer extremo. Segundos después, sus labios recorrían los
míos vaginales a base de besitos cosquilleantes. Me tensé como un arco al
tiempo que profería un pausado gemido. Llevé las manos a los pechos (igual que
antes) y empecé a acariciarlos con salvajismo. Mi sexo se humedecía cada vez
más; mis piernas, en máxima tensión, se contraían entre espasmódicas sacudidas.
El clítoris asomaba desvergonzado como quien interrumpe en una fiesta sin que
lo inviten y acapara toda la atención. Este, y no otro, era el verdadero
"mal benigno" de la completa locura, y el turco fue a por él
directamente con los labios. Chupaba y succionaba mientras le agarraba la
cabeza y me retorcía sin control, gimiendo a voz en cuello y jadeando con
respiración entrecortada, como si en vez de fuego placentero, me hubieran
echado un cubo de agua helada y me costara respirar.
—Es... (pausa), in... (pausa)
No era capaz de pronunciar una
palabra del tirón, y él tenía la culpa.
Colocó la mano izquierda bajo mi
ombligo para acto seguido introducir los dedos medio y anular de la otra mano
en mi vagina. Resbalaron por un conducto lábil y un tanto untuoso, muy
calentito y dilatado debido a la extrema excitación. Di otro respingo en
compañía de un ligero gemido cuando sentí los dedos dentro de mí y, cómo estos,
gracias a ese tío caído del cielo, jugueteaban por el húmedo canal tanto
adentro y atrás como dando vueltas en derredor.
—Oh…, oo…hh… ¡Joder! —exclamé
mientras me masturbaba con movimientos de dedos cada vez más rápidos y
profundos. Había sentido más de veinte penes en mi interior y de todos los
tamaños y colores. Sabía a la perfección lo que era tener uno dentro de la
vagina, incluso mis mismos dedos y alguno que otro de algún chico cumplidor,
pero nada que igualara el placer extremo que sentía en esos instantes.
Los gases vaginales sonaban como
pequeñas pedorretas de efecto vacío. El “pop, pop” cada vez que Temur
introducía y sacaba los dedos hacía que ambos compartiéramos excitación. Colocó
la palma de la mano en mi clítoris, erguido, lleno de sangre y tan
desvergonzadamente descarado como si tuviera mente propia y hubiera perdido la
cordura.
Acaríciame, chúpame y haz que me
corra. ¡Hazlo ya!
Mi hombre retomó los movimientos
circulares de la vagina, pero esta vez mucho más intensos, más rápido y rozando
el clítoris a la vez. Mis gritos de placer se convirtieron en escandalosos
gemidos. El corazón me latía desbocado como si fuera una bomba de relojería
triplicando los segundos por minuto antes de explotar. La sangre de todo mi
cuerpo parecía concentrarse en ese amiguito desvergonzado y cachondo que me
hacía tensar y revolverme como una culebrilla alocada. La entrada de la vagina
parecía la boca de un volcán en erupción, pero en vez de lava, a los labios de
esta y los dedos de Temur les rodeaba moco y agüilla. Las paredes vaginales se
estrechaban, aprisionaban los dedos de su interior y la sensación de gusto al
moverlos se intensificaba. Llegaba el momento, el premio final como remate a
unos minutos fuera de la realidad, donde solo el disfrute tiene protagonismo y
la evasión del mundo se desea como maratón sin descanso veinticuatro horas al
día.
—Me co… (pausa)—. ¡Me corro! —grité instantes previos a seriar el rostro, ruborizarme
y mover el cuerpo adelante y atrás con sensación de asfixia. Parecía estar a
punto de desmayarme, pero no, todo lo contrario. Mis ojos alocados, jugando al
escondite con el párpado superior, subían y bajaban dejando más tiempo la
esclerótica a la vista que iris y pupila. Eran segundos, instantes de locura
donde el no poder respirar nublaba mi juicio para transportarme a un mundo
paralelo, a la sensación más placentera que había experimentado en toda mi
vida. Mis piernas tembleteaban como palancas de pinball intentando golpear la
bola constantemente; yo, tensa, tiritando como si en vez de masturbarme, Temur me
propinara una descarga eléctrica. Mis senos aumentaron de tamaño por momentos,
pero bailones como se antojaban, igual que flanes en un plato de postre que
alguien mueve con deleite satisfacción antes de comerlos, eran los antagonistas
de una película marcada por un final inesperado pero grato (apoteósico), y de
esos que el mundo espera una franquicia de argumento interminable.
Que no se acabe nunca.
Mi uretra escupió un chorro firme,
dirigible al compás de mi cuerpo inquieto como si fuera una pistola de agua con
el gatillo pulsado sin descanso para mojar rostro y cuerpo de mi adversario de
juego; en este caso, a mi compañero de placer. Temur sonreía con la cara
completamente empapada de líquido, momento en que recuperé la respiración,
boqueé como un pececillo y dejé escapar el gemido más intenso que había
proferido hasta ese instante. Mis piernas flaquearon, mareada, presa de la
maravillosa explosión que aún vivía en mis carnes. Me miré el coño y llevé las
manos allí, donde la humectación me hizo emitir gustosos aspavientos y jadeos
incontrolables. La mente y el cuerpo tomaban rumbos distintos. Mi corazón
seguía bombeando sangre como el tambor de una lavadora lo hace con el agua
instantes previos a centrifugar. Los labios de la vagina escurrían felicidad, y
ello repercutió en los de la cara, ensanchándose gustosamente para después
reír, comenzar a hacerlo y prorrumpir en carcajadas junto al hombre que me
había dado el mejor orgasmo de mi vida.
—Que… ¿Qué me has
hecho? —pregunté, cerca del presente pero aún con el recuerdo del pasado que
acababa de acontecer.
Él,
ansioso, después de verme gozar como la perra que era, me introdujo la polla
por medio de una embestida limpia y profunda. En décimas de segundo sentí que
una gruesa herramienta de dieciocho o veinte centímetros me llenaba en un solo
intento, y cuando se movía, mi vagina le hacía resbalar entre moco placentero.
El vaivén del coito movía todo mi cuerpo, y después de una experiencia tan
intensa y duradera, Temur no resistió más. Una carga espesa y terriblemente
deliciosa por su parte salpicaba el interior de mi coño en intermitentes
impulsos. Sentía el placer de mi turco por medio de descargas calentitas y muy
agradables. Verlo y sentirlo correrse de esa forma me hizo disfrutar a mí
también.
8
Y cuando
llegó la tercera noche…
Cuando llegó la tercera noche no
ocurrió nada de otro mundo, simplemente regresamos a España, apenada por un
lado y deseándolo por el otro. Temur, después de mis hijas, era lo mejor que me
había pasado en la vida. En media hora con él me desbloqueó sentimientos
internos que no conocía ni tenía constancia de que existieran.
No
volví a verlo. La noche que tuvimos sexo nos despedimos conscientes de que no
volveríamos a vernos, pero tengo un recuerdo muy bonito de él (me consta),
porque cuando llegó la cuarta noche… En este caso, mejor dicho, mi cuarta hija.
(Sí,
una más)
Nueve
meses después de tener sexo con Temur nació Sherezade.
¿Entiendes
ahora por qué he abierto cada parte del viaje a Turquía como aparece en Las
mil y una noches? —Es,
sin duda, de las mejores compilaciones de relatos bajo un hilo conductor que
nació de la mente de a saber quién o quiénes, puesto que lo escribió un tal
"Anónimo" del o de los que nunca se ha sabido nada (y me moriré sin
saberlo).
Del
que no volví a saber nunca nada fue de Temur, como bien te he dicho (podíamos
haber tenido contacto aunque fuera por carta o vía telefónica, pero no surgió).
Desapareció, pero mi hija está aquí presente. Tiene sus ojos y el moreno de piel,
por eso es el vivo retrato de su papá, solo que en mujer (ambos preciosos).
Sherezade
siempre fue una niña muy obediente y ordenada, muy o demasiado perfeccionista,
y hoy en día lo sigue siendo. Nunca le dije que por sus venas corre sangre
turca hasta que ella me lo preguntó, y como el resto de sus hermanas (y quizá
todas las personas del mundo), las grandes preguntas llegan durante la
adolescencia.
Recuerdo
que, una noche de verano, de esas tan pegajosas que cuando quieres levantar los
muslos del sofá parecen tiras de velcro, me hallaba viendo la tele en el salón,
medio despatarrada y con un ojo cerrado y el otro a la mitad. No podía dormir y
bajé a ver una película. Esa misma tarde había pillado a Luna haciéndose un
dedo mientras miraba a las chicas desnudas de la Penehouse (también
dispo para vaginas), y la imagen se reproducía por mi mente una y otra vez,
igual que el estribillo de esa maldita canción que parece joderte de vez en
cuando y el recuerdo no deja de tararearla dentro de la cabeza. Cuando quise
darme cuenta tenía a Sherezade sentada a mi lado. La veía cabizbaja, y también
con cierto temor, algo raro en ella. Me confesó sentirse mal porque necesitaba
tomar un camino y creía fallarme con él. Me dijo que en su corazón estaba
Allah, no Yahvé, y que se sentía mal porque iba en contra de mi religión. Yo,
para nada sorprendida, puesto que esperaba ese momento desde que nació, le dije
que tenía que hacer lo que verdaderamente sintiera, que daba igual en qué Dios
creyese, si creía o no, que era y es su vida, y la única dueña es ella aunque
yo se la hubiera dado. Lo que no toleraría nunca es que se haga del Real
Madrid. Si algún día me entero me entierra de forma fulminante...
El
dios en el que se crea da igual porque todos son el mismo pero en diferentes
versiones. Ahora bien, Barça solo hay uno: el Barça, puro y duro. Ahí no se
rasca.
Sherezade también me dijo que quería
dedicarse a la docencia, pero más que nada, abrir una escuela pequeña en su
tiempo libre para dar clase a niños huérfanos o necesitados sin ánimo de lucro
ni remuneración económica.
(¿Casualidad,
lector/ara?).
Le
di el primero de tantos abrazos desde que me siento superorgullosa de ella.
Hace
cuatro meses empezó a salir con un compañero de trabajo, otro profesor en
prácticas como ella, y les va genial. Es un chico encantador. Se parece a Harry
Potter, y estoy deseando quedarme a solas con mi hija para que me cuente qué
tal tiene la varita mágica y si sabe utilizarla...
No tengo remedio, ¿verdad?
Dedicado con cariño a las mujeres musulmanas.
Jezabel Losada











